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Compra un pequeño televisor para sustituir el que les robaron. Por las noches, después de cenar, Lucy y él se sientan juntos en el sofá a ver las noticias y, si resultan soportables, los programas de entretenimiento.

Es verdad, la visita se ha prolongado demasiado tiempo tanto en su opinión como en la de Lucy. Está cansado de vivir del contenido de una maleta, cansado de oír a todas horas el crujir de la gravilla en el camino de entrada. Desea poder sentarse de nuevo ante su mesa, dormir en su propia cama. Pero Ciudad del Cabo está muy lejos, casi en otro país. A pesar de los consejos de Bev, a pesar de las garantías de Petrus, a pesar de la obstinación de Lucy, no está preparado para abandonar a su hija. Es aquí donde vive en la actualidad: en esta época, en este lugar.

Ha recuperado por completo la visión del ojo lesionado. El cuero cabelludo se le va curando, ya no tiene que utilizar los vendajes aceitados. Solo su oreja requiere atenciones diarias. Así pues, es verdad que el tiempo lo cura todo. Es de suponer que Lucy también está curándose, o, si no curándose, al menos olvidando, recubriendo con el tejido de las cicatrices el recuerdo de aquel día, envolviéndolo, sellándolo, cerrándolo. Un buen día tal vez sea capaz de hablar de «el día en que nos robaron» y recordarlo únicamente como el día en que les robaron.

Trata de pasar el día al aire libre, dejando a Lucy entera libertad para que respire en la casa. Trabaja en el huerto; cuando se cansa, va a sentarse junto a la presa y observa las idas y venidas de la familia de patos mientras medita sobre el proyecto Byron.

El proyecto no avanza. Todo lo que logra precisar son fragmentos sueltos. La primera palabra del primer acto se le resiste todavía; las primeras notas siguen siendo tan esquivas como las hilachas de humo. Algunas veces teme que los personajes de la historia, que durante más de un año han sido sus fantasmales acompañantes, comiencen a apagarse poco a poco. Incluso la más atractiva, Margarita Cogni, cuya apasionada voz de contralto ataca como una bala de cañón a esa furcia y compañera de Byron, a esa Teresa Guiccioli que él tantas ganas tiene de oír, se le escabulle y se aleja. La pérdida de todos ellos lo llena de desesperación, una desesperación tan gris, tan uniforme, tan carente de importancia en un planteamiento más amplio como un simple dolor de cabeza.

Acude a la clínica de Bienestar de los Animales tan a menudo como puede y se ofrece para todos los trabajos que no requieran especial destreza: dar de comer a los animales, limpiar, fregar el suelo.

Los animales a los que atiende en la clínica son sobre todo perros, y menos a menudo gatos: para el ganado, parece que D Village tienen sus propias tradiciones veterinarias, su propia farmacopea, sus propios curanderos. Los perros que llevan a la clínica padecen las afecciones habituales: moquillo, una pata rota, un mordisco infectado, sarna, falta de cuidados por parte de sus dueños, sean benignos o malignos, vejez, desnutrición, parásitos intestinales… pero casi todos sufren más que nada su propia fertilidad. Lisa y llanamente, son demasiado numerosos. Cuando la gente les lleva un perro, nadie dice directamente: «Le he traído este perro para que me lo mate», pero eso es exactamente lo que se espera de ellos: que dispongan del animal, que lo hagan desaparecer, que lo despachen al olvido. Lo que en efecto se pide es Lósung (el alemán siempre a mano con sus apropiadas y nítidas abstracciones): la sublimación, como se sublima el alcohol del agua sin dejar residuo, sin dejar regusto alguno.

Así, los sábados por la tarde la puerta de la clínica permanece cerrada a cal y canto mientras ayuda a Bev Shaw a losen los canes sobrantes de la semana. De uno en uno los saca él de la jaula que hay al fondo del patio y los conduce o bien los lleva en brazos al quirófano. Durante los que han de ser sus últimos minutos, a cada uno le dedica Bev toda su atención, acariciándolo, hablándole, suavizando su tránsito. Si, tal como sucede con bastante frecuencia, el perro no se deja engatusar, es debido a su presencia: de él emana un olor erróneo (Saben qué está pensando cada uno, lo huelen), el olor de la vergüenza. No obstante, es él quien sujeta al perro para que se esté quieto, mientras la aguja encuentra la vena y el fármaco alcanza el corazón y las patas ceden y los ojos se cierran.

