Hay un hombre en el umbral, un hombre alto, con mono de trabajo azul, botas de goma y gorro de lana.
– Pasa, Petrus. Te presento a mi padre -dice Lucy.
Petrus se limpia las botas. Se dan la mano. Una cara curtida, llena de arrugas; ojos astutos. ¿Cuarenta? ¿Cuarenta y cinco?
– El pulverizador -dice-. Necesito el pulverizador.
– Está en la furgoneta. Espera, yo iré a buscarlo.
Se queda a solas con Petrus.
– Te encargas de los perros -dice para salvar el silencio.
– Cuido de los perros y trabajo en la huerta. Sí. -Petrus esboza una ancha sonrisa-. Soy el hortelano y el perrero. -Reflexiona un instante-. El hombre perro -añade, saboreando la idea.
– Acabo de llegar desde Ciudad del Cabo. A veces me preocupa mi hija, viviendo aquí sola. Y esto está muy aislado.
– Sí -dice Petrus-. Es peligroso. -Pausa-. Todo es peligroso hoy día. Pero aquí todo va bien, o eso creo yo. -Y sonríe otra vez.
Lucy regresa con un frasco.
– Ya sabes la medida: una cucharada por cada diez litros de agua.
– Sí, lo sé -dice Petrus, y sale agachándose un poco por la puerta.
– Petrus parece un buen hombre -observa él. -Tiene la cabeza bien puesta sobre los hombros. -¿Vive en la finca?
– Petrus y su mujer disponen del establo viejo. He instalado una toma de electricidad. Es bastante cómodo. Tiene otra mujer en Adelaide, e hijos, algunos ya mayores. De vez en cuando se marcha a pasar una temporada allí.
Deja que Lucy se ocupe de sus faenas y da un paseo hasta la carretera de Kenton. Hace un frío día de invierno; el sol ya se pone sobre las rojas colinas salpicadas a trechos de hierba rala y blanquecina. Tierra pobre, terreno poco fértil, piensa. Esquilmada. Solo vale para las cabras. ¿De veras se propone Lucy pasar allí el resto de sus días? Confía en que no sea más que una fase pasajera.
Se cruza con un grupo de chiquillos que vuelven a casa de la escuela. Los saluda; le devuelven el saludo. Modales del campo. Ciudad del Cabo empieza a desaparecer engullida por el pasado.
Sin previo aviso lo asalta un recuerdo de la muchacha: sus pechos nítidos y pequeños, sus pezones erectos, su vientre liso y plano. Una oleada de deseo lo atraviesa. Es evidente que, fuera lo que fuese, no ha concluido aún.
Regresa a la casa y termina de deshacer las maletas. Mucho tiempo ha pasado desde que convivía con una mujer. Tendrá que estar atento con sus modales, limpio y presentable a todas horas.
Amplia es una palabra en el fondo demasiado amable para describir a Lucy. Pronto será una mujer indudablemente gruesa. Se descuida, tal como sucede cuando uno se retira del campo del amor. Qu'est devenu ce front poli, ces cheveux blonds, sourcils voatés?
La cena es sencilla: sopa y pan, luego boniatos. No suelen gustarle los boniatos, pero Lucy hace un aliño con cáscara de limón, mantequilla y pimienta que los vuelve gratos de comer, sabrosos incluso.
– ¿Piensas quedarte una temporada? -le pregunta.
– ¿Una semana? Digamos que una semana. ¿Podrás soportarme durante tanto tiempo?
– Puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Solo me da miedo que te aburras.
– No me aburriré.
– Y al cabo de esa semana, ¿adónde piensas ir?
– Todavía no lo sé. Puede que siga viajando, que haga un largo viaje sin destino concreto.
– Pues que sepas que aquí eres bienvenido si quieres quedarte.
– Es muy amable que digas eso, querida, pero prefiero conservar tu amistad. Las visitas prolongadas no son provechosas para las buenas amistades.
– ¿Y si no lo llamamos visita? ¿Y si dijéramos que has venido a refugiarte? ¿No aceptarías refugiarte aquí por tiempo indefinido?
– ¿Quieres decir asilo? Las cosas todavía no se han puesto tan difíciles, Lucy. No soy un fugitivo.
– Rosalind me dijo que el ambiente allá era muy hostil.
