Él titubea. ¿De veras aspira a que él devane todavía más intimidades?
– Mi defensa se apoya en los derechos del deseo -dice-. En el dios que hace temblar incluso a las aves más diminutas.
Vuelve a verse en el piso de la muchacha, en su dormitorio, mientras fuera llueve a cántaros y del calefactor de la esquina emana un olor a parafina; vuelve a verse arrodillado sobre ella, quitándole la ropa, mientras ella deja los brazos yertos como si fuese una muerta. Fui un sirviente de Eros: eso es lo que desea decir, pero ¿será capaz de semejante desfachatez? Fue un dios el que actuó a través de mí. ¡Qué vanidad! Y sin embargo, no es mentira, no lo es del todo. En toda esta penosa historia hubo algo sin duda generoso que hizo todo lo posible por florecer. ¡Si al menos hubiera sabido que iba a ser tan corto…!
Vuelve a intentarlo, esta vez más despacio.
– Cuando eras pequeña, cuando todavía vivíamos en Kenilworth, los vecinos de al lado tenían un perro, un setter irlandés. No sé si te acuerdas.
– Vagamente.
– Bueno, pues era un macho. Cada vez que por el vecindario asomaba una perra en celo se excitaba y se ponía como loco, era casi imposible de controlar. Con una regularidad pavloviana, los dueños le pegaban. Y así fue hasta que llegó un día en que el pobre perro ya no supo qué hacer. Nada más olfatear a la perra echaba a corretear por el jardín con las orejas gachas y el rabo entre las patas, gimoteando, tratando de esconderse.
Hace una pausa.
– No entiendo adónde pretendes llegar -dice Lucy. Ciertamente, ¿adónde pretende llegar?
– En aquel espectáculo había algo tan innoble, tan ignominioso, que llegaba a desesperarme. A mí me parece que puede castigarse a un perro por una falta como morder y destrozar una zapatilla. Un perro siempre aceptará una justicia de esa clase: por destrozar un objeto, una paliza. El deseo, en cambio, es harina de otro costal. Ningún animal aceptará esa justicia, es decir, que se le castigue por ceder a su instinto.
– Así pues, a los machos hay que permitirles que cedan a sus instintos sin que nadie se lo impida. ¿Esa es la moraleja?
– No, esa no es la moraleja. La ignominia del espectáculo de Kenilworth estriba en que el pobre perro había comenzado a detestar su propia naturaleza. Ya ni siquiera era necesario darle una paliza. Estaba dispuesto a castigarse a sí mismo. Llegados a ese punto, habría sido preferible pegarle un tiro.
– O haberlo castrado.
– Puede ser. Pero en lo más hondo de su ser seguramente habría preferido recibir un disparo. Habría preferido esa solución al resto de las opciones que se le ofrecían: por una parte, renunciar a su propia naturaleza; por otra, pasarse el resto de sus días dando vueltas por el cuarto de estar, suspirando, olfateando al gato, volviéndose corpulento y reposado.
– David, ¿tú te has sentido siempre así?
– No, no siempre. Alguna vez me he sentido exactamente a la inversa: he sentido que el deseo es una pesada carga sin la cual podría apañármelas estupendamente.
– Debo decir -dice Lucy- que ese es el planteamiento hacia el que más me inclino.
Él espera a que continúe, pero no lo hace.
– En cualquier caso -añade ella-, y por volver al asunto en cuestión, está claro que has sido expulsado y que eso deja sanos y salvos a tus colegas: ahora que el chivo expiatorio anda suelto por ahí, bien lejos, pueden respirar tranquilos.
¿Una afirmación? ¿Una pregunta? ¿Cree de veras que no es sino un chivo expiatorio?
– No creo que eso del chivo expiatorio sea la mejor manera de explicarlo -dice con cautela-. En la práctica, eso del chivo expiatorio funcionaba mientras hubiera un poder religioso que lo avalase. Se cargaban todos los pecados de la ciudad a lomos del chivo, se le expulsaba de la ciudad y la ciudad quedaba limpia de pecado. Si funcionaba, es porque todos los implicados sabían interpretar el ritual, incluidos los dioses. Luego resultó que murieron los dioses, y de golpe y porrazo fue preciso limpiar la ciudad sin ayuda divina. En vez de ese simbolismo fueron necesarios otros actos, actos de verdad. Así nació el censor en el sentido romano del término. La vigilancia pasó a ser la clave, la vigilancia de todos sobre todos. El perdón fue reemplazado por la purga.
