Así es como él la había concebido: una pieza de cámara en torno al amor y la muerte, con una joven apasionada y un hombre de edad ya madura que tuvo gran renombre por su pasión, aunque esta solo sea un recuerdo; una trama en torno a una musicación compleja, intranquila, relatada en un inglés que de continuo tiende hacia un italiano imaginario.
En términos formales, no es una mala concepción. Los personajes se complementan bien: la pareja atrapada, la otra amante despechada que aporrea las ventanas de la villa, el marido celoso. La propia villa, con los monos domesticados de Byron colgados de las lámparas de araña en toda su languidez, con los pavorreales que van y vienen y se azacanean entre el recargado mobiliario napolitano, contiene una acertada mezcla de intemporalidad y decadencia.
Sin embargo, primero en la granja de Lucy y ahora aquí de nuevo, el proyecto no ha conseguido interesarle en la medida necesaria para meterse a fondo en él. Hay un error de concepción, hay algo que no surge directamente del corazón. Una mujer que se queja, y pone a. las estrellas por testigo, de que las intromisiones de los criados los obligan a ella y a su amante a encontrar alivio a su deseo en un pequeño armario: eso, ¿a quién le importa? Encuentra las palabras de Byron, pero la Teresa que la historia le ha legado -joven, codiciosa, caprichosa, petulante- no está a la altura de la música con la que ha soñado, una música cuyas armonías, de una lozanía otoñal y teñidas en cambio por la ironía, oye ensombrecidas con el oído del espíritu.
Trata de hallar otra manera de abordar el proyecto. Tras renunciar a las páginas repletas de notas que lleva escritas, tras abandonar a la coqueta y precoz recién casada con su cautivo milord, trata de centrarse en una Teresa entrada ya en la madurez. La nueva Teresa es una viudita regordeta, instalada en la Villa Gamba con su anciano padre, que lleva la casa y que sujeta con firmeza los cierres del monedero, ojo avizor de que los criados no le escamoteen el azúcar. En la nueva versión Byron ha muerto hace tiempo; la única vía de acceso a la inmortalidad que tiene Teresa, el solaz de sus noches a solas, es la arqueta rebosante de cartas y recuerdos que guarda bajo la cama, todo lo que ella considera sus reliquie, papeles que sus sobrinas nietas habrán de abrir después de su muerte para repasarlas con gran sobrecogimiento.
¿Es esa la heroína que tanto tiempo llevaba buscando?
¿Conseguirá esa Teresa envejecida atrapar su corazón, tal como está su corazón ahora?
El paso del tiempo no ha sido amable con Teresa. Con la pesadez de su busto, con su tronco fornido y sus piernas abreviadas, tiene un aire más de campesina, de contadina, que de aristócrata. La tez que Byron tanto admiró en su día se le ha vuelto febril; en verano se ve postrada a menudo por unos ataques de asma que la dejan sin aliento.
En las cartas que le escribió, Byron la llama Mi amiga; luego, Mi amor; a la postre, Mi amor eterno. Pero existen cartas rivales, cartas que no están a su alcance, cartas a las que no puede prender fuego. En esas otras cartas, dirigidas a sus amigos ingleses, Byron la cataloga con displicencia entre sus demás conquistas italianas, hace chistes sobre su marido, alude a las mujeres de su propio círculo con las que también se ha acostado. En los años transcurridos desde la muerte de Byron, sus amigos han pergeñado un relato, una memoria tras otra, inspirándose en sus cartas. Tras conquistar a la joven Teresa y arrebatársela a su marido, según la historia que han contado, Byron se aburrió pronto de ella; le parecía una cabeza hueca; si permaneció a su lado fue solo por su sentido del deber; para escapar de ella emprendió viaje a Grecia, hacia su muerte.
Todos esos libelos a ella le duelen tanto que la dejan en carne viva. Los años pasados con Byron son la cúspide de su vida. El amor de Byron es lo que la distingue del resto. Sin él, ella no es nada: una mujer que dejó de estar en la flor de la edad, una mujer sin expectativas, que agota sus días en una tediosa ciudad de provincias, que intercambia visitas con sus amigas, que da masajes a su padre en las piernas cada vez que las tiene doloridas, y que duerme sola.
