Por eso, los domingos por la noche se lleva en la trasera de la furgoneta de Lucy a los perros metidos en las bolsas bien cerradas; se los lleva a la granja, los deja aparcados durante la noche y el lunes por la mañana los transporta al recinto del hospital. Allí es él mismo quien los descarga de uno en uno con ayuda de un carrito, y es él quien acciona el mecanismo que iza el carrito y lo hace atravesar el portón de acero, la palanca que lo vuelca sobre las llamas y de nuevo lo retira, mientras los empleados cuyo trabajo consiste precisamente en eso se quedan mirándolo.
En su primer lunes dejó que ellos se ocuparan de la incineración. Por el rigor mortis, los cuerpos estaban tiesos a la mañana siguiente. Las patas se enredaron en las barras del carrito, y cuando este regresó de su corto viaje al horno el perro a menudo también volvía, renegrido y sonriente, con un intenso hedor a pelo quemado, la bolsa de plástico quemada del todo. Al cabo de un rato los empleados comenzaron a golpear las bolsas con sus palas antes de cargarlas en el carrito, para romper los miembros rígidos. Fue entonces cuando intervino y asumió él la operación.
La incineradora quema carbón de antracita por medio de un ventilador eléctrico que succiona los humos; calcula que data de los años cincuenta, de cuando fue construido el propio hospital. Está en funcionamiento seis días por semana, de lunes a sábado. Al séptimo descansa. Cuando llega el personal cada mañana, lo primero que hacen es rastrillar las cenizas del día anterior, y luego cargan el combustible. A las nueve de la mañana, la temperatura es de mil grados centígrados en la cámara interna, temperatura suficiente para calcinar los huesos. El fuego sigue alimentándose hasta media mañana; hace falta que pase toda la tarde para que se enfríe.
Desconoce los nombres de los operarios, y ellos no saben el suyo. Para ellos no es más que el hombre que empezó a llegar los lunes cargado con las bolsas de Bienestar de los Animales, y que desde entonces llega cada día más temprano. Se presenta allí, hace su trabajo, se marcha; no forma parte de la sociedad cuyo cogollo está en la incineradora, a pesar de la valla metálica y el portón cerrado a cal y canto y el aviso en tres lenguas.
Y es que la valla ha sido cortada hace mucho tiempo; del portón y del aviso nadie hace caso. Cuando llegan los operarios por la mañana con las primeras bolsas de residuos del hospital, ya abundan las mujeres y los niños a la espera de escarbar en ellas en busca de jeringuillas, imperdibles, vendajes lavables, cualquier cosa que tenga salida en el mercado, pero sobre todo en busca de pastillas, que venden a las tiendas muti o que colocan directamente en la calle. También hay vagabundos que se pasan el día merodeando por el recinto del hospital y que duermen de noche apoyados contra el muro de la incineradora o puede que incluso en el túnel, en busca del calor.
No es una hermandad en la que aspire a ingresar. Cuando está allí, ellos están allí; si lo que lleva a la caldera no les interesa, es tan solo porque un despiece de un perro muerto no puede venderse ni comerse.
¿Por qué ha asumido ese trabajo? ¿Para aliviar la carga que sobrelleva Bev Shaw? Para eso bastaría con descargar las bolsas y largarse. ¿Por los perros? Los perros están muertos, ¿y qué sabrán en todo caso los perros del honor y el deshonor?
Entonces, será que lo ha asumido por sí mismo. Por la idea que tiene del mundo, un mundo en el que los hombres no emplean palas para golpear cadáveres y darles una forma más conveniente para su posterior procesamiento.
Los perros son acarreados a la clínica por ser animales que nadie desea: porque «sernos» demasiados. Ahí es donde aparece él en sus vidas. Tal vez no sea su salvador, el ser para el cual no son demasiados, pero sí está dispuesto a ocuparse de ellos tan pronto como sean incapaces, totalmente incapaces, de cuidarse por sí solos una vez que hasta Bev Shaw se haya lavado las manos. Petrus se llamó una vez «el perrero», «el hombre perro». Bien, pues ahora él se ha convertido en un perrero, un enterrador de perros, un conductor de las almas de los perros, un hartan.
