– Pero ahora… ¿ha terminado? ¿No sigues enamoriscado de ella?
¿Ha terminado? ¿Sigue enamoriscado?
– Ya no tenemos contacto.
– ¿Por qué te denunció?
– Eso no lo dijo; yo tampoco tuve ocasión de preguntárselo. Se encontró en una situación delicada. Por un lado estaba un joven, amante suyo, o ex amante, presionándola. Por otro, la presión de las clases. Además, sus padres se enteraron y viajaron a Ciudad del Cabo. Supongo que tanta presión resultó superior a sus fuerzas.
– Y luego estabas tú.
– Sí, luego estaba yo. Imagino que no he sido nada fácil de tratar.
Han llegado a un portón cuyo rótulo dice INDUSTRIAS SAPPI. PROHIBIDO EL PASO. Se dan la vuelta.
– Bien -dice Lucy-, has tenido que pagar el precio. Tal vez, cuando lo recuerde, ella no te mire con malos ojos. Las mujeres tienen una asombrosa capacidad de perdonar.
Se hace el silencio. ¿Acaso pretende Lucy, su hija, hablarle de cómo son las mujeres?
– ¿No has pensado en casarte otra vez? -pregunta Lucy.
– ¿Con una mujer de mi edad? Yo no estoy hecho para el matrimonio, Lucy. Eso lo has visto con tus propios ojos.
– Ya, pero…
– Pero ¿qué? ¿Que es insólito seguir rondando a niñas pequeñas?
– Yo no he querido decir eso. Solo quiero decir que cada vez te resultará más difícil, a medida que pase el tiempo.
Nunca habían hablado los dos acerca de sus intimidades.
Y no está resultando nada fácil. Claro que, si no con ella, ¿con quién podría hablar?
– ¿Te acuerdas de aquel verso de Blake? -dice-. «Prefiero matar a un recién nacido en su cuna antes que albergar de seos no realizados.»
– ¿Por qué me lo citas?
8
– Los deseos no realizados pueden terminar por ser muy feos, tanto en los viejos como en los jóvenes.
-¿Y qué?
– Que todas las mujeres con las que he estado me han enseñado algo acerca de mí mismo, hasta el extremo de que me han convertido en mejor persona.
– Espero que no te jactes de que la inversa sea verdad también, de que por el hecho de haberte conocido todas tus mujeres sean ahora mejores personas.
La mira cortantemente. Ella sonríe.
– Era broma -dice.
Regresan por la carretera asfaltada. En el desvío hacia la finca hay un rótulo que antes no había visto. FLORES CULTIVADAS. CYCA.» Y una flecha: A 1 KM.
– ¿Cycas? -dice-. Pensé que estaba prohibida la venta de cycas.
– Es ilegal coger las silvestres. Yo las cultivo a partir de semillas tratadas. Te las enseñaré.
Siguen su camino, los perros jóvenes dando tirones para librarse de la correa, la hembra de bulldog jadeando tras ellos.
– ¿Y tú? ¿Es esto lo que le pides a la vida? -Hace un gesto abarcando el huerto, la casa en cuyo tejado destella la luz del sol.
– Me conformo -responde Lucy con calma.
Es sábado, día de mercado. Lucy lo despierta a las cinco de la mañana, tal como estaba convenido, con un café recién hecho. Bien abrigados para resistir el frío, se reúnen con Petrus en el huerto. A la luz de una lámpara de gas, está cortando las flores.
Se ofrece a realizar esa tarea y relevar a Petrus, pero enseguida tiene los dedos tan helados que no logra atar los ramilletes. Devuelve la cizalla a Petrus y se dedica a envolver las flores y empaquetarlas.
A las siete, cuando el alba roza las colinas y empiezan a desperezarse los perros, está terminado el trabajo. La furgoneta está cargada de cajas de flores, sacos de patatas, cebollas, coles. Conduce Lucy. Petrus ocupa la parte de atrás. No funciona la calefacción. Escrutando el panorama a pesar del cristal empañado, toma la carretera de Grahamstown. Él va sentado a su lado; comen los bocadillos que ha preparado ella. Le gotea la nariz; confía en que ella no se haya dado cuenta.
Así pues, una nueva aventura. Su hija, a la que en otra época llevaba él en su coche al colegio y a las, clases de ballet, al circo y a la pista de patinaje, es quien ahora lo lleva de excursión y le enseña la vida, le enseña ese otro mundo con el que no está familiarizado.
