Aparta el cinturón de la bata a un lado, el gato se lanza tras él.
¿Qué hombres? A él se le para el corazón. ¿Es que se ha vuelto loca? ¿Es que se niega a recordar?
Sin embargo, parece que solo pretende tomarle el pelo.
– David, ya no soy ninguna cría. He ido al médico, me he hecho pruebas, he hecho todo lo que puede hacerse razonablemente. Ahora solo me queda esperar.
– Entiendo. Y cuando dices esperar, te refieres a lo que estoy pensando, ¿no es así?
– Sí.
– ¿Cuánto tiempo hará falta?
Ella se encoge de hombros.
– Un mes. Tres meses. Más. La ciencia todavía no ha puesto límite al tiempo que una tiene que esperar. Puede que para siempre.
El gato se lanza veloz sobre el cinturón, pero el juego ha terminado.
Se sienta junto a su hija; el gato baja del sol de un salto, se marcha muy erguido. La toma de la mano. Ahora que está tan cerca de ella, le llega un tenue olor a rancio, a falta de higiene.
– Al menos no será para siempre, cariño -le dice-. Al menos, eso podrás ahorrártelo.
Las ovejas pasan el resto del día cerca de la presa, donde las ha amarrado. Al día siguiente aparecen amarradas en el trecho yermo en que estaban antes, junto al establo.
Es de suponer que les queda hasta el sábado por la mañana, un par de días. Parece una forma bien triste de consumir los dos últimos días de una vida. Son costumbres del campo: así llama Lucy a esas cosas. Él dispone de otras palabras: indiferencia, crueldad. Si el campo puede emitir su veredicto sobre la ciudad, también la ciudad puede enjuiciar al campo.
Ha pensado en comprarle las ovejas a Petrus, pero ¿qué iba a conseguir con eso? Petrus emplearía el dinero para comprar otros dos animales para el sacrificio, quedándose de paso con la diferencia. Además, ¿qué iba a hacer él con las ovejas tras librarlas de su esclavitud? ¿Soltarlas en cualquier carretera? ¿Encerrarlas en las perreras y darles heno de comer?
Parece haberse creado un vínculo entre él y las dos ovejas persas, aunque no acierta a saber cómo. No se trata de un vínculo basado en el afecto. Ni siquiera se trata de un vínculo que lo una a esas dos ovejas en concreto, a las que ni siquiera sabría distinguir en medio de un rebaño en un prado. No obstante, de pronto y sin motivo alguno, su suerte tiene importancia para él.
Se planta ante los dos animales, bajo el sol, a la espera de que el zumbido que tiene en la cabeza se pare de una vez, a la espera de una señal.
Hay una mosca empeñada en meterse en la oreja de una de las dos. La oreja se mueve sin cesar, tiembla. La mosca echa a volar, traza un círculo, vuelve, se posa. La oreja vuelve a temblar.
Da un paso adelante. La oveja retrocede, inquieta, cuanto le permite la cadena.
Recuerda a Bev Shaw, el modo en que acariciaba al chivo de los testículos destrozados, sosegándolo, consolándolo, entrando en su vida. ¿Cómo conseguirá tener esa comunión con los animales? Será gracias a un truco que él no posee. Para eso hay que ser un tipo de persona determinada, tal vez tener menos complicaciones.
El sol le da en plena cara con toda la potencia de la primavera. ¿Tendré acaso que cambiar?, se dice. ¿Tendré que tratar de ser como Bev Shaw?
Habla con Lucy.
– He estado pensando en eso del festejo de Petrus. La verdad es que preferiría no asistir. ¿Te parece que será posible disculparme sin parecer descortés?
– ¿Es por el sacrificio de las ovejas?
– Sí. No. No he cambiado de opinión, si te refieres a eso. Sigo sin pensar que los animales dispongan de una auténtica vida individual. Los que hayan de vivir, los que hayan de morir, no es cuestión, por lo que a mí se refiere, que me quite el sueño. No obstante…
– ¿No obstante?
– No obstante, en este caso estoy alterado. No sabría decir por qué.
– Bueno, puedes estar seguro de que Petrus y sus invitados no van a renunciar a sus costillas por mera deferencia a tu sensibilidad.
