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Compra un sombrero para protegerse del sol y, en cierta medida, para ocultarse la cara. Trata de acostumbrarse al extraño aspecto que exhibe, peor que extraño: repulsivo, uno de esos individuos ante los que los niños tuercen el gesto por la calle. «¿Por qué tiene ese tío una pinta tan rara?», preguntan a sus madres, y estas tienen que acallarlos.

Visita las tiendas de Salem las mínimas veces que puede, a Grahamstown baja solamente los sábados. De buenas a primeras se ha convertido en un recluso, un recluso en el campo. Se acabaron sus andanzas. Y eso, aunque el corazón siga rebosante de amor y la luna siga igual de luminosa. ¿Quién iba a pensar que llegaría tan pronto al final, y tan de repente? ¿Quién iba a decir que se acabarían de ese modo sus correrías, sus andanzas, sus amores?

No tiene ningún motivo para pensar que sus infortunios hayan saltado al circuito de las habladurías de Ciudad del Cabo. No obstante, quiere asegurarse de que a Rosalind no le llegue la historia de forma tergiversada. Trata de localizarla dos veces, pero sin éxito. A la tercera, llama a la agencia de viajes en que trabaja. Rosalind ha ido a Madagascar, le informan, de exploración: le dan un número de fax de un hotel de Tananarive.

Redacta un mensaje: «Lucy y yo hemos tenido un golpe de mala suerte. Me han robado el coche, y hubo también una agresión de la que me llevé la peor parte. Nada serio; estamos los dos bien, aunque un tanto alterados. Pensé que lo mejor era decírtelo, por si acaso te llegaba el rumor. Confío en que estés pasándolo bien». Cede a Lucy la página para que dé su aprobación, y luego se la da a Bev Shaw para que la envíe. A Rosalind, en lo más tenebroso de África.

Lucy no mejora. Se pasa la noche entera en vela, sostiene que no consigue dormir; por las tardes, él la encuentra adormecida en el sofá, con el pulgar metido en la boca como una niña pequeña. Ha perdido todo interés por la comida: es él quien debe engatusarla para que coma algún bocado, quien ha de cocinar platos para él desconocidos, pues ella se niega a tocar siquiera la carne.

No es esto a lo que vino; no vino a verse atrapado en el quinto pino, a espantar a los demonios, a cuidar de su hija, a ocuparse de una empresa moribunda. Si vino por algo, fue para recuperar su compostura, para recobrar fuerzas. Ahí, cada día que pasa va perdiéndose más.

Los demonios tampoco a él lo dejan en paz. Tiene pesadillas propias: se hunde en un lecho de sangre o, jadeando, gritando sin que salga un solo sonido de sus labios, escapa corriendo del hombre que tiene la cara como un halcón, como una máscara de Benín, como Tot. Una noche, a medias sonámbulo, a medias enloquecido, arranca de cualquier manera las ropas de la propia cama e incluso da la vuelta al colchón, buscando alguna mancha.

Todavía sigue en pie el proyecto Byron. De los libros que se trajo de Ciudad del Cabo, solo le quedan los dos volúmenes de las cartas; el resto estaba en el maletero del coche cuando se lo robaron. La biblioteca pública de Grahamstown apenas puede ofrecerle más que una antología de los poemas. De todos modos, ¿es necesario que continúe leyendo?

¿Qué más necesita saber sobre el modo en que Byron y su conocida pasaban el tiempo en la antigua Ravena? A estas alturas, ¿no podría inventar un Byron que fuese fiel a Byron y una Teresa similar?

La verdad sea dicha: lleva meses posponiéndolo, retrasando el momento de hacer frente a la página en blanco, tocar la primera nota, comprobar si es válido. Mentalmente ya tiene impresos algunos trozos, algún dueto entre los amantes, las líneas vocales, soprano y tenor, que se enredan una en torno a la otra, como dos serpientes, sin palabras. La melodía sin clímax; el susurro de las escamas del reptil sobre la escalera de mármol; palpitando más al fondo, el barítono del marido humillado. ¿Será aquí donde ese trío tenebroso sea por fin llevado a la vida, es decir, no en Ciudad del Cabo, sino en la vieja Cafrería?

