– Ha tenido usted suerte -comenta ella después de la exploración-. El ojo en sí no está dañado, pero si hubieran empleado gasolina nos veríamos en una situación completamente distinta.
Sale de la consulta con la cabeza vendada, el ojo tapado, una bolsa de hielo aplicada sobre la muñeca. En la sala de espera lo sorprende encontrar a Bill Shaw Bill, al que le saca una cabeza, lo sujeta por los hombros.
– Espantoso, absolutamente espantoso -le dice-. Lucy se ha quedado en nuestra casa. Iba a venir a recogerte, pero Bev le ha dicho que ni hablar. ¿Cómo te encuentras?
– Bien, estoy bien. Son quemaduras superficiales, nada serio. Lamento que os hayamos fastidiado la velada.
– ¡No digas tonterías! -responde Bill Shaw-. ¿Para qué están los amigos? Tú habrías hecho lo mismo.
Pronunciadas sin el menor atisbo de ironía, esas palabras quedan impresas en él, indelebles. Bill Shaw cree que si él, Bill Shaw, hubiera recibido un golpe en la cabeza y luego su agresor le hubiese prendido fuego, él, David Lurie, habría ido en coche al hospital y se habría sentado a esperarlo sin llevar siquiera un periódico para pasar el rato, para llevarlo después a su casa. Bill Shaw cree que porque David Lurie y él compartieron una vez una taza de té, David Lurie es su amigo, y que por eso los dos tienen ciertas obligaciones mutuas. ¿Tendrá razón Bill Shaw, o acaso se equivoca? ¿Acaso es que Bill Shaw, nacido en Hankey, a menos de doscientos kilómetros de allí, y que trabaja en una ferretería, ha visto tan poco mundo que ni siquiera sabe que hay hombres que no traban amistades con facilidad, hombres cuya actitud frente a la amistad entre los hombres está corroída por el escepticismo? Amigo, en inglés moderno friend, proviene del inglés antiguo freond, que a su vez deriva del verbo freon, `amar'. ¿Será que una simple taza de té es sello de un vínculo de amor a ojos de Bill Shaw? Con todo, de no ser por Bill y Bev Shaw, de no ser por el viejo Ettinger, de no ser por cierta clase de vínculos, ¿dónde estaría él ahora? En la granja hecha trizas, sin teléfono, entre unos cuantos perros muertos.
– Es espantoso, de veras -repite Bill Shaw ya en el coche-. Una atrocidad. Bastante lamentable es conocer esta clase de incidentes por el periódico, pero cuando encima le sucede a una persona que conoces… -Menea la cabeza-. Eso sí que te hace ver las cosas con claridad. Es como si volviéramos a estar en plena guerra.
Él no se toma la molestia de contestar. El día no ha muerto aún, está vivo y coleando. Guerra, atrocidad: cada palabra con la que alguien trata de envolver el día, el día mismo las engulle y desaparecen en su negra garganta.
Bev Shaw los recibe en la puerta. Lucy ha tomado un sedante, anuncia, y se ha tumbado hace un rato; es preferible no molestarla.
– ¿Ha ido a ver a la policía?
– Sí, hay una denuncia por el robo de tu coche.
– ¿Y ha visitado a un médico?
– Ya está todo en orden. ¿Tú cómo te encuentras? Me dijo Lucy que has sufrido graves quemaduras.
– Sí, tengo algunas quemaduras, pero no son tan graves como puede parecer.
– Deberías comer algo antes de descansar.
– No tengo hambre.
Ella le prepara un baño en su bañera, grande y anticuada, de hierro forjado. Él estira toda su pálida longitud y la sumerge en el agua humeante; trata de relajarse. Cuando es hora de salir de la bañera, resbala y poco le falta para caerse de bruces: se siente tan débil como un bebé, e igual de aturdido. Ha de llamar a Bill Shaw y padecer la ignominia de recibir su ayuda para salir de la bañera, para secarse, para ponerse el pijama que le presta. Después oye a Bill y a Bev que cuchichean en voz baja, y comprende que están hablando de él.
