El recinto está desierto. Da una vuelta por el interior hasta llegar a un cartel que dice OFICINAS. Allí dentro hay una secretaria de mediana edad, más bien regordeta, que se está pintando las uñas.
– Estoy buscando al señor Isaacs -dice.
– ¡Señor Isaacs! -llama ella-. ¡Tiene una visita! -Y se vuelve hacia él-. Puede pasar.
Isaacs, detrás de su mesa de despacho, a punto está de levantarse para recibirlo, pero se queda a medias y lo mira con evidente desconcierto.
– ¿Se acuerda de mí? Soy David Lurie, de Ciudad del Cabo.
– Ah -dice Isaacs, y se sienta. Lleva aquel mismo traje, el que le queda grande: el cuello se le difumina en la chaqueta, de la que asoma como un ave de pico afilado que hubiera sido atrapada en un saco. Las ventanas están cerradas; huele a tabaco rancio.
– Si no desea recibirme, me marcharé de inmediato -dice.
– No, no -dice Isaacs-. Siéntese. Estoy comprobando las faltas de asistencia. ¿Le importa que termine esto antes de…?
– Por favor.
Sobre la mesa hay una fotografía enmarcada. No puede verla desde donde está sentado, pero sabe qué será: Melanie y Desirée, las niñas de los ojos de su padre, junto a la madre que las trajo al mundo.
– Y bien -dice Isaacs cerrando el último registro-. ¿A qué debo el placer?
Había esperado estar tenso, pero lo cierto es que se encuentra muy calmado.
– Después de que Melanie diese curso formal a su denuncia -dice-, la universidad emprendió una investigación oficial. De resultas de ello tuve que renunciar a mi puesto y dimitir. Así fueron las cosas; seguramente estará usted al corriente.
Isaacs lo contempla perplejo, sin que nada lo traicione.
– Desde entonces no tengo nada que hacer. Iba de paso por George y pensé que podría hacer un alto para conversar con usted. Recuerdo que nuestro último encuentro fue… acalorado. Sin embargo, pensé que valía la pena hacerle una visita y decirle lo que siento de todo corazón.
Todo eso es cierto. Desea hablar de todo corazón. El asunto es… ¿qué guarda en su corazón?
Isaacs tiene un bolígrafo Bic de los baratos en la mano. Pasa los dedos por el tallo, lo invierte, pasa los dedos por el tallo, vuelve a invertirlo una y otra vez, con un movimiento que es más mecánico que impaciente.
– Usted conoce la versión de la historia según Melanie -prosigue-. Me gustaría que conociera la mía, si es que está dispuesto a oírla.
»Por mi parte, todo empezó sin premeditación. Comenzó como una simple aventura, una de esas aventurillas repentinas que tienen los hombres de cierta condición, o que al menos yo tenía antes, y que me servían cuando menos para sentirme vivo. Discúlpeme por hablar de este modo. Trato de ser sincero.
»En el caso de Melanie, sin embargo, sucedió algo inesperado. Pienso en una hoguera: ella prendió el fuego dentro de mí.
Hace una pausa. El bolígrafo prosigue su baile. Una aventurilla repentina. Hombres de cierta condición. ¿Tendrá también sus aventuras el hombre que lo mira desde el otro lado de la mesa? Cuanto más lo mira, más lo duda. No le extrañaría que Isaacs tuviera algún cargo en una iglesia, que fuese diácono o monaguillo, lo que sea.
– Una hoguera: ¿hay algo digno de mención en eso? Si una hoguera se apaga, uno enciende una cerilla y prende una nueva. Antes pensaba así. Sin embargo, en los viejos tiempos todo el mundo adoraba el fuego. Se lo pensaban dos veces antes de permitir que una llama se extinguiera, una llama que era la divinidad. Esa fue la clase de llama que prendió en mí su hija. Una llama que no fue suficiente para abrasarme, quemarme del todo, pero que era reaclass="underline" un fuego real.
Abrasado… Quemado… Requemado.
El bolígrafo ha dejado de moverse.
– Señor Lurie -dice el padre de la muchacha, y a su rostro asoma una sonrisa torcida, dolorida-, estoy preguntándome qué demonios es lo que pretende al venir a visitarme a mi colegio y contarme lo que está contándome…
– Lo lamento, créame; es ofensivo, lo sé. He terminado. Eso es todo lo que deseaba decirle en defensa propia. ¿Qué tal está Melanie?