¿Hallará en su corazón el ánimo suficiente para amar a esa mujer sencilla, normal y corriente? ¿La amará lo suficiente para escribir música para ella? Si no pudiera, ¿qué le quedaría?
Vuelve a lo que ahora ha de ser la escena inicial. El final de otro día sofocante. Teresa se encuentra en una ventana de la segunda planta, en la casa de su padre, contemplando los marjales y las pinedas de la Romagna de cara al sol que se pone y destella sobre el Adriático. El final del preludio; un silencio; ella respira hondo. Mib Byron, canta, y en su voz palpita la tristeza. Le responde un clarinete solitario, en diminuendo hasta quedar callado. Mio Byron, lo llama de nuevo con mayor vehemencia.
¿Dónde estará, dónde está su Byron? Byron se ha perdido, he ahí la respuesta. Byron vaga entre las sombras. Y ella también está perdida, la Teresa que él amó, la muchacha de diecinueve años y rubios tirabuzones que se entregó tan alborozada al inglés imperioso, y que después le acarició la frente mientras él yacía sobre sus pechos desnudos, respirando hondo, adormecido tras su gran pasión.
Mio Byron, canta por tercera vez, y desde alguna parte, desde las cavernas del Averno, le responde una voz que aletea descarnada, la voz de un espectro, la voz de Byron. ¿Dónde estás?, canta, y le llega entonces una palabra que no desea oír: secca, reseca. Se ha desecado la fuente de todo.
Tan tenue, tan vacilante es la voz de Byron que Teresa ha de entonar sus propias palabras y devolvérselas, ayudarle a respirar una y otra vez, recobrarlo para la vida: su niño, su muchacho. Estoy aquí, canta para darle respaldo, para impedir que él se hunda. Yo soy tu fuente. ¿Recuerdas cuando juntos visitamos el manantial de Arqua? Juntos los dos. Yo era tu Laura, ¿no lo recuerdas?
Así es como ha de ser en lo sucesivo: Teresa presta voz a su amante, y él, el hombre que habita en la casa desvalijada, ha de dar voz a Teresa. A falta de algo mejor, que los cojos guíen a los tullidos.
Trabajando con toda la agilidad que consigue, sin perder de vista a Teresa, trata de esbozar las páginas iniciales de un libreto. Limítate a poner las palabras sobre el papel, se dice. Cuando lo hayas hecho, lo demás vendrá por añadidura. Ya habrá tiempo de buscar luego en los maestros -en Gluck, por ejemplo- las melodías que enaltezcan tal vez y, ¿quién sabe?, también las ideas que enaltezcan las palabras.
Pero paso a paso, a medida que comienza a vivir sus días más plenamente con Teresa y con el difunto Byron, va viendo con claridad que las canciones robadas no serán suficientes, que los dos le exigirán una música propia. Y es asombroso, porque a retazos sueltos esa música se va plasmando. A veces se le ocurre el contorno de una frase antes de atisbar siquiera cuáles serán las palabras que contenga; otras veces son las palabras las que invocan una cadencia; otras, la sombra de una melodía que ha rondado desde hace días por los márgenes de su oído se despliega y, como una bendición, se revela en su integridad. Por si fuera poco, a medida que se devana la acción, la propia trama invoca de por sí modulaciones y transiciones que siente incluso en las venas, aun cuando carece de los recursos musicales necesarios para llevarlas a la práctica.
Ante el piano se pone a trabajar ensamblando y anotando el arranque de una posible partitura. Hay algo en el sonido mismo del piano que le estorba: es demasiado redondo, demasiado físico, demasiado rico. En el desván, en una caja repleta de viejos libros y juguetes de Lucy, recupera el pequeño banjo de siete cuerdas que le compró en las calles de KwaMashu cuando Lucy era niña. Con ayuda del banjo comienza a anotar la música que Teresa, ora dolida y ora colérica, cantará a su amante muerto, y que ese Byron de pálida voz le cantará a ella desde la tierra de las sombras.