»Las nubes se han disipado, dice Wordsworth; la cumbre está visible en su integridad, sin estorbos, y sin embargo se apena al verla. Parece una extraña reacción, teniendo en cuenta que se trata de un viajero que ha ido a conocer los Alpes. ¿Por qué esa pena? Tal como dice, porque una imagen sin alma, una mera impresión en la retina, se ha adueñado de aquello que hasta entonces era un pensamiento viviente, y lo ha desahuciado. ¿Cuál era ese pensamiento viviente?
De nuevo, silencio. El aire mismo que lo rodea mientras habla pende inerte, como una sábana. Un hombre que contempla una montaña: ¿por qué tiene que ser tan complicado?, parecen deseosos de quejarse los alumnos. ¿Qué respuesta podrá darles? ¿Qué le dijo a Melanie durante aquella primera velada? Que sin un destello de revelación no hay nada. En el aula, ¿dónde está ese destello de revelación?
Le lanza una rápida mirada. Tiene la cabeza inclinada; está absorta en el texto, o parece estarlo.
– Esa misma idea, la usurpación, aparece con ese mismo vocablo unos cuantos versos más adelante. La desposesión es uno de los temas de mayor hondura en toda la secuencia referida a los Alpes. Los grandes arquetipos mentales, las ideas puras, son arrebatadas, desahuciadas por meras imágenes sensoriales.
»Ahora bien, nadie puede llevar una vida cotidiana en el reino de las ideas puras, protegido de toda experiencia sensorial. La cuestión, así pues, no estriba en cómo podríamos mantener la pureza de la imaginación, cómo protegerla de las agresiones de la realidad. No, la cuestión ha de ser esta: ¿podemos hallar una forma de que ambas coexistan?
»Fijaos en el verso quinientos noventa y nueve. Wordsworth escribe acerca de los límites de la percepción sensorial. Es un tema que ya hemos tratado con anterioridad. A medida que los órganos sensoriales llegan al límite de su poder perceptivo, sus luces van apagándose. No obstante, en el momento en que expira, esa luz vuelve a aumentar una vez más, como aumenta la llama de una vela, y así nos permite atisbar lo invisible. Este es un pasaje bastante difícil; tal vez incluso esté en contradicción con el instante del Mont Blanc. Sin embargo, Wordsworth parece avanzar a tientas hacia una suerte de equilibrio: ya no se trata de la idea pura, envuelta por las nubes, ni de la imagen visual que arde cuando queda impresa en la retina, que nos abruma y nos decepciona con una claridad incontestable, sino de la imagen sensorial, tan fugaz como sea posible, como instrumento susceptible de agitar o activar la idea que yace enterrada, en un sustrato inferior, en el terreno de la memoria.
Hace una pausa. Incomprensión total. Ha ido demasiado lejos y demasiado deprisa. ¿Cómo podría acercarlos a su pensamiento? ¿Cómo podría acercarla a ella?
– Es como estar enamorado -dice-. Para empezar, si fuerais ciegos no os habríais enamorado nunca. Sin embargo, ¿de veras tenéis el deseo de ver a la amada a la fría claridad del aparato visual? Tal vez fuera preferible tender un velo sobre la mirada, de modo que la amada siguiera viviendo en su forma arquetípica, como una diosa.
Esa idea no existe en Wordsworth, pero al menos sirve para que despierten. ¿Arquetipos?, parecen decirse. ¿Diosas?
¿De qué está hablando este? ¿Qué sabrá este vejestorio del amor?
Un recuerdo lo invade: el momento en que, en el suelo, le subió a la fuerza el jersey y desnudó sus pechos pequeños, nítidos, perfectos. Por vez primera ella levanta la vista; su mirada se encuentra con la de él y en un destello lo ve todo. Confusa, baja de nuevo la mirada.
