De la casa tan solo le llega el silencio.
– ¡Lucy! -vuelve a llamar, y a punto está de entrar cuando el cerrojo se cierra por dentro.
– ¡Petrus! -grita a voz en cuello.
El chico se vuelve y echa a correr a toda velocidad hacia la puerta de delante. Él suelta la correa del bulldog.
– ¡Tras él! -le grita. El perro sale al trote, pesadamente, tras el chico.
A la entrada de la casa los alcanza él. El chico ha empuñado una estaca de las que se usan como rodrigón y la emplea para mantener al perro a raya.
– ¡Ssh… ssh… ssh! -jadea sin dejar de esgrimir el palo. Gruñendo, el perro lo rodea trazando círculos a izquierda y derecha.
Los deja allí y vuelve corriendo a la puerta de la cocina. La hoja inferior no está asegurada: bastan unas cuantas patadas para que se abra. Se agacha y, a gatas, entra en la cocina.
Lo alcanza un golpe en la coronilla. Tiene tiempo de pensar: si todavía estoy consciente es que estoy bien, pero los miembros se le vuelven de agua y se desploma.
Es consciente de que alguien lo arrastra por el suelo de la cocina. Entonces se desvanece.
Yace boca abajo sobre unas baldosas frías. Trata de ponerse en pie, pero de algún modo tiene las piernas bloqueadas, no puede moverlas. Vuelve a cerrar los ojos.
Está en el lavabo, el lavabo de la casa de Lucy. Aturdido, mareado, logra ponerse en pie. La puerta está cerrada; la llave ha desaparecido.
Se sienta en el retrete y procura reponerse. La casa está en silencio; los perros ladran, aunque más parece por obligación que por estar frenéticos.
– ¡Lucy! -exclama con la voz quebrada. Y luego, más fuerte-: ¡Lucy!
Trata de liarse a patadas con la puerta, pero no está en su mejor momento, y dispone de poquísimo espacio, y la puerta es demasiado antigua, demasiado maciza.
Así pues, por fin ha llegado el día de la prueba. Sin aviso previo, sin fanfarrias, está ahí y él está en medio. Dentro del pecho, el corazón le martillea tan fuerte que también él, aunque sea con torpeza, tiene que haber caído en la cuenta. ¿Cómo han de comportarse él y su corazón frente a la prueba?
Su hija está en manos de unos desconocidos. Dentro de un minuto, dentro de una hora ya será demasiado tarde; todo lo que a ella esté pasándole quedará esculpido en piedra, pertenecerá al pasado. Pero ahora todavía no es demasiado tarde. Ahora es preciso hacer algo.
Aunque se esfuerza por oír algo, no discierne el menor sonido en la casa. Y está claro que si su hija estuviera llamando a alguien, aunque fuera amordazada, sin duda la oiría.
Aporrea la puerta.
– ¡Lucy! -grita-. ¡Lucy! ¡Dime algo!
Se abre la puerta, recibe un golpe, pierde el equilibrio. Ante él está el segundo de los hombres, el más bajo, con una botella de litro, vacía, sujeta por el gollete.
– Las llaves -dice el hombre.
– No.
El hombre le propina un empujón. Retrocede, se queda sentado de nuevo en el retrete. El hombre levanta la botella. Se le nota cierta placidez en la cara: ni rastro de cólera. Lo que hace es meramente su trabajo: se trata de conseguir que alguien le entregue un objeto. Si entraña el golpearlo con una botella, lo hará sin vacilar. Le golpeará tantas veces como sea necesario, y si es necesario le romperá la botella en la crisma.
– Tómelas -dice-. Llévenselo todo, pero dejen en paz a mi hija.
Sin mediar palabra, el hombre toma las llaves y vuelve a encerrarlo.
Se estremece. Son un trío peligroso. ¿Por qué no lo reconoció cuando estaba a tiempo? Lo cierto es que no le han hecho daño: a él todavía no. ¿No cabe tal vez la posibilidad de que la casa contenga suficientes objetos para que se den por satisfechos? ¿No es posible que también dejen a Lucy sin hacerle ningún daño?
Desde detrás de la casa le llegan unas voces. Los ladridos de los perros vuelven a crecer, se les nota más excitados. Se pone de pie sobre la tapa del retrete y otea entre los barrotes del ventanuco.
