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Con cautela, los dos policías recorren la casa, la inspeccionan. No hay rastros de sangre, no se ven desperfectos en el mobiliario. El desorden de la cocina ya está recogido y limpio (¿por Lucy? ¿Cuándo?). Tras la puerta del lavabo, dos fósforos usados en los que ni siquiera reparan.

En el dormitorio de Lucy, la cama de matrimonio está sin sábanas. La escena del crimen, piensa. Como si le leyeran el pensamiento, los policías apartan la mirada y siguen su ronda.

Una casa en calma una mañana de invierno, nada más y nada menos.

– Vendrá un detective a tomar muestras de huellas dactilares -dicen cuando ya se marchan-. Procuren no tocar nada. Si recuerdan alguna cosa más que falte, llámennos a comisaría. Apenas se han marchado cuando llegan los técnicos de la compañía telefónica, y luego el viejo Ettinger. Sobre Petrus, ausente, Ettinger hace un oscuro comentario:

– No se puede confiar en ninguno de ellos.

Dice que mandará un chico para reparar la furgoneta. Antaño ha visto a Lucy enojarse, y mucho, al oír ese uso de la palabra «chico». Ahora ni siquiera reacciona.

Es él quien acompaña a Ettinger.

– ¡Pobre Lucy! -exclama Ettinger-. Ha tenido que pasarlo muy mal. De todos modos, pudo ser peor.

– ¿En serio? ¿Cómo?

– Podrían habérsela llevado por la fuerza.

Eso lo deja con un palmo de narices. No es un idiota ese Ettinger.

Por fin se quedan a solas Lucy y él.

– Yo me encargo de enterrar a los perros si me dices dónde -se ofrece-. ¿Qué les dirás a los dueños?

– Les diré la verdad. -¿Lo cubrirá tu seguro?

– No lo sé. No sé si las pólizas de seguros cubren las matanzas. Tendré que enterarme.

Una pausa.

– ¿Por qué no quieres contar toda la verdad, Lucy?

– He contado toda la verdad. Todo lo que sucedió ayer es lo que acabo de contar.

Menea la cabeza, dubitativo.

– Estoy seguro de que no te faltan razones, pero en un contexto más amplio… ¿estás segura de que esto es lo que más te conviene?

Ella no responde y él no la presiona por el momento. Sin embargo, sus pensamientos se centran en los tres intrusos, los tres agresores, hombres a los que posiblemente jamás volverá a poner la vista encima, aunque ya para siempre forman parte de su vida y de la de su hija. Los hombres verán los periódicos, oirán las habladurías. Se enterarán por la prensa de que se los busca por robo y agresión con lesiones, nada más. Se les ha de ocurrir que sobre el cuerpo de la mujer se ha tendido el silencio como una manta. Demasiada vergüenza, se dirán uno al otro: demasiada vergüenza para contarlo, y se reirán a sus anchas rememorando su hazaña. ¿Está Lucy dispuesta a concederles ese triunfo?

Cava la fosa donde Lucy se lo indica, cerca de la linde de la finca. Una fosa para seis perros adultos y de gran tamaño: incluso a pesar de que la tierra está arada hace poco, le lleva una hora entera. Cuando ha terminado, le duele la espalda, le duelen los brazos, vuelven a incordiarlo las molestias que sentía en la muñeca. Lleva los cadáveres de los perros en una carretilla. El perro que tiene un agujero abierto en el cuello todavía enseña los dientes ensangrentados. Igual que liarse a tiros con los peces dentro de un barril, piensa. Despreciable y, sin embargo, seguramente excitante en un país en el que los perros se crían de modo que gruñan automáticamente al percibir el olor de un hombre negro. Un satisfactorio trabajo para una sola tarde, embriagador, como toda venganza. Uno por uno arroja a los perros a la fosa, y luego la cubre de tierra.

Vuelve y se encuentra a Lucy, que está instalando una cama de campaña en la despensa mohosa, angosta, donde guarda los trastos.

– ¿Para quién es? -pregunta.

– Para mí.

– ¿Y el cuarto que queda libre?

