– De qué tal ha ido.
– ¿El qué?
– Pues la vista del caso, claro.
La cámara vuelve a soltar un destello. -No puedo hacer comentarios al respecto.
– Entiendo. ¿Sobre qué puede hacer algún comentario?
– No hay nada que desee comentar.
Los ociosos y los curiosos han comenzado a apiñarse a su alrededor. Si desea marcharse, tendrá que abrirse paso entre todos ellos.
– ¿Lo lamenta? -dice la muchacha. Le acercan la grabadora todavía más a la cara-. ¿Se arrepiente de lo que hizo?
– No -dice-. He salido enriquecido de la experiencia. A la muchacha no le desaparece la sonrisa de la cara.
– ¿Así que lo haría otra vez?
– No creo que tenga una nueva oportunidad.
– Ya, pero ¿y si la tuviera?
– Eso no es una pregunta que pueda responderse.
La muchacha quiere más, más palabras para el vientre de la maquinita, pero por el momento se queda sin saber cómo arrastrarlo a ulteriores indiscreciones.
– ¿Que salió qué de la experiencia? -oye que alguien pregunta sotto voce.
– Que salió enriquecido. Murmullos.
– Pregúntale si pidió disculpas -le dice alguien a la chica.
– Ya se lo he preguntado.
Confesiones, disculpas: ¿a qué viene tanta sed de que se rebaje? Se hace el silencio. Se apiñan a su alrededor como los cazadores que han acorralado a una extraña bestia y que no saben cómo rematarla.
La fotografía aparece en el periódico estudiantil del día siguiente, con el siguiente pie: «¿Y ahora quién es el idiota?». En ella figura él con la mirada vuelta al cielo, a la vez que tiende una mano hacia la cámara. La pose es de sobra ridícula, pero lo que la convierte en una joya única en su especie es la papelera invertida que sostiene por encima de él un joven que ostenta una sonrisa de oreja a oreja. Gracias a un juego de perspectiva, la papelera parece estar posada sobre su cabeza como un capirote o un sambenito. Frente a semejante imagen, ¿qué le queda por hacer?
«La comisión no dice palabra sobre su veredicto -dice el titular-. La comisión disciplinaria que investiga las acusaciones de acoso sexual y de graves faltas contra la ética que pesan sobre el profesor David Lurie ayer no dijo palabra acerca del veredicto. El presidente, Manas Mathabane, solo accedió a reseñar que las conclusiones han sido remitidas al rector para que este pase a la acción.
»Tras una muestra de esgrima verbal con miembros de Mujeres Contra la Violación después de la vista del caso, Lurie (53 años) dijo que sus experiencias con las estudiantes le han resultado "enriquecedoras".
»Las quejas presentadas contra Lurie, experto en poesía romántica, por los estudiantes de sus clases fueron el detonante de la situación.»
En su domicilio recibe una llamada de Mathabane.
– La comisión ya ha emitido su recomendación, David, y el rector me ha pedido que hable contigo por última vez. Está dispuesto a no tomar medidas extremas, me ha dicho, con la condición de que hagas una declaración pública, de tu puño y letra, que sea satisfactoria tanto desde nuestro punto de vista como desde el tuyo.
– Manas, ya hemos pasado antes por ese trecho del camino. Yo…
– Espera. Escúchame, déjame terminar. Tengo delante de mí un borrador de la declaración que satisfaría nuestros requisitos. Es bastante breve. ¿Me permites que te lo lea?
– Adelante.
Mathabane lee:
– «Reconozco sin reservas de ninguna clase haber incurrido en un grave abuso contra los derechos humanos que sin duda tiene la firmante de la queja contra mí interpuesta, aparte de haber incurrido en un abuso de la autoridad que ha delegado en mí la universidad. Pido sinceras disculpas a ambas partes y acepto la sanción apropiada que pueda serme impuesta.»
– ¿«La sanción apropiada que pueda serme impuesta»? ¿Qué quiere decir eso?
– Según entiendo, no se te firmará la carta de despido. Con toda probabilidad se te pedirá que solicites una excedencia. Si con el tiempo vuelves a desempeñar tu trabajo de profesor, eso es algo que dependerá de ti y de la decisión que tomen tu decano y el jefe del departamento.
– ¿Eso es todo? ¿Esa es la oferta?