Curioso que un hombre tan egoísta como él vaya a ofrecerse al servicio de los perros muertos. Ha de haber otras formas, formas harto más productivas de entregarse al mundo, o a una idea determinada del mundo. Por ejemplo, podría trabajar más horas en la clínica. Podría intentar -persuadir a los niños de la incineradora de que no se atiborren de veneno. Incluso pasar más tiempo y dedicar más energía al libreto de Byron podría interpretarse, si no quedara más remedio, como un legítimo servicio a la humanidad.
Pero hay otras personas que se ocupan de estas cosas: el asunto del bienestar de los animales, el asunto de la rehabilitación social, incluso el asunto de Byron. Él salva el honor de los cadáveres porque no hay nadie tan idiota como para dedicarse a semejante asunto. En eso va convirtiéndose: en un estúpido, un bobo, un obstinado.
17
El trabajo en la clínica, en domingo, queda concluido. La carga de muerte ya está en la furgoneta. Su última tarea consiste en fregar el suelo del quirófano.
– Yo me ocupo de eso -dice Bev Shaw cuando vuelve del patio-. Estarás deseoso de volver.
– No tengo prisa.
– Ya, pero debes estar acostumbrado a un tipo de vida muy distinto.
– ¿Un tipo de vida muy distinto? No sabía que la vida se dividiera en tipos.
– Quiero decir que aquí seguramente la vida se te hará muy aburrida. Debes echar de menos tu propio círculo. Debes echar de menos a tus amistades femeninas.
– ¿Amistades femeninas? Imagino que Lucy te habrá contado por qué me marché de Ciudad del Cabo. Allí no me dieron mucha suerte las amistades femeninas.
– No deberías ser duro con ella.
– ¿Duro con Lucy? No va conmigo eso de ser duro con Lucy.
– No me refiero a Lucy. Me refiero a la joven de Ciudad del Cabo. Lucy dice que hubo una joven que te causó muchas complicaciones.
– Pues sí, sí que hubo una joven. Pero en este caso fui yo el que causó las complicaciones. A esa joven le causé tantas complicaciones como ella a mí.
– Dice Lucy que tuviste que renunciar a tu puesto en la universidad. Eso tuvo que ser difícil. ¿No lo lamentas?
¡Qué ganas de meterse en todo! Es curioso el modo en que el tufillo del escándalo excita a las mujeres. ¿Pensará esa persona tan simple que él es incapaz de sorprenderla? ¿O es que esa sorpresa es otro de los deberes que asume tal cual, como la monja que se tiende para ser violada a fin de que se reduzca el índice de violaciones en el mundo?
– ¿Que si lo lamento? No lo sé. Lo que sucedió en Ciudad del Cabo es lo que me ha traído aquí. Y aquí no soy infeliz.
– Ya, pero en el momento… ¿Lo lamentaste en el momento?
– ¿En el momento? ¿Quieres decir… en el acaloramiento del acto? Por supuesto que no. En el acaloramiento del acto no caben dudas. Estoy seguro de que eso debes saberlo.
Se pone colorada. Ha pasado mucho tiempo desde que vio por última vez a una mujer de mediana edad ponerse colorada de semejante forma. Se ha sonrojado hasta la raíz del cabello.
– Sin embargo, Grahamstown te resultará muy tranquilo -murmura-. Por comparación, claro.
– No me importa Grahamstown. Al menos estoy al margen de las tentaciones. Por otra parte, no vivo en Grahamstown. Vivo en una granja con mi hija.
Al margen de las tentaciones: un comentario falto de tacto para hacérselo a una mujer, incluso a una mujer anodina. Pero no será anodina a ojos de todo el mundo. Tuvo que haber un tiempo en el que Bill Shaw viera algo en la joven Bev. Y tal vez también otros hombres.