– Muy bien. Me beneficié de mi situación, del privilegio de que gozaba cara a cara con la señorita Isaacs. Me equivoqué al hacerlo y lo lamento. ¿Le parece suficiente?
– La cuestión no es si me parece suficiente, profesor Lurie. La cuestión es, más bien, si será suficiente para usted.
¿Refleja sus sentimientos más sinceros?
Niega con un gesto.
– Le he formulado esas palabras, y ahora quiere algo más: que demuestre que son sinceras. Eso es una rematada ridiculez. Eso queda mucho más allá del alcance de la ley.
Estoy harto, así que volvamos a jugar de acuerdo con las reglas establecidas. Me declaro culpable. Eso es cuanto estoy dispuesto a decir.
– Entendido -dice Mathabane desde su cabecera de la mesa-. Si no hay más preguntas para el profesor Lurie, le doy las gracias por su asistencia y le doy permiso para abandonar la vista del caso.
Al principio no lo reconocen. Ya va por la mitad de la escalera cuando oye el grito: ¡Es él!, al cual sigue un alboroto de pasos.
Lo alcanzan al pie de la escalera; alguien incluso lo sujeta de la chaqueta para detenerlo.
¿Podemos hablar un minuto con usted, profesor Lurie? -dice una voz.
No hace caso y sigue su camino, atravesando el vestíbulo lleno de gente. Todos se vuelven a mirar al hombre de notable estatura que huye de sus perseguidores.
Alguien le cierra el paso.
– ¡Un momento! -dice ella. Él evita su mirada cara a cara, se protege con la mano. Se dispara un flash.
Una muchacha lo rodea. Lleva el pelo repleto de abalorios de ámbar; le cuelga recto a uno y otro lado de la cara. Sonríe, muestra su blanca dentadura.
¿Podemos pararnos a hablar un momento? -le dice.
– ¿De qué?
Alguien le pone una grabadora delante. Él la aparta con un ademán.
– De qué tal ha ido.
– ¿El qué?
– Pues la vista del caso, claro.
La cámara vuelve a soltar un destello. -No puedo hacer comentarios al respecto.
– Entiendo. ¿Sobre qué puede hacer algún comentario?
– No hay nada que desee comentar.
Los ociosos y los curiosos han comenzado a apiñarse a su alrededor. Si desea marcharse, tendrá que abrirse paso entre todos ellos.
– ¿Lo lamenta? -dice la muchacha. Le acercan la grabadora todavía más a la cara-. ¿Se arrepiente de lo que hizo?
– No -dice-. He salido enriquecido de la experiencia. A la muchacha no le desaparece la sonrisa de la cara.
– ¿Así que lo haría otra vez?
– No creo que tenga una nueva oportunidad.
– Ya, pero ¿y si la tuviera?
– Eso no es una pregunta que pueda responderse.
La muchacha quiere más, más palabras para el vientre de la maquinita, pero por el momento se queda sin saber cómo arrastrarlo a ulteriores indiscreciones.
– ¿Que salió qué de la experiencia? -oye que alguien pregunta sotto voce.
– Que salió enriquecido. Murmullos.
– Pregúntale si pidió disculpas -le dice alguien a la chica.
– Ya se lo he preguntado.
Confesiones, disculpas: ¿a qué viene tanta sed de que se rebaje? Se hace el silencio. Se apiñan a su alrededor como los cazadores que han acorralado a una extraña bestia y que no saben cómo rematarla.
La fotografía aparece en el periódico estudiantil del día siguiente, con el siguiente pie: «¿Y ahora quién es el idiota?». En ella figura él con la mirada vuelta al cielo, a la vez que tiende una mano hacia la cámara. La pose es de sobra ridícula, pero lo que la convierte en una joya única en su especie es la papelera invertida que sostiene por encima de él un joven que ostenta una sonrisa de oreja a oreja. Gracias a un juego de perspectiva, la papelera parece estar posada sobre su cabeza como un capirote o un sambenito. Frente a semejante imagen, ¿qué le queda por hacer?
