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– ¡Lucy! -grita-. ¿Estás ahí?

Tiene una visión: Lucy lucha contra los dos hombres vestidos de dril azul, se debate por librarse de ellos. Es él quien se retuerce, tratando de quitarse la imagen de la cabeza.

Oye arrancar su coche, oye el crujido de los neumáticos sobre la gravilla. ¿Ha terminado? ¿Es que, por increíble que parezca, ya se marchan?

– ¡Lucy! -grita una y otra vez, hasta oír un deje de locura en su propia voz.

Por fin, bendita sea, la llave gira en la cerradura. Cuando la puerta se abre del todo, Lucy ya le ha dado la espalda. Lleva un albornoz, está descalza, tiene el cabello húmedo.

Él la sigue por la cocina; la cámara frigorífica está abierta y hay comida desparramada por el suelo. Ella ha llegado hasta la puerta de atrás, y contempla la carnicería de la perrera.

– ¡Mis perros, mis queridos perros! -la oye murmurar.

Abre la primera de las jaulas y entra. El perro que tiene la herida en el cuello todavía respira. Se inclina sobre él, le habla. El perro menea el rabo débilmente.

– ¡Lucy! -vuelve a llamarla, y ahora por vez primera ella lo mira. Frunce el ceño.

– Pero… ¿qué demonios te han hecho? -dice.

– ¡Mi queridísima hija! -dice él. La sigue hasta la jaula y trata de abrazarla. Con suavidad, pero decidida, ella rechaza su intento de abrazo.

El cuarto de estar es un desastre, igual que su propia habitación. Faltan cosas: su chaqueta, sus mejores zapatos… Y no es más que el principio.

Se mira en un espejo. Un amasijo de ceniza marrón, eso es todo cuanto queda de su pelo: le cubre el cuero cabelludo, la frente. Debajo de la ceniza, el cuero cabelludo se le ha tornado de un rosa intenso. Toca la pieclass="underline" le duele, empieza a supurar. Tiene un párpado hinchado, cerrado; ha perdido las cejas y las pestañas.

Va al cuarto de baño, pero encuentra la puerta cerrada. -No entres -oye decir a Lucy. -¿Te encuentras bien? ¿Te han hecho daño? Son preguntas estúpidas. Ella no contesta.

Procura lavarse la ceniza poniendo la cabeza bajo el grifo del fregadero, echándose vasos y más vasos de agua por encima. El agua le gotea por la espalda; tiene un estremecimiento de frío.

Sucede a diario, a cada hora, a cada minuto, se dice; sucede por todos los rincones del país. Date por contento de haber escapado de esta sin perder la vida. Date por contento de no ser ahora mismo un prisionero dentro del coche que se larga a toda velocidad, o de no estar en el fondo de un donga, un cauce seco, con un balazo en la cabeza. Date por contento de tener aún a Lucy. Sobre todo a Lucy.

Es un riesgo poseer cualquier cosa: un coche, un par de zapatos, un paquete de tabaco. No hay suficiente para todos, no hay suficientes coches, zapatos ni tabaco. Hay demasiada gente, y muy pocas cosas. Lo que existe ha de estar en circulación, de modo que todo el mundo tenga la ocasión de ser feliz al menos un día. Esa es la teoría: aferrate a la teoría, a los consuelos de la teoría. No es una maldad de origen humano, sino un vastísimo sistema circulatorio ante cuyo funcionamiento la piedad y el terror son de todo punto irrelevantes. Así es como hay que considerar la vida en este país: en sus aspectos más esquemáticos. De lo contrario, uno se volvería loco. Coches, zapatos, tabaco; también las mujeres. Ha de haber algún hueco dentro del sistema, un hueco para las mujeres y lo que les sucede.

Lucy ha aparecido por detrás de él. Se ha puesto unos pantalones y una gabardina; se ha peinado, se ha lavado la cara, está inexpresiva. Él la mira a los ojos.

– Querida, queridísima mía… -dice, y se atraganta al sentir un sollozo repentino.

Ella ni siquiera mueve un dedo para consolarlo.

– Esa quemadura tiene muy mala pinta -comenta-. Hay aceite para niños en el armario del cuarto de baño. Échate un poco. ¿Ha desaparecido tu coche?

