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– Pregúntaselo. Estoy segura de que sí. A principios de año recibió una subvención del Ministerio de Agricultura, dinero suficiente para comprarme incluso una hectárea. ¿No te lo había dicho? La linde atraviesa la presa; la presa la compartimos. Desde allí hasta la valla, toda esa tierra es suya. Tiene una vaca que parirá en primavera. Tiene dos esposas, o una esposa y una novia. Si sabe jugar bien sus cartas, podría recibir una segunda subvención para construir una casa, y así podrá dejar el establo. De acuerdo con lo que se lleva en el Cabo Oriental, es un hombre de posibles. Pídele que te pague. Puede permitírselo. Yo no estoy muy segura de poder permitirme contar con sus servicios por más tiempo.

– De acuerdo, me ocuparé de la carne de los perros y me ofreceré a cavar zanjas para Petrus. ¿Qué más?

– Puedes echar una mano en la clínica. Allí están locos por contar con algún voluntario.

– Quieres decir que le eche una mano a Bev Shaw.

– Sí.

– No creo que nos llevemos nada bien.

– No tienes que llevarte bien con ella. Basta con que la ayudes, pero no cuentes con que te pague nada. Tendrás que hacerlo solo por la bondad de tu corazón.

– Tengo mis dudas, Lucy. Eso me suena sospechosamente a prestar servicios a la comunidad. Suena como si alguien, yo en este caso, tratase de reparar de algún modo sus antiguas fechorías.

– Si se trata de tus motivos, David, puedo asegurarte que los animales de la clínica no los pondrán en tela de juicio. No te harán preguntas, no va a importarles.

– De acuerdo, lo haré. Pero solo si no se trata de que me convierta en mejor persona de lo que soy. No estoy preparado para reformarme. Quiero seguir siendo el que soy. Si lo hago, será sobre ese supuesto. -Su mano sigue apoyada en el pie de ella. Ahora le aprieta fuerte el tobillo-. ¿Queda claro?

Ella le dedica lo que para él tan solo es una dulce sonrisa.

– Así que estás determinado a seguir siendo malo. Loco, malo y peligroso, si se te llega a conocer. Te prometo que aquí nadie te pedirá que cambies.

Ella le toma_ el pelo tal como su madre lo hacía en tiempos. Si acaso, tiene un ingenio más vivo aún. Él siempre ha sentido una gran atracción por las mujeres ingeniosas. Ingenio y belleza. Ni siquiera con la mejor voluntad del mundo podría haber encontrado una pizca de ingenio en Meláni.

Pero sí le sobraba belleza.

Vuelve a traspasarlo de parte a parte: un leve estremecimiento de voluptuosidad. Es consciente de que Lucy lo observa. Él no parece ser capaz de ocultarlo. Es interesante.

Se pone en pie, sale al patio. Los perros más jóvenes se muestran encantados de verlo: trotan de un lado a otro de las jaulas, gimoteando de pura ansiedad. En cambio, la vieja bulldog hembra apenas se despereza.

Entra en su jaula, cierra la puerta tras de sí. La perra levanta la cabeza, lo mira, vuelve a quedar abatida. Las mamas le cuelgan, fláccidas.

Se acuclilla, la cosquillea detrás de las orejas.

– ¿Qué, estamos abandonados los dos? -murmura.

Se tiende a su lado, sobre el pavimento de hormigón. Allá arriba, el cielo azul pálido. Relaja sus extremidades.

Es así como lo encuentra Lucy. Debe de haberse queda do dormido; lo primero que nota es que ella ha entrado en la jaula con el cuenco de agua y que la perra se ha levantado y olisquea los pies de Lucy.

– ¿Haciendo amistades? -dice Lucy.

– No es fácil hacerse amigo de esta.

– Pobre Katy. Está deprimida. No la quiere nadie, y ella lo sabe. La ironía del caso es que debe de tener descendientes por toda la región, descendientes que seguro estarían encantados de compartir sus casas con ella. Pero no está en su mano el invitarla. Son parte del mobiliario, parte de los sistemas de alarma. Nos hacen el gran honor de tratarnos como a dioses, y nosotros se lo devolvemos tratándolos como meros objetos.

Salen de la jaula. La perra vuelve a echarse y cierra los ojos.

– Los Padres de la Iglesia tuvieron un larguísimo debate sobre ellos, y llegaron a la conclusión de que no tienen alma propiamente dicha -comenta él-. Tienen el alma atada al cuerpo, y sus almas mueren cuando mueren ellos.