– No es eso lo que pido. Tan solo preferiría no estar en el festejo, al menos esta vez no. Lo siento. Jamás imaginé que terminaría hablando de esta manera.
– Los caminos del Señor son inescrutables, David.
– No te burles de mí.
Se acerca el sábado, día de mercado.
– ¿Vamos a instalar el puesto? -pregunta a Lucy. Ella se encoge de hombros.
– Como tú decidas -le responde. Y él no instala el puesto.
No cuestiona su decisión. La verdad es que se siente aliviado.
Los preparativos para el festejo de Petrus comienzan al mediodía del sábado con la llegada de un grupo de mujeres, media docena en total, fuertes y todas ellas, le parece, muy endomingadas. Detrás del establo hacen una hoguera. Pronto el viento le trae el olor de las asaduras que ya hierven en un caldero, de lo cual infiere que ya está hecho, y hecho por partida doble, que todo ha terminado.
¿Debería dolerse? ¿Es correcto dolerse por la muerte de seres que entre sí no tienen la práctica del duelo? Examina su corazón y solo halla una difusa tristeza.
Demasiado cerca, piensa: vivimos demasiado cerca de Petrus. Es como compartir una casa con desconocidos, compartir los ruidos, los olores.
Llama a la puerta de la habitación de Lucy.
– ¿Te apetece dar un paseo? -le pregunta.
– No, gracias. Llévate a Katy.
Se lleva al bulldog, pero la perra es tan lenta, se la ve tan cabizbaja, que él termina por irritarse; la azuza para que vuelva a la granja, la persigue incluso y luego emprende una caminata en solitario, una vuelta de unos ocho kilómetros que recorre a paso ligero, tratando de fatigarse.
A las cinco en punto comienzan a llegar los invitados en coche, en taxi, a pie. Los contempla desde detrás de las cortinas de la cocina. La mayoría son de la generación del anfitrión, sobrios y sólidos. Hay una mujer de edad avanzada en torno a la cual se arma bastante jaleo: con su traje azul y una llamativa camisa rosa, Petrus recorre todo el camino para recibirla.
Oscurece antes de que los más jóvenes hagan acto de presencia. Con la brisa llega el murmullo de las charlas, las risas y la música, música que él relaciona con el Johannesburgo de su juventud. Bastante pasable, piensa para sí; bastante alegre incluso.
– Ya es la hora -dice Lucy-. ¿No vienes?
Es insólito, pero lleva un vestido cuya falda le llega a las rodillas y unos zapatos de tacón, así como una gargantilla de cuentas de madera pintadas de colores y pendientes a juego. No está muy seguro de que le guste el efecto.
– Como quieras, ya estoy. Vamos.
– ¿Es que no tienes un traje?
– No.
– Pues al menos ponte una corbata.
– Caramba, pensé que estábamos en el campo.
– Pues razón de más para ponerte presentable. Este es un gran día en la vida de Petrus.
Ella lleva una pequeña linterna. Recorren el sendero hasta la casa de Petrus, padre e hija tomados del brazo. Ella ilumina el sendero, él lleva su obsequio.
Ante la puerta abierta se detienen sonrientes. Petrus no está por ninguna parte, pero aparece una chiquilla vestida de fiesta y les hace pasar.
El viejo establo carece de techo, y tampoco tiene un suelo propiamente dicho. Al menos, es espacioso; al menos tiene electricidad. Hay lámparas de pantalla y pósters en las paredes (los girasoles de Van Gogh, una dama vestida de azul de las que pintaba Tretchikoff, Jane Fonda con el traje de Barbarella, Doctor Khumalo marcando un gol), lo cual atenúa la desolación del lugar.
Son los únicos blancos. Hay gente bailando al son del jazz africano a la antigua usanza que ya había oído de lejos. A los dos los miran con curiosidad, aunque puede que solo sea por la protección de su cuero cabelludo.
Lucy conoce a algunas de las mujeres. Comienza a hacer las presentaciones. Aparece Petrus a su lado. No se las da de ser el típico anfitrión ansioso de que todo esté en orden, no les ofrece nada de beber.
– Se acabaron los perros -dice en cambio-. Ya no soy el perrero. El hombre perro.