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– Eso no me lo pone más fácil. El sobresalto no desaparece. Me refiero al sobresalto que te produce el sentirte tan odiada. Durante el acto.

Durante el acto. ¿De veras querrá decir ella lo que él cree que quiere decir?

– ¿Todavía tienes miedo? -le pregunta.

– Sí.

– ¿Miedo de que vuelvan?

– Sí.

– ¿Pensaste que si no los acusabas ante la policía ya no volverían? ¿Fue eso lo que pensaste?

– No.

– ¿Entonces?

Ella guarda silencio.

– Lucy, todo podría ser muy sencillo. Cierra la perrera. Hazlo cuanto antes. Cierra la casa, págale a Petrus para que la vigile. Tómate un descanso, seis meses o un año, hasta que la situación haya mejorado en este país. Vete al extranjero. Vete a Holanda, yo pagaré los gastos. Cuando vuelvas, podrás empezar de nuevo.

– Si me marcho ahora, David, ya no volveré. Gracias por tu ofrecimiento, pero no saldrá bien. No puedes sugerirme nada que no haya pensado ya un centenar de veces.

– Entonces, ¿qué es lo que te propones?

– No lo sé. Decida lo que decida, eso sí, quiero decidirlo por mí misma, sin presiones. Hay algunas cosas que tú no comprendes ni por asomo.

– ¿Qué es lo que no comprendo?

– Para empezar, no comprendes lo que me ocurrió aquel día. Estás preocupado por mí, y eso es algo que te agradezco; crees que lo comprendes, pero al final resulta que no. ¿Sabes por qué? Porque es imposible que lo comprendas.

Él reduce la velocidad y termina por detener la furgoneta en el arcén.

– No, no pares -dice Lucy-. Aquí no. No es un buen sitio, es un tramo demasiado peligroso para pararse. Acelera.

– Muy al contrario, lo comprendo demasiado bien -dice-. Voy a pronunciar la palabra que hasta este momento hemos evitado. Fuiste violada. De manera múltiple. Violada por tres hombres.

– ¿Y?

– Tuviste miedo por tu vida. Tuviste miedo de que, después de ser utilizada, decidieran acabar con tu vida. Miedo de que se deshicieran de ti, porque ya no significabas nada para ellos.

– ¿Y? -Ahora solo habla con un hilillo de voz. -Y yo no hice nada. Yo no te salvé. Esa es su confesión.

Ella responde con un ademán de impaciencia.

– No te cargues tú la culpa, David. Nadie podía contar con que tú me salvaras. Si hubiesen llegado una semana antes, habría estado sola en la casa. De todos modos, tienes razón: no significaba nada para ellos, nada de nada. Lo sentí con toda claridad.

Hay una pausa.

– Creo que ya lo habían hecho antes -sigue diciendo ella con voz más firme-. Al menos los dos adultos. Creo que en primer lugar, antes que otra cosa, son violadores. Sus robos son accidentales. Una actividad secundaria. Creo que se dedican a violar.

– ¿Crees que volverán?

– Creo que estoy en su territorio. Me han marcado. Vendrán por mí.

– Entonces es imposible que te quedes.

– ¿Por qué no iba a quedarme?

– Porque eso sería como invitarles a que vuelvan.

Ella medita un largo rato antes de contestar.

– Ya, pero ¿no crees que hay otra forma de ver las cosas, David? ¿Y si…? ¿Y si ese fuera el precio que hay que pagar por quedarse? Tal vez ellos lo vean de este modo; tal vez también yo deba ver las cosas de este modo. Ellos me ven como si yo les debiera algo. Ellos se consideran recaudadores de impuestos, cobradores de morosos. ¿Por qué se me iba a permitir vivir aquí sin pagar? Tal vez eso es lo que se dicen ellos.

– Seguro que se dicen muchas cosas. A ellos les interesa más que nada inventarse historias que les sirvan de justificación, pero tú confía en tus sentimientos. Antes dijiste que ellos solo te transmitieron odio.

