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– En este coro de buenas voluntades -dice- no distingo voces femeninas.

Se hace el silencio.

– Muy bien -añade-, como ustedes gusten. Permítanme hacer mi confesión. La historia comienza una tarde, ya de anochecida. He olvidado la fecha, pero sé que no hace todavía mucho tiempo. Iba caminando por los viejos jardines de la universidad y resultó que también pasaba por allí la joven en cuestión, la señorita Isaacs. Nuestros caminos se cruzaron. Cambiamos algunas palabras, y en ese momento sucedió algo que, como no soy poeta, ni siquiera trataré de describir. Baste decir que Eros entró en escena. Y después de esa aparición yo ya no fui el mismo de antes.

– ¿Que ya no fue el mismo qué? -pregunta la experta en finanzas con cautela.

– Quiero decir que ya no fui el mismo de siempre. Dejé de ser un divorciado de cincuenta y dos años de edad y sin nada que hacer en esta vida. Me convertí en un sirviente de Eros.

– ¿Es esa la defensa que quiere proponernos? ¿Un impulso irresistible?

– No se trata de una defensa. Ustedes desean una confesión y yo les ofrezco una confesión. En cuanto al impulso, lejos estuvo de ser irresistible. Muchas veces, en el pasado, me he negado a ceder a impulsos muy similares, y conste que me avergüenza reconocerlo.

– ¿No consideras que la propia naturaleza de la vida académica por fuerza exige ciertos sacrificios? ¿No crees que por el bien de todos nosotros hemos de negarnos ciertas gratificaciones? -le pregunta Swarts.

– ¿Tienes en mente prohibir todo trato íntimo entre personas de distintas generaciones?

– No, no necesariamente. Pero en calidad de profesores ocupamos una posición de poder. Tal vez se trate de prohibirnos caer en la tentación de mezclar toda relación de poder con una relación sexual. Y entiendo que esto es lo que se trata de dirimir en todo este asunto. Si no una prohibición, yo aconsejaría una cautela extrema.

Interviene Farodia Rassool.

– Ya estamos dando vueltas a la noria otra vez, señor presidente. Sí, dice que es culpable; no obstante, cuando procuramos obtener algo más específico, de golpe y porrazo se trata no del abuso del que ha sido víctima una joven, que de eso no se confiesa culpable, sino de un mero impulso al que no pudo o no quiso resistirse, sin hacer una sola mención del dolor que ha causado, una sola mención de la ya larguísima historia de explotación de la que este asunto no es más que un nuevo capítulo. Por esa razón insisto en que es fútil Seguir discutiendo con el profesor Lurie. Hemos de tomarnos su petición tal cual es y darle el valor que tiene; hemos de expresar nuestra recomendación en consonancia.

Abuso: estaba esperando a que saliera la palabra. Dicha por una voz que tiembla debido a la rectitud de que se inviste. ¿Qué es lo que ve ella cuando lo mira, y que la mantiene sumida en semejante pozo de cólera? ¿Un tiburón suelto entre los pobres peces chicos? ¿O acaso es otra visión la que tiene, la de un macho dotado de un miembro grueso, enorme, hincándose en una chiquilla, mientras con su mano descomunal ahoga los chillidos de pánico que pugnan por salir de sus labios? ¡Qué absurdo! En ese instante lo recuerda: el día anterior estuvieron todos reunidos en esa misma sala, y Melanie estuvo ante ellos, Melanie, que apenas le llega a la altura del hombro. Desiguaclass="underline" ¿cómo podría negarlo?

– Yo tiendo a estar de acuerdo con la doctora Rassool -dice la experta en finanzas-. A menos que haya algo que el profesor Lurie desee añadir, creo que deberíamos proceder a tomar una decisión.

– Antes de eso, señor presidente -apunta Swarts-, me gustaría hacer un último ruego al profesor Lurie. ¿Existe algún tipo de declaración oficial que estuviera dispuesto a suscribir?

– ¿Por qué? ¿Qué importancia tiene que suscriba una declaración oficial?