«La comisión no dice palabra sobre su veredicto -dice el titular-. La comisión disciplinaria que investiga las acusaciones de acoso sexual y de graves faltas contra la ética que pesan sobre el profesor David Lurie ayer no dijo palabra acerca del veredicto. El presidente, Manas Mathabane, solo accedió a reseñar que las conclusiones han sido remitidas al rector para que este pase a la acción.
»Tras una muestra de esgrima verbal con miembros de Mujeres Contra la Violación después de la vista del caso, Lurie (53 años) dijo que sus experiencias con las estudiantes le han resultado "enriquecedoras".
»Las quejas presentadas contra Lurie, experto en poesía romántica, por los estudiantes de sus clases fueron el detonante de la situación.»
En su domicilio recibe una llamada de Mathabane.
– La comisión ya ha emitido su recomendación, David, y el rector me ha pedido que hable contigo por última vez. Está dispuesto a no tomar medidas extremas, me ha dicho, con la condición de que hagas una declaración pública, de tu puño y letra, que sea satisfactoria tanto desde nuestro punto de vista como desde el tuyo.
– Manas, ya hemos pasado antes por ese trecho del camino. Yo…
– Espera. Escúchame, déjame terminar. Tengo delante de mí un borrador de la declaración que satisfaría nuestros requisitos. Es bastante breve. ¿Me permites que te lo lea?
– Adelante.
Mathabane lee:
– «Reconozco sin reservas de ninguna clase haber incurrido en un grave abuso contra los derechos humanos que sin duda tiene la firmante de la queja contra mí interpuesta, aparte de haber incurrido en un abuso de la autoridad que ha delegado en mí la universidad. Pido sinceras disculpas a ambas partes y acepto la sanción apropiada que pueda serme impuesta.»
– ¿«La sanción apropiada que pueda serme impuesta»? ¿Qué quiere decir eso?
– Según entiendo, no se te firmará la carta de despido. Con toda probabilidad se te pedirá que solicites una excedencia. Si con el tiempo vuelves a desempeñar tu trabajo de profesor, eso es algo que dependerá de ti y de la decisión que tomen tu decano y el jefe del departamento.
– ¿Eso es todo? ¿Esa es la oferta?
– Eso es lo que yo entiendo. Si manifiestas tu entera disposición a suscribir esa declaración, que tendrá consideración de súplica de perdón, el rector estará dispuesto a aceptarla precisamente con ese espíritu.
– ¿Qué espíritu?
– Espíritu de arrepentimiento.
– Manas, ayer repasamos a fondo todo el asunto del arrepentimiento. Te dije lo que pensaba al respecto. No estoy dispuesto a pasar por eso. Antes he comparecido ante un tribunal oficialmente constituido, ante una ramificación de la ley. Ante ese tribunal laico confesé mi culpabilidad, una confesión laica. Con esa súplica de perdón debería ser suficiente. El arrepentimiento no tiene nada que ver ni aquí ni allá. El arrepentimiento pertenece a otro mundo, a otro universo, a otro discurso.
– Estás confundiendo varias cuestiones, David. No se te ordena que te arrepientas. Lo que suceda en tu alma es algo oscuro e impenetrable para nosotros, que solo somos miembros de lo que tú llamas un tribunal laico y simples seres humanos iguales que tú. Lo que se te pide es que firmes una declaración.
– ¿Se me exige que pida disculpas aun cuando no sea con toda sinceridad?
– El criterio que aquí importa no es tu sinceridad o tu falta de sinceridad. Eso es asunto, tal como digo, que habrás de ventilar a solas con tu conciencia. El criterio que de veras importa es saber si estás dispuesto a reconocer tu falta en público y a dar los pasos precisos para remediarla.
– Ahora sí que hilamos fino. Se me ha acusado y me he declarado culpable de las acusaciones. Eso es todo lo que necesitáis de mí.
– No. Es más lo que necesitamos. No mucho más: algo más, eso es todo. Espero que veas con claridad que eso es lo que tienes que darnos.