– Wordsworth escribe acerca de los Alpes -dice-. En este país no tenemos nada que se parezca a los Alpes, pero tenemos la cordillera de Drakensberg o, a una escala más reducida, Mountain Tablé, cumbres a las que ascendemos tras la estela de los poetas, con la esperanza de gozar de uno de esos momentos de revelación, tan wordsworthianos, de los que todos hemos oído hablar alguna vez. -Ahora habla por no callar, por disimular-. No obstante, esa clase de momentos no nos llegarán nunca, a no ser que el ojo esté medio enfocado en los grandes arquetipos de la imaginación que todos llevamos dentro.
¡Basta! Le asquea el timbre de su propia voz, y además siente lástima por ella, por obligarla a escuchar esas intimidades encubiertas. Da por terminada la clase y se queda en el aula, con la esperanza de cruzar con ella dos palabras. Ella, sin embargo, se marcha con los demás.
Una semana antes no era más que otra cara bonita en medio de la clase. Ahora es una presencia en su vida, una presencia que respira.
El auditorio del sindicato de estudiantes está a oscuras. Sin que nadie se fije en él, toma asiento en la última fila. Con la excepción de un hombre casi calvo, que lleva uniforme de bedel y que está unas cuantas filas más adelante, es el único espectador.
La obra que ensayan se titula Crepúsculo en el Salón del Globo: una comedia sobre la nueva Sudáfrica, ambientada en un salón de peluquería de Hillbrow, Johannesburgo. En el escenario, un peluquero exuberantemente gay atiende a dos clientas, una negra y una blanca. Los tres están de cháchara: hacen chistes, se insultan. El principio rector de la escena parece ser la catarsis: todos los desabridos, viejos prejuicios salen a la luz del día y son lavados en torrentes de risas.
Aparece en escena una cuarta figura, una muchacha con zapatos de plataforma y el cabello peinado en una catarata de bucles.
– Siéntate, cariño, que te atiendo en un momentito -dice el peluquero.
– Vengo por lo del trabajo -responde ella-, por el anuncio que ha puesto.
Tiene un acento marcadamente Kaaps, de la región de El Cabo: es Melanie.
– Ag, pues coge una escoba y haz algo útil -dice el peluquero.
Coge la escoba y recorre todo el escenario haciendo como que barre. La escoba se enreda con un cable. Supuestamente ha de haber un chispazo, seguido por un chillido y una desbandada, pero algo falla en la sincronización del efecto especial. La directora de la obra se planta en el escenario en dos zancadas; tras ella aparece un joven vestido de cuero negro que comienza a comprobar el enchufe.
– Tiene que ser más vivaz -dice la directora-. Hay que darle un aire como de los hermanos Marx. -Se vuelve hacia Melanie-. ¿Entendido? -Melanie asiente.
El bedel que tiene delante se levanta y, tras un hondo suspiro, se marcha del auditorio. Él también debería largarse. Es un asunto escabroso estar así a oscuras, espiando a una muchacha (sin querer, la palabra rijoso le pasa por la cabeza). Sin embargo, los viejos a cuya compañía parece a punto de sumarse, los mendigos y los vagabundos de gabardinas raídas y manchadas, de dientes postizos y orejas peludas… todos ellos también fueron en su día hijos de Dios, seres de extremidades rectas y mirada limpia. ¿Se les puede echar la culpa por aferrarse con uñas y dientes al sitio que todavía ocupan en el dulce banquete de los sentidos?
En el escenario se reanuda la acción. Melanie mueve la escoba con gestos bruscos. Un bang, un chispazo, gritos de alarma.
– No ha sido culpa mía -se queja Melanie-. Mygats! ¡Dios mío! ¿Por qué ha de ser todo culpa mía, y siempre igual?
Sin hacer ruido, se levanta y sigue los pasos del bedel hacia la oscuridad que reina en el exterior.
Al día siguiente, a las cuatro en punto de la tarde, se presenta en su piso. Ella le abre la puerta; viste una camiseta arrugada, culottes de ciclista y unas zapatillas con forma de ardillas de dibujos animados que a él le resultan ridículas, carentes del elemental buen gusto.