Con el fusil de Lucy y una abultada bolsa de basura, el segundo hombre desaparece en ese instante al doblar la esquina de la casa. Se cierra la portezuela de un coche. Reconoce el ruido: es su coche. El hombre reaparece con las manos vacías. Durante un instante, los dos se miran directamente a los ojos. «Hai!», dice el hombre; sonríe con mala cara y le grita algunas palabras. Se oye una carcajada. Acto seguido, el chico se le suma y los dos se plantan bajo el ventanuco, inspeccionando al prisionero y discutiendo su destino.
Él habla italiano, habla francés, pero el italiano y el francés no le salvarán allí donde se encuentra, en lo más tenebroso de África. Está desamparado como una solterona, como un personaje de dibujos animados, como un misionero con su sotana y su salacot a la espera, las manos entrelazadas y los ojos clavados en el cielo, mientras los salvajes parlotean en su lenguaje incomprensible y se preparan para meterlo de cabeza en un caldero de agua hirviendo. La obra de las misiones: ¿qué ha dejado en herencia tan inmensa empresa destinada a elevar las almas? Nada, o nada que él alcance a ver.
Ahora aparece el más alto, el que lleva el fusil. Con la tranquilidad que da la práctica, introduce un cartucho en la recámara y apunta a la jaula de los perros. El mayor de los pastores alemanes, que babea de cólera, le gruñe y le tira mordiscos. Se oye un estampido; la sangre y los sesos se esparcen dentro de la jaula. Cesan los ladridos un instante. El hombre hace otros dos disparos. Un perro, alcanzado en el pecho, muere en el acto; el otro, con una herida abierta en el cuello, se sienta con pesadez, baja las orejas y sigue con la mirada los movimientos de ese individuo que ni siquiera se toma la molestia de administrarle un tiro de gracia.
Se hace el silencio. Los tres perros que quedan, sin un lugar donde esconderse, se retiran hasta el fondo de la perrera y gimen con voz queda. Tomándose su tiempo entre disparo y disparo, el hombre los liquida.
Se oyen pasos por el corredor y la puerta del lavabo vuelve a abrirse de golpe. Ante él aparece el segundo hombre; a sus espaldas vislumbra al chico de la camisa floreada, que está zampándose una tarrina de helado. Trata de abrirse paso de un empellón, rebasa al hombre, cae entonces de golpe. Una especie de zancadilla: deben de ser jugadores de fútbol.
Mientras permanece tendido en el suelo, es rociado de pies a cabeza con un líquido. Le arden los ojos, trata de frotárselos. Reconoce el olor: alcohol de quemar. Se esfuerza por levantarse, pero es empujado de nuevo al lavabo. Oye el frotar de un fósforo contra la raspa de la caja y en el acto se encuentra bañado por una llamarada azul.
¡Estaba equivocado! Ni su hija ni él van a quedar a sus anchas así como así. Se puede quemar, puede morir; si él puede morir, también puede morir Lucy, ¡sobre todo Lucy!
Se golpea la cara como un poseso; el cabello chisporrotea al prenderse; se revuelca, emite aullidos informes tras los cuales no hay una sola palabra. Trata de ponerse en pie, pero es obligado por la fuerza a permanecer tendido. Por un instante se aclara su visión y ve, a menos de un palmo de la cara, la pernera de dril azul y un zapato. La puntera está doblada hacia arriba; tiene briznas de hierba prendidas en la costura.
Una llama baila sin hacer ruido en el dorso de su mano. Logra arrodillarse y mete la mano en la taza del váter. Detrás de él, la puerta se cierra y la llave gira en la cerradura.
Se asoma a la taza del váter para salpicarse la cara con el agua y mojarse la cabeza. Percibe un desagradable olor a cabello chamuscado. Se pone en pie, apaga a manotazos las últimas llamaradas que tiene en la ropa.
Con bolas de papel higiénico empapadas en el agua de la taza se enjuaga la cara. Le escuecen los ojos, tiene un párpado casi cerrado del todo. Se pasa la mano por la cabeza y se mira las yemas de los dedos, renegridas por el hollín. Aparte de un trozo junto a la oreja, parece que se ha quedado sin pelo. Tiene todo el cuero cabelludo en carne viva, quemado del todo. Quemado, requemado.