Lucy se encoge de hombros.

– Yo no estoy muy segura de tener alma. No sabría reconocer un alma si la viera.

– Eso no es cierto. Tú eres un alma. Todos somos almas. Somos almas incluso antes de nacer.

Ella lo mira con cara rara.

– ¿Qué vas a hacer con ella? -le dice.

– ¿Con Katy? Si no me queda más remedio, me la quedaré.

– ¿Nunca rechazas ningún animal?

– No, nunca. Bev sí. El suyo es un trabajo que nadie quiere hacer, por eso ella se ha hecho cargo. Es algo que la destroza de manera terrible. Tú la subestimas. Es una persona mucho más interesante de lo que piensas. Incluso si la mides según tus propios términos.

Sus propios términos… ¿cuáles son? ¿Esas mujeres chiquititas y cabizbajas, las que tienen la voz tan fea, merecen que no se les haga caso? Cae sobre su ánimo la sombra de un pesar: un pesar por Katy, sola en su jaula, pero también por él, por todos. Lanza un hondo suspiro sin tratar siquiera de ahogarlo.

– Perdóname, Lucy.

– ¿Que te perdone? ¿Por qué? -Ella sonríe con ligereza, con un punto de burla.

– Por ser uno de los dos mortales que tuvieron a su cargo traerte a este mundo y por no haber sido un guía algo mejor para ti. Pero te aseguro que iré a echarle una mano a Bev Shaw Eso sí, siempre y cuando no tenga que llamarla Bev. Es un nombre ridículo. Me recuerda al ganado. ¿Cuándo debo empezar?

– Yo me encargo de llamarla.

10

El letrero de la entrada de la clínica dice LIGA PARA EL BIENESTAR DE LOS ANIMALES W.O. 1529. Debajo figura una línea en la que se expone el horario de atención al público, pero lleva encima un trozo de cinta aislante que la tapa. Ante la puerta, una fila de personas que esperan su turno, algunas con animales. Nada más salir del coche lo rodea la chiquillería, críos que le piden unas monedas o que solo lo miran fijamente. Se abre paso entre las apreturas y el alboroto repentino de dos perros que, sujetos por sus amos, se gruñen y se ladran.

La sala de espera, pequeña y desprovista de todo adorno, está repleta. Para entrar, ha de pasar por encima de las piernas de uno de los ocupantes.

– ¿La señora Shaw? -pregunta.

Una anciana le indica con un movimiento de la cabeza una puerta que cierra una simple cortina de plástico. La anciana sujeta una cabra con una cuerda corta; la cabra mira con evidente nerviosismo a los perros, y sus pezuñas hacen un ruido seco sobre las baldosas del suelo.

En la sala posterior, donde reina un acre olor a orina, Bev Shaw trabaja sobre una mesa baja recubierta por una lámina de acero. Con una linterna del tamaño de un bolígrafo examina la garganta de un perro joven que parece un cruce entre ridgeback de Rhodesia y chacal. Arrodillado sobre la mesa, un chiquillo descalzo que es obviamente el dueño del animal sujeta con fuerza la cabeza del perro bajo el brazo e intenta que no cierre la boca. El perro emite un gruñido sordo, bajo; tiene sus poderosos cuartos traseros en tensión. Con desmaña, él se suma a la lucha; presiona las patas traseras del perro hasta juntárselas, obligándole a sentarse sobre las ancas.

– Gracias -dice Bev Shaw Está colorada-. Tiene un absceso debido a una muela picada. Aquí no tenemos antibióticos, así que… ¡sujétalo fuerte, boytjie! Habrá que sajarlo y confiar en que salga bien.

Con un bisturí sondea el interior de la boca. El perro da una tremenda sacudida, se libera de su sujeción, casi se suelta también del chico. Él lo sujeta cuando a punto estaba de bajarse de la mesa; por un instante lo mira a los ojos con ojos rebosantes de ira y de miedo.

– Así, de costado. Eso es -dice Bev Shaw. Sin dejar de emitir una especie de arrullo, toma en brazos al perro con manos expertas y lo tumba sobre un costado-. La cincha -dice. Pasa una ancha correa en torno al cuerpo del perro y cierra la hebilla-. Eso es -dice Bev Shaw-. Ahora, pensad en cosas buenas, en cosas que consuelen, en algo que tenga fuerza. Los perros saben qué está pensando cada uno, lo huelen.