Ha salido del hospital con un frasco de analgésicos, un paquete de vendas especiales para quemaduras, un pequeño artilugio de aluminio para apoyar la cabeza cuando se acueste. Bev Shaw lo acomoda en un sofá que huele a gato; con una facilidad sorprendente se queda dormido enseguida. En mitad de la noche despierta en un estado de absoluta clarividencia. Tiene una visión: Lucy le ha hablado; el eco de sus palabras -«¡Ven, sálvame!»- sigue rebotando en sus oídos. En su visión, ella permanece en pie con las manos extendidas, el cabello húmedo y peinado hacia atrás, en medio de un campo que baña una luz muy blanca.
Se pone en pie, tropieza con una silla, la derriba. Se enciende una luz y Bev Shaw aparece ante él en camisón.
– He de hablar con Lucy -farfulla; tiene la boca reseca, la lengua espesa.
Se abre la puerta de la habitación en que descansa Lucy. Su aspecto nada tiene que ver con el de su visión. Tiene la cara abotargada por el sueño y se ata el cinturón de un albornoz que claramente no es suyo.
– Perdona, he tenido un sueño -dice. De pronto, la palabra visión es demasiado anticuada, demasiado absurda-. Creí que me estabas llamando.
Lucy menea la cabeza.
– No, no te llamaba. Ve a dormir, anda.
Tiene toda la razón, por supuesto. Son las tres de la madrugada, pero a él no se le pasa por alto, sería de hecho imposible, que por segunda vez en lo que va de día ella le ha hablado como si fuera un niño… un niño pequeño o un anciano.
Trata de conciliar el sueño otra vez, pero no puede. Habrá sido un efecto de las pastillas, se dice: no una visión, ni siquiera un sueño, tan solo una alucinación de origen químico. No obstante, la figura de la mujer en un campo bañado por una luz muy blanca persiste ante él. «¡Sálvame!», grita su hija, y sus palabras resultan claras, resonantes, inmediatas. ¿Es tal vez posible que el alma de Lucy haya abandonado su cuerpo y de hecho lo haya visitado? ¿Es posible que las personas que no creen en el alma de hecho tengan una? ¿Es posible que sus almas lleven una vida independiente?
Aún faltan horas para el amanecer. Le duele la muñeca, le arden los ojos, tiene el cuero cabelludo despellejado e irritado. Con cautela, enciende la lámpara y se levanta. Envuelto en una manta, abre la puerta de la habitación de Lucy y entra. Hay una silla junto a la cama; toma asiento. Se percata de que ella está despierta.
¿Qué está haciendo? Está vigilando a su niña, la guarda de todo mal, aleja a los malos espíritus. Al cabo de un rato largo nota que ella vuelve a relajarse. Oye un suave «pop» cuando se le separan los labios, oye el ronquido más tenue.
Por la mañana, Bev Shaw le sirve un desayuno a base de copos de maíz y té, y desaparece en la habitación de Lucy.
– ¿Cómo está? -le pregunta él cuando regresa.
Bev Shaw le responde con una tajante sacudida de cabeza, como si quisiera decirle que eso no es asunto suyo. La menstruación, el parto, la violación y sus consecuencias: asuntos de sangre, la carga cuyo peso ha de soportar la mujer, el recinto mismo de la mujer.
Se pregunta, y no es la primera vez, si las mujeres no serían más felices viviendo en comunidades exclusivamente femeninas, en las que admitiesen tan solo las visitas de los hombres que ellas mismas quisieran recibir. Tal vez se equivoque al pensar que Lucy es homosexual. Tal vez sea que tan solo prefiere la compañía de las mujeres. Tal vez es eso lo que son las lesbianas: mujeres que no tienen necesidad de los hombres.
No es de extrañar que tengan una actitud tan vehemente contra la violación, tanto ella como Helen. La violación, diosa del caos y la mezcolanza, intrusa en los recintos clausurados. Violar a una lesbiana, peor aún que violar a una virgen: el golpe es más fuerte. ¿Sabrían esos individuos qué territorio pisaban? ¿Se habría corrido la voz?
A las nueve en punto, después de que Bill Shaw se marche a trabajar, llama quedamente a la puerta de Lucy. Sigue tendida en la cama, cara a la pared. Se sienta a su lado, le acaricia la mejilla. La tiene húmeda de lágrimas.
– No es nada fácil hablar de esto -le dice-, pero ¿has ido a ver a un médico?