Aunque sean sus compatriotas, difícilmente podría sentirse más forastero entre ellos, más impostor. Y cuando ríen con las intervenciones de Melanie, en cambio, no puede reprimir un arrebol de orgullo. ¡Mía!, le gustaría decir volviéndose a los de alrededor, como si fuera su hija.
Sin aviso previo, algo le devuelve un recuerdo de hace muchos años: una persona a la que recogió en la N1 a las afueras de Trompsburg, una mujer de veintitantos años que viajaba sola y que él llevó a la ciudad, una turista alemana, quemada por el sol y rebozada de polvo. Llegaron hasta River Touws, tomaron una habitación en un hotel; él le dio de comer y se acostó con ella. Recuerda sus piernas largas y nervudas, la suavidad de su cabello, aquella ligereza de plumas entre sus dedos.
En una súbita erupción sin ruido alguno, como si hubiera entrado en un trance en el que caminase dormido, ve caer un torrente de imágenes, mujeres a las que ha conocido en dos continentes, algunas tan lejos en el tiempo que a duras penas las reconoce. Como las hojas que lleva el viento, revueltas, van pasando ante él. Un ancho campo repleto de gente: cientos de vidas que están enredadas con la suya. Contiene la respiración, desea que la visión no desaparezca.
¿Qué habrá sido de todas ellas, de todas esas mujeres, de
Enriquecido: esa es la palabra que los periódicos eligieron para hacerle motivo de burla. Es una palabra estúpida que escapó de sus labios, estúpida habida cuenta de las circunstancias, aunque ahora mismo la respaldaría de nuevo. Por Melanie, por la chica de River Touws, por Rosalind, Bev Shaw, Soraya, por todas y cada una de ellas, incluidas las más despreciables, incluidos los desastres, se ha visto enriquecido. Como una flor que reventase en su pecho, su corazón desborda gratitud.
¿De dónde proceden instantes como éstos? Son hipnagógicos, no cabe duda, pero… ¿qué explica eso? Si él va dejándose llevar, ¿qué dios es el que lo lleva?
La obra sigue su curso. Han llegado al momento en que a Melanie se le engancha la escoba en el cable. Un destello, una explosión de magnesio, y la súbita precipitación del escenario en la negrura. «¡Por Dios bendito, si será patosa la chiquilla!», exclama el peluquero.
Hay una veintena de filas entre Melanie y él, pero él espera que en ese instante, salvando la distancia, ella pueda olfatearlo, oler sus pensamientos.
Algo le da un leve golpe en la cabeza y lo devuelve a este mundo. Instantes más tarde otro objeto pasa de largo y golpea el respaldo del asiento que tiene delante: una bola de papel amasada con saliva, del tamaño de una canica. La tercera lo alcanza en el cuello. Él es la diana, de eso no cabe duda.
Supuestamente, ha de darse' la vuelta y fulminar a alguien con la mirada. ¿Quién ha sido?, es lo que supuestamente ha de ladrar. De lo contrario, ha de mirar rígidamente al frente, hacer como que no se ha dado cuenta.
El cuarto proyectil lo alcanza en el hombro y sale rebotado por el aire. El hombre de al lado lo mira de reojo, desconcertado.
En el escenario, la acción sigue su curso. Sidney, el peluquero, está a punto de abrir el sobre fatal y leer en voz alta el ultimátum del dueño del local. Tendrán hasta fin de mes para pagar el alquiler atrasado; de lo contrario, el Salón del Globo tendrá que cerrar sus puertas. «¿Qué vamos a hacer?», se lamenta Miriam, la encargada de lavar el pelo a las clientas.
– Psst. -Oye que alguien chista por detrás, tan bajo que no llegará a oírse en las filas de delante-. Psst.
Se vuelve, y una bola de papel ensalivado le da de lleno en la mejilla. De pie, apoyado de espaldas contra la pared del fondo, está Ryan, el novio del pendiente y la perilla. Cruzan una mirada.
– ¡Profesor Lurie! -susurra Ryan con aspereza. Por indignante que sea su conducta, parece sentirse a sus anchas. Tiene incluso una sonrisilla en la boca.
La obra sigue su curso, pero a su alrededor empieza a notar una innegable oleada de inquietud.
– Psst -chista de nuevo Ryan.
– Cállese -exclama una mujer sentada dos asientos más allá. Se dirige a él, y eso que él no ha dicho ni palabra.
Son cinco los pares de rodillas que tendrá que salvar («Disculpe… Disculpe…»), y otras tantas miradas de enojo, murmullos contrariados, antes de llegar al pasillo, hallar la salida, verse en la noche que barre el viento, una noche sin luna.
Oye un ruido a sus espaldas. Se vuelve. La candela de un cigarrillo resplandece: Ryan lo ha seguido hasta el aparcamiento.
– ¿Acaso no piensas dar explicaciones? -le espeta-. ¿O vas a explicarme esta chiquillada?
Ryan da una calada a su cigarrillo.
– Solo he querido hacerle un favor, profesor. ¿No aprendió bien su lección?
– ¿Mi lección? ¿Qué lección?
– Que se mezcle con los de su estilo.
Los de su estilo: ¿quién se pensará que es el muchacho, para decirle a él quiénes son de su estilo y quiénes no? ¿Qué sabrá él de la fuerza que impulsa a dos seres desconocidos a abrazarse, esa fuerza que los empareja y los une por parentesco, por estilo, por encima de toda prudencia elemental? Omnis gens quaecumque se in se perfcere vult. La simiente de la generación, llevada a perfeccionarse, alojada en lo más profundo del cuerpo de la mujer, introduciéndose para dar origen al futuro. Introducida, introduciéndose.
Ryan sigue hablando.
– ¡Déjela en paz, crápula! Melanie le escupiría en los ojos si lo viera. -Tira el cigarrillo a un lado y da un paso al frente. Están cara a cara bajo estrellas tan brillantes que cualquiera diría que arden en llamaradas-. Búsquese otra vida, profesor. Se lo digo muy en serio.
Vuelve despacio por Main Road, a la altura de Green Point. Le escupiría en los ojos: eso no se lo esperaba. Le tiembla la mano con que sujeta el volante. Los sobresaltos de la existencia: ha de aprender a tomárselos más a la ligera.
Las prostitutas callejeras han salido en tropel; en un semáforo en rojo una de ellas le llama la atención, una chica alta que lleva una diminuta falda de cuero negro. ¿Por qué no, piensa, en esta noche de revelaciones?
Aparca al final de un sendero, donde arranca la ladera de Signal Hill. La chica va borracha o tal vez drogada: no consigue hacerle decir nada coherente. Sin embargo, cumple su trabajo todo lo bien que él podía esperar. Después se queda tendida con la cara sobre su regazo, descansando. Es más joven de lo que parecía la luz de las farolas, más joven aún que Melanie. El apoya una mano sobre su cabeza. Ha cesado el temblor. Se siente amodorrado, satisfecho; también se siente extrañamente protector.
¡Así que esto es todo lo que hace falta!, piensa. ¿Cómo pudo habérseme olvidado?
No será un mal hombre, pero tampoco es un hombre bueno. No es frío ni caliente, ni siquiera en sus momentos más acalorados. No lo es en la medida de Teresa; ni siquiera en la de Byron. Le falta ese fuego interior. ¿Será ese el veredicto que le extienda el universo y su ojo que todo lo ve?
La chica se despereza, se incorpora.
– ¿Adónde me llevas? -murmura.
– Te llevaré de vuelta a la esquina donde te encontré.