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Lucy prefiere tomárselo como un chiste, así que todo, o eso parece, está en orden.

– Te hemos traído algo -dice Lucy-, pero tal vez debamos dárselo a tu mujer. Es para la casa.

Por la zona en que se encuentra la cocina, si es que así la llaman, Petrus interpela a su mujer. Es la primera vez que él la ve de cerca. Es joven, más joven que Lucy; más que bonita tiene una cara agradable, y es tímida, aparte de estar claramente embarazada. Le da la mano a Lucy, pero no a él. Tampoco le mira a los ojos.

Lucy dice unas palabras en prosa y le ofrece el regalo. Hay media docena de curiosos a su alrededor.

– Es ella la que debe abrirlo -dice Petrus.

– Sí, tienes que abrirlo tú -dice Lucy.

Con muchísimo cuidado, desviviéndose por no desgarrar el festivo papel del envoltorio, adornado con mandolinas y ramas de laurel, la joven esposa abre el paquete. Es una tela estampada con un diseño de estilo ashanti bastante atractivo.

– Gracias -musita en inglés.

– Es una colcha -explica Lucy a Petrus.

– Lucy es nuestra benefactora -dice Petrus, y luego se dirige a Lucy-: Eres nuestra benefactora.

Es una palabra de mal gusto, o a él se lo parece: es una palabra de doble filo, que agria ese instante. ¿Puede echársele la culpa a Petrus? El lenguaje al que se confía con tanto aplomo, pero es imposible que él lo sepa, es un lenguaje hastiado, que se desmenuza con facilidad, que está recomido por dentro, como si lo hubieran atacado las termitas. Solo cabe fiarse de los monosílabos, y tampoco de todos.

¿Qué se puede hacer? A él, que no hace tanto tiempo fue profesor de Comunicación, no se le ocurre nada. No se le ocurre nada que no sea empezar otra vez por el abecé. Cuando regresen las grandes palabras reconstruidas, purificadas, listas para otorgar confianza una vez más, él ya llevará mucho tiempo criando malvas.

Se estremece como si un ganso acabara de pisotear su tumba.

– ¿Y el bebé? ¿Para cuándo lo esperas? -pregunta a la mujer de Petrus.

Ella lo mira sin entender.

– Para octubre -interviene Petrus-. El bebé llegará en octubre. Esperamos que sea un niño.

– Ah. ¿Y qué tienes contra las niñas?

– Deseamos que sea niño, hemos rezado para que lo sea -dice Petrus-. Siempre es mejor que el primero sea niño. Así podrá enseñar después a sus hermanas, enseñarles a comportarse. Sí. -Hace una pausa-. Una niña es muy cara. -Se frota las yemas del índice y el pulgar-. Las niñas siempre cuestan dinero, dinero y más dinero.

Mucho tiempo ha pasado desde la última vez que vio ese gesto. En los viejos tiempos era propio para aludir a los judíos: dinero, dinero y más dinero, con el mismo modo de ladear la cabeza dando a entender lo que no se dice. Pero es de suponer que Petrus es inocente de ese retazo de la tradición europea.

– Los niños también pueden costar mucho dinero -comenta para animar la conversación.

– Hay que comprarles esto, hay que comprarles lo otro -continúa Petrus, y parece a punto de desbocarse, sin prestar ninguna atención a los demás-. Hoy, el hombre no paga por la mujer. Soy yo quien paga. -Agita la mano por encima de la cabeza de su mujer; ella, modesta, baja la mirada-. Soy yo quien paga. Pero eso ya está anticuado. La ropa, las cosas bonitas, siempre es lo mismo: pagar, pagar y pagar. -Repite el gesto con el índice y el pulgar-. No, ni mucho menos: es mejor un niño. Salvo su hija, claro. Su hija es diferente. Su hija es tan buena como si fuera un chico. ¡O casi! -Se ríe de su atrevimiento-. ¡Eh, Lucy!

Lucy sonríe, pero él se da cuenta de que está avergonzada.

– Voy a bailar -murmura ella, y desaparece.

En el sitio que hace las veces de pista de baile, baila a solas, de esa manera solipsista que ahora parece estar de moda. Pronto se le suma un joven alto y de largas extremidades, vestido con elegancia. Baila frente a ella y chasquea los dedos; le sonríe con descaro, la corteja.

