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– El curso casi ha terminado. Solo quedan otras dos semanas de clase.

– ¿Tiene algo que ver con los problemas que te han surgido? Tengo entendido que tienes problemas.

– ¿Dónde lo has oído?

– Todo el mundo lo comenta, David. Todo el mundo está al corriente de tu última aventura, incluidos los detalles más sabrosos. A nadie le interesa que esto quede en secreto, a nadie salvo a ti. ¿Me permites que te diga lo ridículo que me parece todo esto?

– No, no te lo permito.

– Pues tendrás que dejar que me explaye. Me parece ridículo y me parece escabroso. No sé qué es lo que haces pon tus asuntos sexuales y tampoco tengo ganas de saberlo, pero te aseguro que esta no es la mejor manera de ir por la vida. ¿Cuántos años tienes? ¿Cincuenta y dos? ¿A ti te parece que a una chica joven le resulta placentero acostarse con un hombre de tu edad? ¿Tú crees que le gusta verte en medio de tus…? ¿Lo has pensado alguna vez?

Él permanece en silencio.

– No cuentes con mi simpatía, David. No cuentes con la simpatía de nadie. Ahora no hay simpatía, no hay compasión para nadie en estos tiempos que corren. Todos se van a poner contra ti, y, si lo piensas bien, ¿por qué no? De veras que no lo entiendo. ¿Cómo has podido?

Ha vuelto ese viejo tono, el tono que prevaleció durante los últimos años de su vida en común: el tono de la recriminación apasionada. Hasta la propia Rosalind debe de darse cuenta. Sin embargo, tal vez no le falte razón. Tal vez los jóvenes tengan todo el derecho del mundo a vivir protegidos del espectáculo que dan sus mayores cuando están inmersos en los espasmos de la pasión. A fin de cuentas, para eso están las putas: para hacer de tripas corazón y aguantar los momentos de éxtasis de los que ya no tienen derecho al amor.

– Bueno -sigue diciendo Rosalind-, me decías que vas a ver pronto a Lucy.

– Sí,- he pensado que cuando termine la investigación interna cogeré el coche para irme a pasar unos días con ella.

– ¿La investigación interna?

– Hay una reunión del comité la semana que viene.

– Caramba, qué rápido va todo. Y después de visitar a Lucy, ¿qué harás?

– Pues no lo sé. No estoy seguro de que se me permita volver a la universidad. Creo que no las tengo todas conmigo, pero es que tampoco estoy seguro de que me apetezca volver a dar clase.

Rosalind menea la cabeza.

– Qué final tan infame para tu carrera académica, ¿no crees? No te voy a preguntar si ha valido la pena por lo que le hayas sacado a esa chica, pero me parece un precio bastante elevado. ¿Qué harás después con todo tu tiempo? ¿Qué va a ser de tu pensión?

– Llegaré a algún acuerdo con ellos. Es imposible que me dejen sin blanca.

– ¿Imposible? Yo en tu lugar no estaría tan tranquilo. ¿Cuántos años tiene… tu enamorada?

– Veinte. Es mayor de edad. Tiene edad suficiente para saber a qué juega.

– Lo que se cuenta por ahí es que se tomó somníferos. ¿Es cierto?

– No sé nada al respecto. A mí eso me suena a pura invención. ¿Quién te ha dicho lo de los somníferos?

Ella hace caso omiso de su pregunta.

– ¿Estaba enamorada de ti? ¿La dejaste plantada?

– No. Ni lo uno ni lo otro.

– Entonces no lo entiendo. ¿Por qué ha interpuesto la queja?

– ¿Quién sabe? Ella no me confió nada. Alguna batalla, a saber de qué tipo, se estaba librando entre bastidores, y de esa batalla yo no supe nada. Por un lado, hay un novio celoso. Por otro, los padres indignados. Al final, la pobre debe de haberse venido abajo. Todo esto me ha cogido completamente por sorpresa.

– Deberías haber tenido un poco más de seso, David. Ya eres demasiado viejo para enredarte con las hijas de otras personas. Deberías haber supuesto que llegaría lo peor. En cualquier caso, todo esto me parece muy denigrante, la verdad.