Está dejándose llevar; sin querer, ha empezado a hilvanar una conferencia.
– De todos modos -concluye-, una vez que me he despedido de la ciudad, ¿qué es lo que hago ahora en el campo?
Ayudar a cuidar a los perros. Ser la mano derecha de una mujer especializada en esterilización y eutanasia.
Lucy se echa a reír.
– ¿Bev? ¿Tú crees que Bev forma parte del aparato represivo? ¡Bev te tiene miedo, hombre! Tú eres profesor; ella jamás había tratado a un profesor como los de antes. Le da miedo cometer errores gramaticales al hablar contigo.
Por el camino avanzan tres hombres hacia ellos, o dos hombres y un chico. Caminan deprisa, a largas zancadas, como los campesinos. El perro que camina junto a Lucy se detiene, se le eriza el pelo.
– ¿Es como para que nos pongamos nerviosos? -pregunta él.
– No lo sé.
Acorta la correa de los dóberman. Los hombres llegan a su altura. Un movimiento de cabeza, un saludo, pasan de largo.
– ¿Quiénes son? -pregunta.
– No los había visto en mi vida.
Llegan a la linde de la plantación y vuelven sobre sus pasos. Ya no se ven los hombres.
Mientras se acercan a la casa, oyen la algarabía de los perros enjaulados. Ladran sin cesar. Lucy aviva el paso.
Los tres están esperándolos. Los dos hombres permanecen algo apartados mientras el chico azuza a los perros y gesticula con brusquedad, amenazador. Los perros, enrabiados, ladran y le enseñan los dientes. El perro que lleva Lucy al lado trata de soltarse de la correa dando tirones. Incluso la vieja bulldog que él parece haber adoptado como si le perteneciera gruñe.
– ¡Petrus! -llama Lucy. Pero no hay ni rastro de Petrus-. ¡Apártate de los perros! -exclama-. Hamba!
El chico retrocede y se reúne con sus acompañantes. Tiene la cara chata, inexpresiva, ojos de cerdo; lleva una camisa floreada, unos pantalones abolsados, un pequeño sombrero de paja para resguardarse del sol. Sus compañeros llevan los dos sendos monos de trabajo de dril azul. El más alto es apuesto, asombrosamente apuesto; tiene la frente alta y los pómulos bien dibujados, con unas fosas nasales amplias, abiertas.
Al aproximarse Lucy, los perros parecen calmarse. Abre la tercera jaula y hace pasar dentro a los dóberman. Un gesto sin duda valiente, piensa él, pero ¿será sensato?
– ¿Qué desean? -interpela ella a los hombres.
Habla el más joven.
– Hemos de telefonear.
– ¿Por qué han de telefonear?
– Su hermana -hace un vago gesto hacia atrás- está teniendo un accidente.
– ¿Un accidente?
– Sí, muy grave.
– ¿Qué clase de accidente? -Un niño.
– ¿Su hermana está teniendo un niño? -Sí.
– ¿De dónde son ustedes?
– De Erasmuskraal.
Lucy y él intercambian una mirada. Erasmuskraal, dentro de los límites de la concesión de explotación forestal, es una aldea que carece de electricidad, de teléfono. La historia parece verosímil.
– ¿Por qué no han llamado desde el puesto forestal? -Nadie allí.
– Quédense ahí -dice Lucy, y luego se dirige al chico-: ¿Quién es el que desea telefonear?
Señala al hombre más alto, al más apuesto.
– Pase -dice. Abre el cerrojo de la puerta de atrás y entra. El más alto la sigue. Al cabo de un instante, el otro lo roza al pasar y también entra en la casa.
Hay algo que no encaja: lo sabe en el acto.
– ¡Lucy, ven aquí! -la llama, sin saber de momento si seguirlos al interior o esperar ahí fuera, donde podrá vigilar al chico.