– Porque eso ayudaría a enfriar una situación que ha terminado por ser muy acalorada. Lo ideal sería que resolviésemos este asunto lejos de los focos de los medios de comunicación, y todos lo habríamos preferido así. Pero no ha sido posible. El caso ha recibido muchísima atención por parte de los medios, ha adquirido connotaciones que han escapado a nuestro control. Todas las miradas están pendientes de la universidad, del modo en que resolvamos el caso. Escuchándote, David, tengo la impresión de que estás recibiendo un tratamiento harto injusto. Y eso es un error. Los miembros de esta comisión nos vemos como personas que tratan de hallar una solución de compromiso que te permita mantener tu puesto de trabajo. Por eso he preguntado si existe una forma de declaración pública con la que puedas convivir, una declaración pública que nos permita recomendar algo por debajo de la sanción más severa, es decir, tu despido y tu censura.

– ¿Quieres decir que si estoy dispuesto a humillarme y a suplicar clemencia?

Swarts suspira.

– David, de poco servirá que te mofes de nuestros esfuerzos. Acepta al menos un aplazamiento, de modo que puedas pensar más a fondo en tu delicada situación.

– ¿Qué deseas que contenga esa declaración?

– Un reconocimiento explícito de que te equivocaste.

– Eso lo he reconocido antes. Y libremente. He dicho que soy culpable de los cargos que se me imputan.

– No juegues con nosotros, David. Hay una diferencia clara entre declararse culpable de una acusación y reconocer que te equivocaste, y lo sabes de sobra.

– ¿Y con eso estarás satisfecho? ¿Con que reconozca que me equivoqué?

– No -dice Farodia Rassool-. Eso sería como volver a empezar. En primer lugar, el profesor Lurie debe hacer su declaración. Luego, llegado el caso, nosotros decidiremos si nos resulta aceptable a modo de disculpa. Aquí no se negocia previamente sobre el contenido que haya de tener esa declaración. La declaración debe salir de él, con sus propias palabras. Luego veremos si lo dice de corazón.

– ¿Y así supone usted que lo adivinará a ciencia cierta por las palabras que yo emplee, que adivinará si es de corazón?

– Así veremos cuál es la actitud que expresa. Veremos si expresa o no la debida contrición.

– Muy bien. Me beneficié de mi situación, del privilegio de que gozaba cara a cara con la señorita Isaacs. Me equivoqué al hacerlo y lo lamento. ¿Le parece suficiente?

– La cuestión no es si me parece suficiente, profesor Lurie. La cuestión es, más bien, si será suficiente para usted.

¿Refleja sus sentimientos más sinceros?

Niega con un gesto.

– Le he formulado esas palabras, y ahora quiere algo más: que demuestre que son sinceras. Eso es una rematada ridiculez. Eso queda mucho más allá del alcance de la ley.

Estoy harto, así que volvamos a jugar de acuerdo con las reglas establecidas. Me declaro culpable. Eso es cuanto estoy dispuesto a decir.

– Entendido -dice Mathabane desde su cabecera de la mesa-. Si no hay más preguntas para el profesor Lurie, le doy las gracias por su asistencia y le doy permiso para abandonar la vista del caso.

Al principio no lo reconocen. Ya va por la mitad de la escalera cuando oye el grito: ¡Es él!, al cual sigue un alboroto de pasos.

Lo alcanzan al pie de la escalera; alguien incluso lo sujeta de la chaqueta para detenerlo.

¿Podemos hablar un minuto con usted, profesor Lurie? -dice una voz.

No hace caso y sigue su camino, atravesando el vestíbulo lleno de gente. Todos se vuelven a mirar al hombre de notable estatura que huye de sus perseguidores.

Alguien le cierra el paso.

– ¡Un momento! -dice ella. Él evita su mirada cara a cara, se protege con la mano. Se dispara un flash.

Una muchacha lo rodea. Lleva el pelo repleto de abalorios de ámbar; le cuelga recto a uno y otro lado de la cara. Sonríe, muestra su blanca dentadura.

¿Podemos pararnos a hablar un momento? -le dice.

– ¿De qué?

Alguien le pone una grabadora delante. Él la aparta con un ademán.