Había pensado que terminaría por acostumbrarse, pero no es eso lo que sucede. A cuantas más matanzas asiste, mayor es su tembleque. Un domingo por la noche, al volver a casa en la furgoneta de Lucy, de hecho tiene que parar en la cuneta y esperar un rato hasta que se encuentra mejor. Le bañan las mejillas lágrimas que no puede detener; le tiemblan las manos.

No entiende qué es lo que le está pasando. Hasta ahora ha sido más o menos indiferente a los animales. Aunque en términos abstractos condena la crueldad de que son objeto, no podría precisar si por su propia naturaleza es amable o es cruel. Simplemente, no es nada. Da por sentado que aquellas personas a las que se exige la crueldad en cumplimiento del deber, personas que trabajan por ejemplo en un matadero, desarrollan un caparazón alrededor del alma. El hábito endurece: así debe de ser en la mayoría de los casos, pero no parece ser así en el suyo. No parece poseer el don de la dureza.

Todo su ser resulta zarandeado por lo que acontece en el quirófano. Está convencido de que los perros saben que les ha llegado la hora. A pesar del silencio y del procedimiento indoloro, a pesar de los buenos pensamientos en que se ocupa Bev Shaw y él trata de ocuparse, a pesar de las bolsas herméticas en las que cierran los cadáveres recién fabricados, los perros huelen desde el patio lo que sucede en el interior. Agachan las orejas y bajan el rabo como si también ellos sintieran la desgracia de la muerte; se aferran al suelo y han de ser arrastrados o empujados o llevados en brazos hasta traspasar el umbral. Sobre la mesa de operaciones algunos tiran enloquecidos mordiscos a derecha e izquierda, algunos gimotean de pena; ninguno mira directamente la aguja que empuña Bev, pues de algún modo saben que va a causarles un perjuicio terrible.

Los peores son los que lo olfatean y tratan de lamerle la mano. Nunca le han gustado esos lametones, y su primer impulso es el de alejarse. ¿Por qué fingir que es un camarada, cuando en realidad es un asesino? Sin embargo, se ablanda. Un animal sobre el cual pende la sombra de la muerte, ¿por qué iba a sentir que se aparta como si su tacto fuese una aberración? Por eso les deja lamer su mano si quieren, tal como Bev Shaw los acaricia y los besa cuando se lo permiten.

Espera no pecar de sensiblero. Procura no mostrar sentimientos a los animales que mata, ni mostrar sentimientos a Bev Shaw. Evita decirle: «No sé cómo puedes hacerlo», para no tener que oírle responder: «Alguien tiene que hacerlo». No descarta la posibilidad de que en lo más profundo Bev Shaw tal vez no sea un ángel liberador, sino un demonio, y que tras sus muestras de compasión puede ocultarse un corazón tan correoso como el de un matarife. Trata de mantenerse con la mente bien abierta.

Como es Bev Shaw quien empuña la aguja y la clava, es él quien se ocupa de disponer de los restos. A la mañana siguiente a cada sesión de matanza, viaja con la furgoneta cargada al recinto del Hospital de los Colonos, a la incineradora, y allí entrega a las llamas los cuerpos envueltos en sus negras bolsas.

Sería mucho más sencillo transportar las bolsas a la incineradora inmediatamente después de la sesión y dejarlas allí depositadas, para que el personal se ocupara de ellas. Eso, sin embargo, significaría dejar a los perros en un contenedor junto con el resto de los despojos del fin de semana: los residuos de las habitaciones y los quirófanos del hospital, la carroña recogida en las carreteras, los restos malolientes de la curtiduría, una mezcla de rebañaduras y detritos a la vez azarosa y terrible. No está dispuesto a causarles semejante deshonra.