15

Las dos ovejas jóvenes pasan el día entero amarradas a un poste, junto al establo, en un terreno en el que no crece ni una mala hierba. Sus balidos, constantes y monótonos, han comenzado a molestarle. Se acerca paseando hasta la casa de Petrus, a quien encuentra con la bicicleta al revés, reparándola.

– Esas ovejas -comenta-, ¿no te parece que podríamos atarlas en un sitio donde puedan pastar?

– Son para el festejo -dice Petrus-. El sábado las sacrificaré para el festejo. Usted y Lucy tienen que venir. -Se limpia las manos con un trapo-. Los invito a usted y a Lucy al festejo.

– ¿El sábado?

– Sí, voy a dar un festejo el sábado. Será un gran festejo.

– Gracias, muy amable. Pero aunque las ovejas sean para el festejo, ¿no te parece que podrían pastar?

Una hora más tarde las ovejas siguen amarradas, siguen balando con tristeza. Petrus no aparece por ninguna parte. Exasperado, las desata y las arrastra hasta la orilla de la presa, donde crece la hierba en abundancia.

Las ovejas beben largo y tendido; luego, se ponen a pastar a sus anchas. Son dos ovejas persas de cara negra, de tamaño similar y de manchas muy parecidas, incluso parecidas en sus movimientos. Con toda probabilidad son gemelas, y están destinadas al cuchillo del matarife desde que nacieron. En fin, en eso no hay nada digno de mención. ¿Cuándo fue la última vez que murió una oveja a causa de la vejez? Las ovejas no son dueñas de sí mismas, no poseen ni su propia vida. Existen para ser utilizadas hasta el último gramo, sus carnes para ser comidas, sus huesos para ser molidos y arrojados a las gallinas. Nada se salva, con la posible excepción de la vejiga, que seguramente nadie se comerá. En eso tendría que haber pensado Descartes. El alma, suspendida en la siniestra, amarga vejiga, a escondidas.

– Petrus nos ha invitado a un festejo -dice a Lucy-. ¿Por qué da un festejo?

– Yo diría que para celebrar el traspaso de las tierras. Se hará oficial el mes que viene. Para él será un gran día. Creo que debemos hacer acto de presencia, llevarles un regalo.

– Va a sacrificar esas dos ovejas. Nunca hubiera dicho que dos ovejas dieran para tanto.

– Petrus es un tacañón. En los viejos tiempos se habría sacrificado un buey.

– No estoy muy seguro de que me guste su manera de hacer las cosas, me refiero a eso de traer a los animales del sacrificio a su casa, para que se familiaricen con las personas que van a comérselos.

– ¿Qué prefieres, que el sacrificio se haga en el matadero, para que así no tengas que pensar en ello?

– Pues sí.

– Despierta, David. Estamos en el campo, estamos en África.

Lucy tiene un punto irritable, de un tiempo a esta parte, para el cual no encuentra él justificación alguna. Su respuesta habitual consiste en retirarse en su silencio. Hay momentos en que los dos conviven como perfectos desconocidos bajo el mismo techo.

Se dice que ha de tener paciencia, que Lucy sigue viviendo a la sombra de la agresión que sufrió, que ha de pasar algún tiempo hasta que vuelva a ser la de siempre, pero ¿y si se equivoca? ¿Y si, después de una agresión como esa, nadie vuelve a ser el de antes? ¿Y si una agresión como esa convirtiera a cualquiera en una persona diferente, más lúgubre?

Existe una explicación aún más siniestra del mal humor que tiene Lucy, una explicación que él no consigue apartar de su ánimo.

– Lucy -le pregunta ese mismo día de buenas a primeras-, no me estarás ocultando alguna cosa, ¿verdad? ¿No te habrán pegado alguna enfermedad esos hombres?

Está sentada en el sofá, en pijama y bata, jugueteando con el gato. Pasa ya de mediodía. El gato es joven, atento, veloz. Lucy balancea el cinturón de la bata delante de él. El gato le tira zarpazos, golpes rápidos y seguidos, uno, dos, tres, cuatro.

– ¿Hombres? -dice-. ¿Qué hombres?