– Yo me lo he buscado. Me ofrecieron una solución de compromiso que no quise aceptar.
– ¿Qué clase de compromiso?
– Reeducación. Reforma de mi carácter. La palabra clave fue consejo.
– ¿Y acaso eres tan perfecto que no puedes aceptar ni un solo consejo?
– Es que me recuerda demasiado a la China maoísta. Retractación, autocrítica, pedir disculpas en público. Soy un hombre chapado a la antigua, prefiero que en tal caso me pongan contra la pared y me fusilen. Así habría terminado todo.
– ¿Fusilado? ¿Por tener un lío con una alumna? Un poco exagerado, David, ¿no te parece? Eso seguramente ocurre a todas horas. Desde luego, ocurría a todas horas cuando yo era estudiante. Si hubieran sancionado todos los casos, el profesorado se habría visto diezmado en un par de años.
Se encoge de hombros.
– Vivimos en una época puritana. La vida privada de las personas es un asunto público. La lascivia es algo respetable; la lascivia y el sentimiento. Lo que ellos querían era un espectáculo público: remordimiento, golpes en el pecho, llanto y crujir de dientes a ser posible. Un espectáculo televisivo, la verdad. Y yo a eso no me presto.
«La verdad -iba a añadir- es que pedían mi castración.» Pero no consigue pronunciar esas palabras, no ante su hija. De hecho, ahora que le llega por medio de otro, toda su intervención le resulta melodramática, excesiva.
– Así que tú seguiste en tus trece y ellos no dieron su brazo a torcer, ¿no es eso?
– Más o menos.
– No deberías ser tan inflexible, David. La inflexibilidad no es propia de los héroes. ¿No te queda tiempo aún para reconsiderar tu decisión?
– No, la sentencia es definitiva. -¿Inapelable?
– Inapelable. Y no me quejo de nada. Si te declaras culpable de tanta vileza no puedes esperar simpatía a cambio. Al menos, no después de cierta edad. Después de cierta edad uno deja de ser atractivo, eso es lo que hay. No queda más remedio que tomárselo en serio y vivir como se pueda durante el resto de tus días. Cumplir tu condena.
– Pues es una lástima. Insisto en que te quedes todo el tiempo que quieras. Con el pretexto que te dé la gana.
Se acuesta temprano. En medio de la noche lo despierta una batería de ladridos. Hay un perro en concreto que ladra con insistencia, mecánicamente, sin cesar; los otros se suman a la algarabía, callan, pero no aceptan la derrota y se suman de nuevo al concierto.
– ¿Eso sucede todas las noches? -pregunta a Lucy por la mañana.
– Terminas por acostumbrarte. Lo siento.
Él menea la cabeza.
Ha olvidado lo frías que pueden ser las mañanas de invierno en las tierras altas del Cabo Oriental. No ha viajado con la ropa más idónea; tiene que pedirle prestado a Lucy un jersey.
Con las manos en los bolsillos, camina entre los arriates de flores. Sin que alcance a verlo, pasa un automóvil ruidoso por la carretera de Kenton, y el ruido permanece en el aire quieto. Unos gansos vuelan en formación escalonada. ¿Qué hará con todo ese tiempo de que dispone?
– ¿Te apetece dar un paseo? -dice Lucy a sus espaldas.
Se llevan a tres de los perros: dos dóberman jóvenes, a los que Lucy sujeta con una correa, y la bulldog hembra, la abandonada.
Con las orejas aplastadas hacia atrás, la bulldog se esfuerza por defecar. No lo consigue.
– Anda con problemas -dice Lucy-. Tendré que medicarla. La bulldog sigue esforzándose con la lengua fuera, mira en derredor como si pasara vergüenza de que la vean así. Dejan atrás la carretera, atraviesan un terreno yermo y luego un pinar poco poblado.
– La chica con la que estuviste liado… ¿Iba en serio?
– pregunta Lucy.
– ¿No te lo ha contado Rosalind? -Sí, pero no con detalle.
– Ella es de esta parte del mundo. Nacida en George. Iba a una de mis clases. Como estudiante, poca cosa. Pero bellísima. ¿Que si iba en serio? No lo sé. Lo que sí está claro es que tuvo consecuencias muy serias.