Выбрать главу

Ella se incorpora, se sienta, se suena.

– Ayer por la noche vi a mi médico de cabecera.

– ¿Y él se ha hecho cargo de todo lo que pueda pasar.

– Ella -le responde-. Es una médico, no un médico. No -y ahora se nota un deje de cólera en su voz-, ¿cómo iba a hacerse cargo? ¿Cómo va a hacerse cargo una médico de todo lo que pueda pasar? ¡No seas insensato, por favor!

Él se pone en pie. Si ella prefiere mostrarse irritada, también él puede serlo.

– Lamento habértelo preguntado -le dice-. ¿Qué planes tenemos para hoy?

– ¿Qué planes tenemos? Volver a la granja y limpiarla. -¿Y luego?

– Luego, seguir como hasta ahora. -¿En la granja?

– Pues claro, en la granja.

– Lucy, ten un poco de sentido común. Las cosas han cambiado. No podemos continuar justo en el punto donde lo dejamos.

– ¿Por qué no?

– Porque no es buena idea. Porque ni siquiera tenemos un mínimo de seguridad.

– Nunca tuve un mínimo de seguridad, y no se trata de una idea, ni buena ni mala. No voy a volver en aras de una idea, no es eso. Lisa y llanamente, voy a volver y a seguir igual que hasta ahora.

Sentada en la cama, con el camisón prestado, ella le planta cara con el cuello rígido y los ojos relucientes. No es la niña de su padre, no. Ya no lo es.

13

Antes de salir necesita que le cambien los vendajes. En el reducido espacio del cuarto de baño, Bev Shaw le retira las vendas. Tiene el párpado todavía cerrado y le han salido ampollas en el cuero cabelludo, pero las lesiones no son tan graves como podrían haber sido. La zona más dolorosa es el borde externo de la oreja derecha; como le dijo la joven doctora, fue la única parte de su cuerpo que de hecho llegó a arder.

Con una solución estéril, Bev le enjuaga la piel sonrosada y expuesta del cuero cabelludo; luego, empleando unas pinzas, coloca los vendajes amarillentos y aceitosos sobre la región afectada. Con delicadeza le limpia los pliegues del párpado y de la oreja. No dice nada mientras se aplica a su trabajo. Él recuerda al macho cabrío en la clínica, se pregunta si, sometiéndose al cuidado de sus manos, llegó a sentir esa misma paz.

– Ya está -dice por fin, y se aleja de él un paso.

Él inspecciona la imagen que le ofrece el espejo, su rostro con el gorro blanquísimo, el ojo cerrado.

– De maravilla -comenta, pero por dentro piensa: estoy como una momia.

Trata de plantear de nuevo el asunto de la violación.

– Dice Lucy que ayer por la noche estuvo con su médico de cabecera.

– Sí.

– Existe el riesgo de que haya quedado embarazada -insiste-. Existe el riesgo de las enfermedades venéreas. Existe el riesgo del VIH. ¿No crees que debería ver también a un ginecólogo?

Bev Shaw cambia de postura, incómoda.

– Eso tendrás que preguntárselo tú mismo a Lucy. -Ya se lo he preguntado. Y no suelta prenda. -Vuelve a preguntárselo.

Pasan de las once de la mañana, pero Lucy no da muestras de salir. Él da vueltas por el jardín, a falta de algo mejor que hacer. Se va apoderando de él un humor gris. No es solo que no sepa qué hacer consigo mismo. Los acontecimientos del día anterior lo han sacudido hasta lo más profundo de su ser. El temblor, la flojera son únicamente los primeros signos, los más superficiales, de la conmoción. Tiene la sensación de que, en su interior, algún órgano vital ha sufrido una magulladura, un abuso. Tal vez incluso sea el corazón. Por vez primera prueba a qué sabe el hecho de ser un viejo, estar cansado hasta los huesos, no tener esperanzas, carecer de deseos, ser indiferente al futuro. Medio derrumbado sobre una silla de plástico, en medio del pestazo que despiden las plumas de las gallinas y las manzanas medio podridas, entiende que su interés por el mundo se le escapa gota a gota. Tal vez sean precisas semanas, tal vez meses, hasta que se desangre y se quede seco del todo, pero no le cabe duda de que se desangra. Cuando haya terminado será como el despojo de una mosca prendido en una telaraña, quebradizo al tacto, más ligero que una cascarilla de arroz, listo para salir volando con un soplo de aire.