– Se han caído los tablones del techo. -¿Y el cuarto grande de la parte de atrás?

– Es que la cámara frigorífica hace demasiado ruido.

No es verdad. La cámara que hay en la habitación de atrás apenas ronronea. Es por lo que contiene la cámara, por eso no quiere Lucy dormir ahí: despojos, huesos, carne para perros que ya no tienen ninguna necesidad de comérsela.

– Quédate con mi cuarto -le dice-. Yo dormiré aquí.

Y acto seguido se pone a recoger sus cosas.

Sin embargo, ¿es cierto que desea cambiarse a esa celda llena de cajas con tarros de cristal vacíos, apiladas en una esquina, con un solo y minúsculo ventanuco que mira al sur? Si los fantasmas de los violadores de Lucy siguen en su dormitorio, no cabe duda de que habría que echarlos como fuera, no permitirles que se apoderen de esa pieza y la hagan su fortín. Por eso traslada sus pertenencias al dormitorio de Lucy.

Cae la noche. No tienen hambre, pero comen algo. Comer es un ritual, los rituales facilitan las cosas.

Con toda la delicadeza que puede, de nuevo formula su pregunta.

– Lucy, querida mía, ¿por qué nov quieres contarlo? Fue un delito. No ha de avergonzarte el ser objeto de un delito. Tú no lo quisiste. No eres sino una víctima inocente.

Sentada al otro lado de la mesa, frente a él, Lucy respira hondo, hace acopio de fuerzas, exhala el aire y menea la cabeza.

– ¿Quieres que intente adivinarlo? -dice él-. ¿Es que acaso tratas de recordarme algo?

– ¿Que si trato de recordarte algo? ¿Qué?

– Lo que han de padecer las mujeres a manos de los hombres.

– Nada más lejos de mis pensamientos. Esto no tiene nada que ver contigo, David. Quieres saber por qué no he puesto en conocimiento de la policía una acusación en particular. Bien, pues voy a decírtelo con una condición: que no vuelvas a plantear este asunto. La razón es bien sencilla: por lo que a mí respecta, lo que me sucedió es un asunto puramente privado. En otra época y en otro lugar, tal vez pudiera exponerse a la consideración de la comunidad, e incluso ser un asunto de interés público. Pero en esta época y en este lugar, no lo es. Es un asunto mío y nada más que mío.

– Cuando hablas de este lugar, ¿a qué te refieres?

– A Sudáfrica.

– Pues no estoy de acuerdo. No estoy de acuerdo con lo que estás haciendo. ¿Crees que si aceptas con mansedumbre lo que te ocurrió puedes situarte al margen de granjeros y terratenientes como Ettinger? ¿Crees que lo que sucedió aquí fue como un examen, que si lo apruebas recibes un diploma y un salvoconducto de cara al futuro, o un rótulo para colocarlo en el dintel de tu puerta, de modo que la plaga pase de largo sin afectarte? No es así como funciona la venganza, Lucy. La venganza es como el fuego. Cuanto más devora, más hambre tiene.

– ¡Basta, David! No quiero oírte hablar de plagas ni de fuego. No solo se trata de que intente salvar el pellejo. Si eso es lo que piensas, es que no has entendido nada.

– Entonces, ayúdame a entenderlo. ¿Es alguna forma de salvación privada lo que intentas poner en pie? ¿Esperas expiar los pecados del pasado mediante tu sufrimiento en el presente?

– No. Sigues interpretándome mal. La culpa y la salvación son abstracciones. Yo no actúo de acuerdo con meras abstracciones. Hasta que no hagas un esfuerzo para entenderlo, no puedo ayudarte.

Él desea responder, pero ella lo obliga a callar.

– David, hemos hecho un pacto. No quiero seguir dándole vueltas a esta conversación.

Nunca, hasta ese instante, habían estado tan lejos y tan amargamente separados. Él se queda hundido.

14

Un nuevo día. Ettinger llama por teléfono y se ofrece a prestarles una escopeta «entretanto».

– Gracias -le responde él-. Nos lo pensaremos.