– Ya que lo pregunta, le diré que Melanie está bien. Llama por teléfono todas las semanas. Ha reanudado sus estudios, le han otorgado una dispensa especial, estoy seguro de que lo entenderá usted habida cuenta de las circunstancias. Ha seguido adelante con su trabajo en el teatro aprovechando su tiempo libre, y le va muy bien. Así pues, Melanie está bien. ¿Y usted? ¿Qué planes tiene, ahora que ha dejado la profesión?
– Yo también tengo una hija, estoy seguro de que le interesará saberlo. Es propietaria de una hacienda; supongo que pasaré algún tiempo con ella, ayudándola en los asuntos de la granja. También tengo un libro por terminar, una especie de libro. De un modo u otro me quedan cosas por hacer.
Hace una pausa. Isaacs lo contempla con lo que a él se le antoja una atención tal que lo traspasa.
– Hay que ver -dice Isaacs suavemente, y las palabras salen de sus labios como si fueran un suspiro-, ¡hay que ver cómo caen los poderosos!
¿Caen? Sí, se ha producido una caída, de eso no cabe duda. Pero… ¿poderosos? ¿Lo describe adecuadamente a él la palabra poderoso? Se considera más bien una figura oscura que va oscureciéndose cada vez más. Una figura extraída de los márgenes de la historia.
– Tal vez nos haga mucho bien -dice- sufrir una caída de vez en cuando. Al menos mientras no nos hagamos pedazos.
– Bien. Bien. Bien -dice Isaacs, que sigue mirándolo fijamente, con toda intensidad.
Por vez primera detecta en él una huella de Melanie: la forma de la boca, el grosor de los labios. Impulsivamente extiende la mano sobre la mesa con la intención de estrechársela al otro, pero termina por acariciar el dorso. Tiene la piel fría, sin vello.
– Señor Lurie -dice Isaacs-, ¿hay algo más que desee contarme, aparte de la historia de lo que pasó entre Melanie y usted? Antes comentó que sentía algo de todo corazón.
– ¿De todo corazón? No. No, solamente he venido para interesarme por Melanie, para saber cómo se encontraba. -Se pone en pie-. Le agradezco que haya sido tan amable de recibirme. -Le tiende la mano, esta vez directamente-. Adiós.
– Adiós.
Se encuentra en la puerta (se encuentra en realidad en la antesala del despacho, que a esas horas está desierta) cuando Isaacs lo llama.
– ¡Señor Lurie! ¡Un minuto!
Vuelve sobre sus pasos.
– ¿Qué planes tiene para esta noche?
– ¿Para esta noche? He reservado una habitación en un hotel. No tengo plan ninguno.
– Venga a cenar con nosotros.
– No creo que a su esposa le parezca buena idea. -Puede que sí. Puede que no. De todos modos, venga.
Comparta el pan con nosotros. Cenamos a las siete. Permítame que le anote la dirección.
– No es necesario que se moleste. Ya he estado en su domicilio, he conocido a su hija. Fue ella la que me indicó cómo llegar aquí.
Isaacs no mueve un párpado.
– Bien -dice.
Le abre la puerta el propio Isaacs.
– Adelante, adelante. -Y le hace pasar a la sala de estar. De la esposa no hay ni rastro, y tampoco está presente la segunda hija.
– He traído esto -dice, al tiempo que le tiende una botella de vino.
Isaacs le da las gracias, pero parece no saber qué hacer con el vino.
– ¿Puedo ofrecerle una copa? Enseguida la abro. -Sale de la habitación; se oyen susurros en la cocina. Regresa-. Parece que hemos perdido el sacacorchos, pero Dezzy irá a pedir prestado el de los vecinos.
Está claro que son abstemios. Debería haberlo tenido en cuenta. Un hogar de lazos estrechos, pequeño burgués, frugal, prudente. El coche bien lavado, el césped bien cortado, los ahorros a buen recaudo en el banco. Todos los recursos concentrados en lanzar a las dos hijas, las dos joyas de la casa, hacia el mejor de los futuros: Melanie la lista, con sus ambiciones teatrales; Desirée, la belleza.