En Donkin Square, los que tienen derecho a montar un puesto ya están colocando los caballetes y los tableros, exponiendo sus mercancías. Huele a carne quemada. Sobre la ciudad pende una fría neblina; la gente se frota las manos para entrar en calor, da pisotones contra el suelo, maldice. Todo un despliegue de camaradería y cordialidad del que Lucy, con gran alivio por su parte, se mantiene al margen.
Están en la zona de productos agrarios. A su izquierda, tres mujeres africanas con leche, masa y mantequilla a la venta; en un cubo cubierto por un trapo húmedo también tienen huesos para el caldo. A su derecha, una pareja de ancianos afrikaners a los que saluda Lucy antes de presentárselos como tía Miems y tío Koos, amén de un pequeño ayudante con un pasamontañas que no tendrá más de diez años. Igual que Lucy, venden patatas y cebollas, pero también mermelada, conservas, frutos secos, paquetes de té de buchu, té a la miel, especias.
Lucy ha llevado dos sillas de loneta. Toman café servido en un termo a la espera de los primeros clientes.
Dos semanas atrás estaba en un aula universitaria, explicando a la aburrida juventud del país la diferencia entre consumir y consumar, entre arder, quemar, requemar, calcinar, y el concepto del perfectivo en tanto que acción verbal cuya realización implica su terminación. ¡Qué lejos se le antoja todo eso! Vivo, he vivido, viví.
Las patatas de Lucy, amontonadas en un cesto, han sido lavadas. Las de Koos y Miems siguen sucias de tierra. A lo largo de la mañana, Lucy se embolsa cerca de quinientos rands. Sus flores se venden bien; a las once baja los precios y termina de vender los últimos productos. Hay ventas en abundancia en el puesto de lácteos y de carne; a la anciana pareja, sentados uno junto al otro, como dos estatuas de madera y sin sonreír, las cosas no les van tan bien.
Muchos clientes de Lucy la conocen por su nombre de pila: son mujeres de mediana edad, con un aire de propiedad en el modo en que la tratan, casi como si su éxito les perteneciera. Lo presenta en todas las ocasiones:
– Te presento a mi padre, David Lurie, que ha venido de visita desde Ciudad del Cabo.
– Debe estar orgulloso de su hija, señor Lurie -le dicen.
– Ya lo creo; muy orgulloso -responde.
Bev se ocupa de la clínica para animales -dice Lucy tras una de las presentaciones-. A veces le echo una mano. Si no te importa, a la vuelta pasaremos por allí.
No le ha caído bien del todo Bev Shaw, una mujer bajita, regordeta, bulliciosa, de pecas oscuras, cabello muy corto y crespo, sin cuello apenas. No le agradan las mujeres que no se esfuerzan por resultar atractivas. Es una reticencia que ha tenido antes con las amigas de Lucy. No es que se sienta orgulloso: es un prejuicio que se ha hecho sitio en su ánimo, que se ha instalado en él. Su ánimo se ha tornado un refugio para los pensamientos viejos, vagos, indigentes, que no tienen otro sitio al que ir. Debería echarlos de allí a patadas, limpiar del todo el recinto. Pero no se toma esa molestia, o al menos no con la seriedad suficiente.
La Liga para el Bienestar de los Animales, que en tiempos fue una obra de caridad muy activa en Grahamstown, tuvo que cerrar su delegación. Sin embargo, un puñado de voluntarios dirigidos por Bev Shaw todavía mantiene en funcionamiento una clínica animal en la vieja sede.
No tiene nada en contra de los amantes de los animales, con los que Lucy se ha involucrado desde que él alcanza a recordar. No cabe duda de que el mundo sería un lugar peor sin sus buenos oficios. Por eso, cuando Bev Shaw abre la puerta de entrada adopta su mejor sonrisa, aunque en términos generales le repugna el olor a meadas de gato, a perros sarnosos, a amoniaco.
La casa es tal como la había imaginado: muebles desvencijados, abundancia de ornamentos (pastorcillas de porcelana, esquilas de vaca, un matamoscas de plumas de avestruz), jaulas, una radio que murmura al fondo, el piar de los pájaros en jaulas, gatos por todas partes, tantos que a la fuerza los tienen que pisar. No solo está Bev Shaw: también está Bu Shaw, igual de rechoncho que ella, tomándose un té a la mesa de la cocina, con la cara colorada como una remolacha, el cabello plateado y un jersey de cuello vuelto.