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Se acuerda de Melanie en aquella primera velada de su historia íntima; la recuerda sentada a su lado en el sofá, tomándose el café con un chorro de whisky que estaba destinado -la palabra acude a su memoria a regañadientes a lubricarla. Su cuerpecito esbelto, su ropa sexy, sus ojos relucientes de excitación. Adentrarse por el bosque donde ronda el lobo feroz.

Desirée, la belleza, entra con la botella y un sacacorchos. Al atravesar la sala hacia ellos vacila un instante, consciente de que es precisa una presentación.

– ¿Papá? -murmura con un deje de confusión, sosteniendo la botella.

Así pues: ha descubierto quién es él. Han hablado de él, tal vez incluso hayan tenido una riña a cuenta de él, del visitante indeseado, del hombre cuyo nombre son tinieblas.

Su padre ha atrapado con la suya la mano de la hija.

– Desirée -dice-, este es el señor Lurie. -Hola, Desirée.

El cabello que le tapaba la cara es apartado hacia atrás. Lo mira a los ojos todavía azorada, pero más fortalecida al verse bajo el ala de su padre.

– Hola -murmura. Él piensa: ¡Dios mío, Dios mío!

En cuanto a ella, no puede ocultarle a él lo que pasa por su cabeza: ¡Así que este es el hombre con el que mi hermana ha estado desnuda! ¡Este es el hombre con el que ella lo ha hecho! ¡Este vejestorio!

Hay un comedor separado de la sala de estar, con un ventanillo que lo comunica con la cocina. Hay cuatro servicios puestos, con la mejor cubertería de la casa; arden las velas sobre la mesa.

– ¡Siéntese, siéntese! -dice Isaacs. Sigue sin haber ni rastro de su esposa-. Discúlpeme un momento. -Isaacs desaparece en la cocina. Él se queda cara a cara con Desirée. Ella permanece cabizbaja, ya no tan valiente como antes.

Vuelven entonces el padre y la madre a la vez. Él se pone en pie.

– Le presento a mi esposa. Doreen, nuestro invitado: el señor Lurie.

– Gracias por recibirme en su casa, señora Isaacs.

La señora Isaacs es una mujer de corta estatura, entrada en carnes y de mediana edad, y con las piernas combadas, lo cual le da una manera de andar un tanto tambaleante. Sin embargo, está bien claro de dónde sacan las hermanas su presencia. En sus buenos tiempos tuvo que ser una auténtica belleza.

Tiene los rasgos faciales rígidos y evita mirarlo a los ojos, pero le dedica una seña de asentimiento casi imperceptible. Es obediente y abnegada, una buena esposa. Y seréis una sola carne. ¿Saldrán a ella las dos hijas?

– Desirée -ordena a su hija-, ven a ayudarme a servir la mesa.

Agradecida, la niña se levanta a trompicones.

– Señor Isaacs, estoy causándole un serio trastorno en su propio domicilio -dice-. Ha tenido una gran amabilidad al invitarme, y se lo agradezco, pero creo que mejor será que me vaya ahora mismo.

Isaacs le dedica una sonrisa en la que, para mayor asombro suyo, hay un asomo de alegría.

– ¡Siéntese, siéntese! Todo saldrá bien, no se preocupe. ¡Saldremos bien librados! -Se acerca más a él-. ¡Tiene usted que ser fuerte!

Vuelven Desirée y la madre con las fuentes: pollo en una salsa de tomate todavía burbujeante, de la que emanan aromas a jengibre y comino; además, arroz y un surtido de ensaladas y encurtidos. Exactamente el tipo de comida que más ha echado de menos viviendo con Lucy.

La botella. de vino es colocada ante él, junto con una solitaria copa de vino.

– ¿Soy el único que bebe? -dice.

– Por favor -dice Isaacs-, adelante.

No le agradan los vinos dulces; ha comprado una botella de cosecha tardía imaginando que sería del gusto de sus anfitriones. Bueno, pues tanto peor para él.

Todavía falta bendecir la mesa. Los Isaacs se dan la mano; no le queda más remedio que tender las manos, a la izquierda al padre de la chica, a la derecha a la madre.