– Aún no me has preguntado si la quiero. ¿No se supone que deberías preguntarme eso también?

– De acuerdo. ¿Estás enamorado de esa joven que está arrastrando tu nombre por el fango?

– Ella no es la responsable de eso. No le eches la culpa.

– ¡Que no le eche la culpa! Pero… pero… ¿tú de qué lado estás? ¡Pues claro que le echo la culpa! Te culpo a ti y la culpo a ella. Todo esto es una desgracia de principio a fin. Una desgracia y una vulgaridad. Y no te creas que lamento lo que te he dicho.

En los viejos tiempos, llegados a este punto él se habría enfurecido. Pero esta noche no. Rosalind y él han desarrollado una piel bien gruesa para defenderse el uno contra el otro.

Al día siguiente lo llama Rosalind.

– David, ¿has visto el Argus de hoy?

– No.

– Bueno, pues prepárate. Aparece un artículo sobre ti.

– ¿Qué dice?

– Mejor será que lo leas tú.

El reportaje aparece en la página tres: «Profesor imputado por acoso sexual», reza el titular. Se salta las primeras líneas. «… Está prevista su comparecencia ante un comité disciplinario para responder a una acusación de acoso sexual. La Universidad Técnica de Ciudad del Cabo no dice palabra acerca de este asunto, el último escándalo de una serie en la que se incluyen concesiones fraudulentas de becas y presuntas sesiones de sexo en grupo en algunas residencias de estudiantes. No ha sido posible hablar con Lurie (53 años), autor de un libro sobre William Wordsworth, el poeta de la naturaleza.»

William Wordsworth (1770-1850), el poeta de la naturaleza. David Lurie (1945-?), comentarista y desgraciado discípulo del susodicho William Wordsworth. Bendito sea el retoño recién parido. No será un paria. Bendita sea la criatura.

6

La comparecencia se celebra en una sala de juntas contigua al despacho de Hakim. Alguien lo hace pasar a la sala y lo sienta a una cabecera de la mesa: nada menos que Manas Mathabane, profesor de Estudios Religiosos, que presidirá la comisión de investigación. A su izquierda se sientan Hakim, su secretaria y una joven, una estudiante; a su derecha, los tres componentes de la comisión de Mathabane.

No está nervioso. Al contrario, se siente muy seguro de sí mismo. El corazón le late acompasado, ha dormido bien. Será la vanidad, piensa, la peligrosa vanidad del jugador: vanidad y convicción de estar en lo cierto. Se ha internado en todo este proceso con un estado de ánimo poco aconsejable. Pero le da igual.

Con un movimiento de cabeza saluda a los miembros de la comisión. A dos ya los conoce: Farodia Rassool y Desmond Swarts, decano de la Facultad de Ingeniería. La tercera, según la información impresa que tiene delante de las narices, es una experta en finanzas que da clases en la Facultad de Económicas.

– La comisión aquí reunida, profesor Lurie -dice Mathabane para abrir la sesión-, carece de poderes. Tan solo podrá emitir recomendaciones. Por si fuera poco, está usted en su derecho si desea impugnar la composición de la misma. Así pues, permítame preguntarle si hay algún miembro de la comisión que, según su recto saber y entender, pudiera actuar de forma prejuzgada contra su persona.

– No está en mi ánimo hacer ninguna impugnación legal -responde-. Sí que tengo ciertas reservas de índole filosófica, pero imagino que eso estará fuera de lugar.

Hay cambios de postura de todos los presentes y algún que otro movimiento de inquietud.

– Entiendo que es aconsejable que nos circunscribamos al sentido legal del término -dice Mathabane-. No tiene usted ninguna objeción a la composición de la comisión. ¿Tiene alguna objeción a la presencia de una estudiante, en calidad de observadora, que pertenece a la Liga Contra la Discriminación?

– No tengo ningún miedo de la comisión. No tengo ningún miedo de la observadora.

– Muy bien. Vayamos al asunto que nos ocupa. La primera demandante es la señorita Melanie Isaacs, alumna del programa de teatro, quien ha hecho una declaración de la que todos ustedes tienen copia. ¿Es preciso que resuma esa declaración? ¿Profesor Lurie?