– Odio… Cuando se trata de los hombres y el sexo, David, ya no hay nada que me sorprenda. No lo sé; puede que, para los hombres, odiar a la mujer dé una mayor excitación al sexo en sí mismo. Tú eres hombre, tú deberías saberlo. Cuando tienes tratos carnales con una desconocida, cuando la atrapas, la sujetas con tu peso, cuando la tienes debajo de ti… ¿no es algo parecido en parte a matarla? Es como si le clavaras un cuchillo; después, sales, dejas el cuerpo cubierto de sangre… ¿No es algo parecido a un asesinato, al hecho de matarla y largarte sin que nadie te detenga por ello?

Tú eres hombre, tú deberías saberlo. ¿Es ese modo de hablar a un padre? ¿Están ella y él en el mismo bando?

– Puede ser -dice-. Algunas veces. Para algunos hombres, puede que sí. -Y añade rápidamente, sin pensarlo-: ¿Fue igual con los dos? ¿Fue como luchar contra la muerte?

– Los dos se azuzan mutuamente. Probablemente por eso lo hacen juntos. Son como los perros de una jauría.

– ¿Y el tercero, el chico?

– Vino a aprender.

Ya han rebasado el rótulo de las cycas. Casi se ha agotado el tiempo.

– Si hubieran sido blancos no hablarías de ellos como estás hablando -dice él-. Por ejemplo, si hubieran sido malhechores blancos de la ciudad de Despatch.

– ¿Ah, no?

– No, no hablarías así. No quiero echarte la culpa de nada, no se trata de eso. Pero tú estás hablando de algo completamente nuevo. De la esclavitud. Ellos pretenden que tú seis su esclava.

– No, no es cuestión de esclavitud. Es cuestión de sumisión, de sometimiento, de estar sojuzgada. Él niega con la cabeza.

– Esto es demasiado, Lucy. Vende la propiedad. Véndele la granja a Petrus y márchate de aquí. -No.

Ahí termina la conversación. Sin embargo, el eco de las palabras de Lucy sigue retumbándole en la cabeza. Cubierto de sangre. ¿Qué querrá decir? A fin de cuentas, ¿acertó al soñar con un lecho de sangre, con un baño de sangre?

Antes que otra cosa, son violadores. Piensa en los tres visitantes cuando se largaron en el Toyota, tampoco tan antiguo, con el asiento de atrás repleto de electrodomésticos y sus penes, sus armas, envueltos y calentitos y satisfechos entre las piernas… ronroneando, esa es la palabra que se le ocurre en el momento. Razones tuvieron que sobrarles para estar contentos con el trabajito de aquella tarde; tuvieron que sentirse encantados de la vida con su vocación.

Recuerda que, de niño, tropezó con la palabra violación en algunos artículos de prensa, y que trató de conjeturar qué quería decir exactamente, extrañándose de que la letra I, habitualmente tan suave, figurase en medio de una palabra que contenía tal horror que nadie era capaz de pronunciarla en voz alta. En un libro de láminas de arte que había en la biblioteca municipal encontró un cuadro titulado La violación de las sabinas, ¿o era El rapto de las sabinas?: hombres a caballo, con las corazas de los romanos, y mujeres apenas cubiertas por velos de gasa, mujeres que alzaban los brazos al cielo como si gritasen a voz en cuello. ¿Qué tendrían que ver todas aquellas poses adoptadas con lo que él suponía que era la violación, el acto que realiza el hombre al tenderse encima de la mujer y entrar en ella a empellones?

Piensa en Byron. Entre las legiones de condesas y de sirvientas en las que entró Byron a empellones hubo sin duda algunas que llamaron violación a ese acto, aunque sin duda ninguna tuvo motivos para temer que la sesión terminase cuando el hombre le rebanara el pescuezo. Desde el lugar en que se encuentra, desde el lugar que ocupa Lucy, Byron parece desde luego muy anticuado.

Lucy estaba aterrada, tan aterrada que poco le faltó para morir de miedo. No le salía la voz, no podía respirar, se le paralizaron los miembros. Esto no puede estar ocurriendo, se dijo mientras los hombres la forzaban; no es más que un mal sueño, una pesadilla. Entretanto, los hombres bebían de su miedo, se refocilaban en su miedo, hacían todo lo posible por lastimarla, por amenazarla, por acrecentar su terror. ¡Llama a tus perros!, le gritaron a la cara. ¡Venga, vamos, llama a tus perros! ¿Ah, que no hay perros? ¡Pues vamos a enseñarte cómo son los perros!