– Te damos gracias, Señor, por los alimentos que vamos a tomar -dice Isaacs.

– Amén -responden la esposa y la hija; él, David Lurie, murmura también «Amén» y suelta las dos manos, la del padre fresca como la seda, la de la madre pequeña, carnosa, caliente todavía por su trajín en la cocina.

La señora Isaacs sirve la cena.

– Cuidado, está caliente -dice al pasarle el plato. Esas son las únicas palabras que le dice.

Durante la cena trata de portarse como un buen invitado, trata de dar conversación entretenida, trata de salvar los silencios. Habla sobre Lucy, sobre las perreras, sobre sus colmenas y sus proyectos de horticultura, sobre las ventas de los sábados por la mañana en el mercado. Hace una sucinta glosa sobre la agresión, y solo reseña que le fue robado el coche. Habla de la Liga por el Bienestar de los Animales, pero no de la incineradora que está en el recinto del hospital, ni tampoco de las tardes a hurtadillas con Bev Shaw.

Cosida de este modo, la historia se despliega sin que haya sombras en ella. La vida campesina en toda su sencillez idiotizada. ¡Cuánto desearía que fuese verdad! Está harto de las sombras, las complicaciones, la gente complicada. Ama a su hija, pero abundan los momentos en que desearía que fuese un ser más sencillo: más simple, más limpio. El hombre que la violó, el jefe de la banda, era precisamente así. Como una hoja de metal que corta el viento.

Tiene una visión: él mismo está tendido sobre la mesa de un quirófano. Centellea un escalpelo; alguien va a rajarlo desde el cuello hasta la entrepierna; lo ve todo con toda claridad, pero no siente ningún dolor. Un cirujano barbudo se inclina sobre él. Frunce el ceño. Pero ¿qué es todo esto?, farfulla el cirujano. Mete el instrumento en la vejiga. ¿Qué es esto? La arranca, la arroja a un lado. Mete el instrumento en el corazón. ¿Qué es esto?

– Y su hija… ¿lleva la granja ella sola? -pregunta Isaacs.

– Tiene a un hombre que la ayuda de vez en cuando. Petrus. Es africano. -Y habla sobre Petrus, sobre el recio y muy fiable Petrus, con sus dos mujeres y sus modestas ambiciones.

Tiene menos hambre de lo que pensaba. La conversación languidece, pero de algún modo logran terminar la cena. Desirée pide que la disculpen, tiene que hacer los deberes. La señora Isaacs recoge la mesa.

– Debo irme -dice-. Mañana l, he de emprender viaje muy temprano.

– Espere, quédese un momento -dice Isaacs. Están a solas. Ya no puede andarse con rodeos. -A propósito de Melanie -dice.

– ¿Sí?

– Una cosa más y habré terminado. Podría haber sido muy diferente, creo yo, la historia que hubo entre nosotros dos a pesar de nuestra diferencia de edad. Pero hubo algo que yo no supe o no pude aportar, algo… -titubea en busca de la palabra- lírico. Yo carezco de lirismo. Manejo el amor demasiado bien. Ni siquiera cuando ardo consigo cantar, no sé si me entiende. Y eso es algo que lamento profundamente. Lamento lo que le hice pasar a su hija. Tiene usted una familia extraordinaria. Le pido disculpas por la pena que le he causado a usted y a la señora Isaacs. Y le pido perdón.

Extraordinaria no es la palabra correcta. Mejor sería decir ejemplar.

– Así pues -dice Isaacs-, por fin ha pedido disculpas. Me estaba preguntando cuándo iba a llegar. -Se para a meditar. No ha ocupado su asiento; ahora se pone a caminar de un lado a otro-. Dice usted que lo lamenta. Dice que carece de lirismo. Si dispusiera usted de lirismo, hoy no estaríamos donde estamos. Pero yo suelo decirme que todos lo lamentamos cuando se nos descubre. Lo lamentamos muchísimo. El asunto no es si lo lamentamos o no. El asunto es más bien qué lección hemos sacado en claro. El asunto es averiguar qué vamos a hacer una vez que lo lamentamos tanto.