Las mujeres comienzan a llegar desde fuera, con bandejas de carne asada. El aire se colma de olores apetitosos. Aparece un nuevo contingente de invitados, jóvenes, ruidosos, risueños, en modo alguno chapados a la antigua. El festejo empieza a animarse de veras.

Un plato con comida llega hasta sus manos. Se lo pasa a Petrus.

– No -dice Petrus-. Es para usted. De lo contrario, estaríamos toda la noche pasándonos platos unos a otros.

Petrus y su mujer están pasando mucho tiempo con él, como si quisieran hacer que se sienta a sus anchas. Gente amable, piensa, gente del campo.

Mira en dirección a Lucy. El joven está bailando a menos de un palmo de ella; levanta las rodillas todo lo que puede y, moviendo los brazos, da pisotones en el suelo; se lo está pasando en grande.

El plato que sujeta entre las manos tiene dos costillas de cordero, una patata asada, una cucharada de arroz que nada en salsa espesa, una rodaja de calabaza. Encuentra una silla en la que descansar, aunque la comparte con un viejo muy delgado que lo mira con ojos acuosos. Esto voy a comérmelo, se dice. Voy a comérmelo y luego voy a pedir perdón.

Lucy se planta a su lado. Tiene la respiración agitada, la cara en tensión.

– ¿Podemos marcharnos? -dice-. Es que están aquí.

– ¿Quiénes están aquí?

– He visto a uno allá al fondo. David, no quiero armar un escándalo. ¿Podemos marcharnos?

– Sujétame esto. -Le pasa el plato, sale por la puerta de atrás.

Hay casi tantos invitados fuera del establo como dentro, apiñados en torno a la hoguera, charlando, bebiendo, riendo. Desde el otro lado de la hoguera, alguien lo mira fijamente. De pronto todo encaja en su sitio. Él conoce esa cara, la conoce en lo más íntimo. Se abre paso entre los presentes. Pues yo sí que voy a armar un escándalo, piensa. Una pena, precisamente en un día como este. Pero hay cosas que no pueden esperar.

Se planta delante del chico. Es el tercero de los visitantes, el aprendiz de la cara mortecina, el perrito faldero.

– Te conozco -le dice malencarado.

El chico no parece alarmarse. Al contrario: da la impresión de que el chico ha esperado este momento, de que se ha reservado para cuando llegara. La voz que sale de sus labios es áspera, bronca de rabia.

– ¿Y tú quién eres? -dice, pero sus palabras quieren decir otra cosa bien distinta: ¿Qué derecho te asiste para estar aquí? Todo su cuerpo irradia violencia.

Petrus se presenta de pronto ante ellos, y habla en prosa a toda velocidad.

Pone una mano sobre la manga de Petrus, pero Petrus se suelta y lo mira con impaciencia.

– ¿Sabe usted quién es este? -pregunta a Petrus.

– No, no tengo ni idea de quién es -responde Petrus enojado-. No sé qué es lo que pasa. ¿Qué es lo que pasa, si puede saberse?

– Este, este malhechor, ha estado aquí antes, y ha estado con sus compinches. Es uno de ellos. Pero mejor será que él te diga qué es lo que pasa. Que te diga él por qué lo busca la policía.

– ¡Eso no es verdad! -grita el chico. De nuevo se dirige a Petrus, le suelta un chorro de palabras enojadas. La música sigue devanándose en el aire de la noche, pero ahora ya no baila nadie: los invitados de Petrus se arraciman alrededor de ellos: se empujan y se zarandean, se insultan. No hay buen ambiente.

Petrus toma la palabra.

– Dice que no sabe de qué está hablando usted. -Miente. Lo sabe perfectamente. Lucy lo confirmará.

Pero Lucy, por supuesto, no va a confirmarlo. Cómo va a esperar que Lucy se plante ante esos desconocidos, que dé la cara ante el chico, que lo señale con el dedo y diga Sí, es uno de ellos, es uno de los que lo hicieron.

– Voy a llamar a la policía -dice.

Entre los testigos se escucha un rumor de clara desaprobación.

– Voy a llamar a la policía -le repite a Petrus. Petrus permanece impasible.

En medio de una nube de silencio regresa al interior del establo, donde Lucy lo espera de pie.