– Eso es lo que yo entiendo. Si manifiestas tu entera disposición a suscribir esa declaración, que tendrá consideración de súplica de perdón, el rector estará dispuesto a aceptarla precisamente con ese espíritu.
– ¿Qué espíritu?
– Espíritu de arrepentimiento.
– Manas, ayer repasamos a fondo todo el asunto del arrepentimiento. Te dije lo que pensaba al respecto. No estoy dispuesto a pasar por eso. Antes he comparecido ante un tribunal oficialmente constituido, ante una ramificación de la ley. Ante ese tribunal laico confesé mi culpabilidad, una confesión laica. Con esa súplica de perdón debería ser suficiente. El arrepentimiento no tiene nada que ver ni aquí ni allá. El arrepentimiento pertenece a otro mundo, a otro universo, a otro discurso.
– Estás confundiendo varias cuestiones, David. No se te ordena que te arrepientas. Lo que suceda en tu alma es algo oscuro e impenetrable para nosotros, que solo somos miembros de lo que tú llamas un tribunal laico y simples seres humanos iguales que tú. Lo que se te pide es que firmes una declaración.
– ¿Se me exige que pida disculpas aun cuando no sea con toda sinceridad?
– El criterio que aquí importa no es tu sinceridad o tu falta de sinceridad. Eso es asunto, tal como digo, que habrás de ventilar a solas con tu conciencia. El criterio que de veras importa es saber si estás dispuesto a reconocer tu falta en público y a dar los pasos precisos para remediarla.
– Ahora sí que hilamos fino. Se me ha acusado y me he declarado culpable de las acusaciones. Eso es todo lo que necesitáis de mí.
– No. Es más lo que necesitamos. No mucho más: algo más, eso es todo. Espero que veas con claridad que eso es lo que tienes que darnos.
– Pues lo siento, pero no. No lo veo.
– David, no puedo seguir protegiéndote de ti mismo. Estoy harto, y lo mismo sucede con el resto de la comisión. ¿Quieres tiempo para pensarlo más despacio?
– No.
– Muy bien. Solo puedo decirte que tendrás noticias del rector.
7
Una vez que toma la resolución de marcharse hay muy poca cosa que lo retenga. Vacía la nevera, cierra la casa y a mediodía se encuentra ya en plena autopista. Hace un alto en Oudtshoorn; en realidad ha salido con el alba, y a media mañana está cerca de su destino, la ciudad de Salem, en la carretera de Grahamstown a Kenton, en la provincia del Cabo Oriental.
La pequeña hacienda de su hija se halla al final de una sinuosa pista de tierra, a unos cuantos kilómetros de la ciudad: cinco hectáreas de tierra, casi todas cultivables, un molino de viento que extrae agua de un pozo, establos y cobertizos, y una casona baja, amplia, pintada de amarillo, con el tejado de chapa de hierro ondulada y un porche. Una alambrada y algunos macizos de capuchinas y geranios señalan la linde de entrada; el resto es una explanada de tierra suelta y gravilla.
Hay una vieja furgoneta Volkswagen aparcada a la entrada; aparca tras ella. De la sombra del porche asoma Lucy a la luz del sol. Durante un momento él no la reconoce. Ha pasado un año desde la última vez, y ella ha engordado. Ahora tiene las caderas y los pechos (busca la palabra más adecuada) amplios. Descalza, cómoda, sale a saludarlo con los brazos abiertos, y de hecho lo abraza y lo besa en la mejilla.
¡Qué maravilla de chica!, piensa al abrazarla; ¡qué grata bienvenida al final de un viaje tan largo!
La casona, que es grande, oscura e, incluso a mediodía, algo fría, data de la época de las familias numerosas, la época en que los invitados llegaban en carretas llenas. Hace ya seis años que Lucy se instaló en ella cuando era miembro de una comuna, una tribu de jóvenes que comerciaban con artesanía de cuero y cerámica cocida al sol en Grahamstown, gente que entre las hortalizas cultivaba a escondidas esa variedad de marihuana que en Sudáfrica llaman dagga. Al deshacerse la comuna e irse casi todos hacia New Bethesda, Lucy se quedó en la hacienda con su amiga Helen. Se había enamorado del lugar, según dijo; deseaba sacarle rendimiento. Él la ayudó a comprársela. Ahora, ahí la tiene, con su vestido de flores, descalza y todo, en una casa en la que reina el olor del pan recién hecho: ya no es una niña que juega. a ser granjera, sino una sólida campesina, una boervrou.