No puede contar con que Lucy lo ayude. Con paciencia, en silencio, Lucy tendrá que encontrar su propio camino de regreso de las tinieblas a la luz. Hasta que no vuelva a ser la de siempre, sobre él recaerá la responsabilidad de afrontar su vida cotidiana. Lo malo es que ha llegado demasiado de repente. Y esa es una carga para la que no está preparado: la granja, la huerta, las perreras. El futuro de Lucy, el suyo, el futuro de la tierra en conjunto… todo eso tan solo le inspira indiferencia, y eso es lo que le apetece decir: que todo quede para los perros, que a mí me da igual. En cuanto a los hombres que los visitaron, les desea lo peor dondequiera que estén. Por lo demás, ni siquiera desea pensar en ellos.

No es más que una secuela, se dice: una secuela de la agresión. Con el tiempo el propio organismo sabrá cómo reponerse, y yo, el espectro que lo habita, volveré a ser el mismo de siempre. Pero la verdad, y él lo sabe, no es esa, sino otra muy distinta. Sus ganas de vivir se han apagado de un soplido. Como una hoja seca a merced de un arroyo, como un bejín que se lleva la brisa, ha comenzado a flotar camino de su propio fin. Lo ve con bastante claridad, y es algo que lo colma y lo consume (esa palabra no lo dejará en paz) de desesperación. La sangre de la vida abandona su cuerpo y es reemplazada por la desesperación, una desesperación que es como el gas, inodora, incolora, insípida, carente de nutrientes. Uno la respira y las extremidades se le relajan, todo deja de importar incluso en el momento en que el acero te roce el cuello.

Se oye un timbrazo: dos jóvenes oficiales de policía, con sus uniformes nuevos e impolutos, vienen a comenzar las indagaciones. Lucy sale de su habitación. Está demacrada, viste con las mismas prendas que el día anterior. Rechaza el desayuno. Mientras la policía los sigue de cerca en su furgoneta, Bev se encarga de conducir hasta la granja.

Los cadáveres de los perros siguen tendidos en la jaula, en el mismo sitio donde los abatieron. Katy, la bulldog, todavía ronda por ahí: la ven agazapada cerca del establo, guarda las distancias. No hay señales de Petrus.

Una vez dentro, los dos policías se quitan la gorra y se la guardan bajo el brazo. Él permanece en segundo plano, deja que sea Lucy quien los guíe a través de la versión que haya decidido contar. La escuchan con respeto, toman buena nota de todo lo que dice; el lápiz recorre nervioso, veloz, las páginas de la libreta. Son de su misma generación y, sin embargo, se los ve recelosos de ella, como si fuese una criatura polucionada y su contaminación pudiera dar un salto y ensuciarlos a ellos.

Eran tres, recita ella, o dos hombres y un chico, mejor dicho. Se las ingeniaron para entrar en la casa, se llevaron (hace una lista pormenorizada) dinero, ropa, un televisor, un lector de cd, un fusil con munición. Como su padre ofreció resistencia, lo agredieron, lo rociaron de alcohol, trataron de pegarle fuego. Luego mataron a tiros a los perros y se llevaron el coche de su padre. Describe el aspecto de los hombres y la ropa que vestían; describe el coche.

Durante todo el tiempo que habla, Lucy lo mira fijo, como si extrajera de él la fuerza que necesita, o quizá como si lo desafiara a contradecirla. Cuando uno de los policías pregunta: «¿Cuánto duró todo el incidente?», responde: «Veinte, treinta minutos». Una falsedad, como él bien sabe, como sabe ella también. Duró mucho más. ¿Cuánto más? Todo el tiempo que necesitaron los hombres para dar por resuelto su trato con la señora de la casa.

No obstante, él no la interrumpe. Mera cuestión de indiferencia: apenas escucha mientras Lucy relata la historia. Empiezan a tomar forma palabras que llevaban desde la noche anterior aleteando en las franjas más lejanas de su memoria.

Dos viejas señoras encerradas en el lavabo / se pasaban los días de lunes a sábado / sin que nadie supiera que allí estaban. Encerrado en el lavabo mientras su hija era maltratada. Una cantinela de su infancia vuelve para señalarlo con un dedo burlón. Ay, ay, ay: ¿qué podrá ser? El secreto de Lucy; su desgracia.