Así que Melanie-Meláni, con sus baratijas compradas en Oriental Plaza y su incapacidad para sintonizar con Wordsworth, se toma las cosas muy en serio. Él nunca lo hubiera dicho, pero ¿qué otras cosas jamás hubiera dicho de ella?
– Me pregunto, señor Isaacs, si soy yo la persona más indicada para hablar con Melanie.
– ¡Desde luego que lo es, profesor! ¡Ya lo creo! Tal como le digo, Melanie le tiene muchísimo respeto.
¿Respeto? Está usted desfasado, señor Isaacs. Su hija perdió todo el respeto que pudiera tener por mí hace ya unas semanas, y lo perdió por espléndidas razones. Eso es justamente lo que debería decir.
– Veré qué puedo hacer -dice en cambio.
No te saldrás con la tuya, se dice después. Y el padre Isaacs, en la lejana ciudad de George, tampoco olvidará esta conversación plagada de mentiras y evasivas. Veré qué puedo hacer. ¿Por qué no ha sido más honesto? Yo soy el gusano que ha podrido la manzana, debería haberle dicho. ¿Cómo voy a ayudarle yo, si soy precisamente la fuente de su congoja?
Llama por teléfono a Melanie y se pone Pauline. Melanie no está disponible, le informa Pauline con voz gélida.
– ¿Que no está disponible? ¿Qué quiere usted decir?
– Quiero decir que ella no desea hablar con usted.
– Dígale que se trata de su decisión de abandonar los estudios. Dígale que es una decisión muy precipitada.
La clase del miércoles le sale fatal. La del viernes aún peor. La asistencia es escasísima; los únicos alumnos que acuden a clase son los domesticados, los pasivos, los dóciles. Solo cabe una explicación: ha debido de correrse la voz.
Se encuentra en la oficina del departamento cuando oye una voz a sus espaldas.
– ¿Dónde puedo encontrar al profesor Lurie?
– Aquí me tiene -dice sin pensar.
El hombre que pregunta por él es bajito, delgado, encorvado. Lleva un traje azul que le queda demasiado grande, y huele a tabaco.
– ¿Profesor Lurie? Hemos hablado por teléfono. Soy Isaacs.
– Sí, encantado de conocerle. ¿Quiere que pasemos a mi despacho?
– No, no será necesario. -El hombre calla un instante, hace acopio de valor, respira hondo-. Profesor -empieza a decir cargando las tintas tanto como puede en su título académico-, será usted una persona sumamente educada y muy culta y todo lo demás, pero lo que ha hecho usted no está bien. -Hace una pausa, menea la cabeza-. No, no está nada bien.
Las dos secretarias no pretenden disimular su curiosidad. Además, en la oficina del departamento hay algunos alumnos; a medida que el desconocido comienza a hablar en voz bien alta, todos callan.
– Ponemos a nuestros hijos e hijas en manos de ustedes, pues pensamos que son ustedes de toda confianza. Si ya no podemos confiar siquiera en la universidad, ¿en quién vamos a hacerlo? Jamás pudimos creer que íbamos a enviar a nuestra hija a un nido de víboras. No, profesor Lurie: podrá ser usted todo lo encumbrado y poderoso que quiera, podrá tener toda clase de títulos, pero si yo estuviera en su lugar me sentiría sumamente avergonzado de mí mismo, y que Dios me ayude. Si resulta que he enfocado todo este asunto de un modo indebido, ahora tiene usted ocasión de decírmelo a las claras, pero mucho me temo que no me equivoco, se le nota a usted en la cara.
Esa es su ocasión, desde luego: que hable quien tenga que hablar. Sin embargo, permanece como- si la lengua se le hubiera pegado al paladar, y la sangre le zumba en los oídos. Una víbora: ¿cómo va a desmentirlo?
– Discúlpeme -musita-, pero tengo otros asuntos de los que debo ocuparme.
Como si fuese un objeto de madera, se gira y se va.
Isaacs lo sigue por el pasillo, a esas horas repleto de gente.
– ¡Profesor! ¡Profesor Lurie! -lo llama-. ¡No puede irse así, como si tal cosa! ¡No huya! ¡Le aseguro que todavía no ha terminado de oírme!
Así es como empieza. A la mañana siguiente, con sorprendente celeridad, llega un comunicado interno de la oficina del Vicerrectorado (Asuntos del Alumnado) en el que se le notifica que se ha interpuesto una queja contra él acogida al artículo 3.1 del Código ético de la universidad. Se le solicita que contacte con la oficina del Vicerrectorado en cuanto le sea posible.
La notificación -que le llega en un sobre donde figura estampado el sello «Confidencial»- viene acompañada por una copia del código. El artículo 3 trata de la victimización o acoso de las personas sobre la base de su adscripción racial, pertenencia a un grupo étnico, confesión religiosa, género, preferencias sexuales o discapacidades físicas. El apartado 3.1 especifica lo tocante a la victimización o acoso de los alumnos por parte de los profesores.
Otro documento adjunto es el que describe la constitución y las competencias del comité de investigación. Lo lee con la desagradable sensación de que el corazón le bate en el pecho. A mitad de lectura pierde la concentración. Se levanta, cierra con llave la puerta de su despacho y vuelve a sentarse con el papel en la mano, procurando imaginar qué es lo que ha ocurrido.
Melanie jamás hubiera dado un paso semejante por su propia iniciativa, de eso está plenamente convencido. Es demasiado inocente, demasiado ignorante de su poder. Él, ese hombrecillo del traje demasiado holgado, debe de estar detrás de todo esto: él y la prima Pauline, la sencilla, la dueña. Ellos dos han debido de convencerla, vencer su resistencia y, al final, escoltarla a las oficinas de administración.
«Deseamos interponer una queja», han debido de decir.
«¿Interponer una queja? ¿Qué clase de queja?»
«Se trata de un asunto privado.»
«Una queja por acoso -habría mediado la prima Pauline mientras Melanie permanecía avergonzada ante el mostrador-. Contra un profesor.»
«Vayan a la sala número tal.»
En la sala número tal, él, Isaacs, se habría sentido más osado.
«Deseamos interponer una queja contra uno de los profesores.»
¿Lo han pensado a fondo? ¿De veras que es eso lo que desean hacer?», habrá respondido el administrativo de turno, de acuerdo con el procedimiento habitual en casos como este.
«Sí, sabemos perfectamente qué es lo que deseamos hacer», habrá dicho él mirando a su hija, retándola a que pusiera la menor objeción.
Hay que rellenar un formulario. El papel se materializa delante de ellos junto a un bolígrafo. Una de las manos empuña el bolígrafo, una mano que él ha besado, una mano que él conoce íntimamente. Primero, el nombre de la demandante: MELANIE ISAACS, en esmeradas letras de molde. Por la columna de apartados varios, titubea la mano en busca del que debe señalar. Ese, apunta el dedo manchado de nicotina del padre. La mano se detiene, se apoya en el formulario, traza la equis en la casilla correspondiente, la cruz de la rectitud misma: J'accuse. Luego hay un espacio para el nombre del acusado. DAVID LURIE, escribe esa mano. PROFESOR. Por último, a pie de página, la fecha y la firma: el arabesco de la M, la I con una ampulosa lazada superior y el trazo recto, de arriba abajo, en el caso de la I; para terminar, un último adorno en el rabo de la s.