– Sí. Creo que se han ido en dirección a Port Elizabeth.

He de llamar a la policía.

– No puedes. Han destrozado el teléfono.

Ella lo deja. Él se sienta en la cama y espera. Aunque se ha echado una manta por encima, sigue temblando. Tiene hinchada una muñeca; le palpita de dolor. No logra recordar cómo se la ha lastimado. Ya anochece. Es como si toda la tarde hubiera pasado en un abrir y cerrar de ojos.

Vuelve Lucy.

– Han deshinchado las ruedas de la furgoneta -dice-. Iré caminando a casa de Ettinger. No creo que tarde. -Hace una pausa-. David, cuando te pregunten qué ha pasado, ¿te importaría contar solo tu propia historia, lo que te ha pasado a ti?

Él no la entiende.

– Tú cuenta lo que te ha pasado; yo contaré lo que me ha pasado a mí -repite.

– Vas a cometer un error -dice él con una voz que apenas pasa de ser un graznido.

– No, ni mucho menos -dice ella.

– ¡Mi niña, mi niña! -dice él, y le tiende los brazos. Como ella no acude, deja la manta a un lado, se pone en pie y la abraza. La siente rígida como un palo, sin intención de ceder ni un ápice.

12

Ettinger es un viejo adusto que habla inglés con un marcado acento alemán. Es viudo, sus hijos han vuelto a Alemania, es el único de su familia que queda en África. Llega en su camioneta de tres litros de cilindrada con Lucy al lado y espera sin apagar el motor.

– Pues así es, nunca voy a ninguna parte sin mi Beretta -dice cuando circulan por la carretera de Grahamstown. Da un par de palmadas en la cartuchera que lleva en la cadera-. Lo mejor es que cada cual cuide de sí mismo, porque la policía no nos salvará de nada; ya no, de eso pueden estar seguros.

¿Tiene razón Ettinger? Si él tuviera una pistola, ¿habría salvado a Lucy? Lo duda. De haber tenido un arma en su poder, lo más probable es que ahora estuviera muerto, y Lucy también.

Se fija en que las manos todavía le tiemblan ligeramente. Lucy lleva los brazos cruzados sobre el pecho. ¿Será porque ella también tiembla?

Esperaba que Ettinger los llevase a la comisaría de policía, pero resulta que Lucy le ha indicado que los lleve directamente al hospital.

– ¿Por mí o por ti? -le pregunta. -Por ti.

– ¿Y no querrá verme también a mí la policía?

– No hay nada que tú puedas contarles y yo no -responde ella-. ¿O sí?

En el hospital, Lucy entra a grandes zancadas por una puerta en cuyo dintel un rótulo dice PARTES DE LESIONES. Llena el formulario correspondiente y le hace sentarse en la sala de espera. Se le nota una gran fuerza interior; es toda decisión, mientras que el temblor de antes a él se le ha extendido por todo el cuerpo.

– Si te dan de alta, espera aquí -le indica-. Volveré a recogerte.

– ¿Y tú? ¿Qué vas a hacer?

Ella se encoge de hombros. Si está temblando, desde luego que no se le nota.

Encuentra un asiento libre entre dos muchachas bastante voluminosas que bien podrían ser hermanas, una de ellas con un niño en brazos que no para de llorar, y un hombre que lleva un vendaje aparatoso y ensangrentado en una mano. Es el duodécimo de la fila. El reloj de pared marca las cinco y cuarenta y cinco. Cierra el ojo bueno y se deja caer en un sueño en el que las dos hermanas no cesan de cotillear, chuchotantes. Cuando abre el ojo, el reloj sigue marcando las cinco y cuarenta y cinco. ¿Estará estropeado? No: la manecilla del minutero da una sacudida y descansa en las cinco y cuarenta y seis.

Pasan dos horas antes de que la enfermera lo haga pasar a la consulta, y todavía habrá de esperar un buen rato hasta que le llegue la vez de ser recibido por la única médico de guardia, una joven de origen indio.

Las quemaduras que tiene en el cuero cabelludo no son graves, aunque debe tener cuidado de que no se le infecten. La doctora dedica más tiempo a explorarle el ojo. El párpado superior y el párpado inferior están pegados; separarlos resulta extraordinariamente doloroso.