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– Pues lo siento, pero no. No lo veo.

– David, no puedo seguir protegiéndote de ti mismo. Estoy harto, y lo mismo sucede con el resto de la comisión. ¿Quieres tiempo para pensarlo más despacio?

– No.

– Muy bien. Solo puedo decirte que tendrás noticias del rector.

7

Una vez que toma la resolución de marcharse hay muy poca cosa que lo retenga. Vacía la nevera, cierra la casa y a mediodía se encuentra ya en plena autopista. Hace un alto en Oudtshoorn; en realidad ha salido con el alba, y a media mañana está cerca de su destino, la ciudad de Salem, en la carretera de Grahamstown a Kenton, en la provincia del Cabo Oriental.

La pequeña hacienda de su hija se halla al final de una sinuosa pista de tierra, a unos cuantos kilómetros de la ciudad: cinco hectáreas de tierra, casi todas cultivables, un molino de viento que extrae agua de un pozo, establos y cobertizos, y una casona baja, amplia, pintada de amarillo, con el tejado de chapa de hierro ondulada y un porche. Una alambrada y algunos macizos de capuchinas y geranios señalan la linde de entrada; el resto es una explanada de tierra suelta y gravilla.

Hay una vieja furgoneta Volkswagen aparcada a la entrada; aparca tras ella. De la sombra del porche asoma Lucy a la luz del sol. Durante un momento él no la reconoce. Ha pasado un año desde la última vez, y ella ha engordado. Ahora tiene las caderas y los pechos (busca la palabra más adecuada) amplios. Descalza, cómoda, sale a saludarlo con los brazos abiertos, y de hecho lo abraza y lo besa en la mejilla.

¡Qué maravilla de chica!, piensa al abrazarla; ¡qué grata bienvenida al final de un viaje tan largo!

La casona, que es grande, oscura e, incluso a mediodía, algo fría, data de la época de las familias numerosas, la época en que los invitados llegaban en carretas llenas. Hace ya seis años que Lucy se instaló en ella cuando era miembro de una comuna, una tribu de jóvenes que comerciaban con artesanía de cuero y cerámica cocida al sol en Grahamstown, gente que entre las hortalizas cultivaba a escondidas esa variedad de marihuana que en Sudáfrica llaman dagga. Al deshacerse la comuna e irse casi todos hacia New Bethesda, Lucy se quedó en la hacienda con su amiga Helen. Se había enamorado del lugar, según dijo; deseaba sacarle rendimiento. Él la ayudó a comprársela. Ahora, ahí la tiene, con su vestido de flores, descalza y todo, en una casa en la que reina el olor del pan recién hecho: ya no es una niña que juega. a ser granjera, sino una sólida campesina, una boervrou.

– Voy a alojarte en la habitación de Helen -dice-. El sol entra por la mañana. No te haces a la idea de lo frías que han sido las mañanas todo este invierno.

– ¿Cómo está Helen? -pregunta él. Helen es una mujer más bien grandota, de aspecto triste, voz profunda y cutis feo, algo mayor que Lucy. Nunca ha sido capaz de entender qué es lo que ha visto Lucy en ella; en su fuero interno desearía que Lucy encontrara a alguien mejor, o que alguien mejor la encontrara a ella.

– Helen vive en Johannesburgo desde abril. Aparte de la ayuda de algún lugareño, desde entonces estoy sola.

– Eso no me lo habías dicho. ¿No te pone nerviosa vivir aquí sola?

Lucy se encoge de hombros.

– Bueno, están los perros. Los perros todavía significan lo que significan. Cuantos más perros, mayor la disuasión. Y, en todo caso, si alguien decidiera asaltar la casa, no veo por qué iban a estar mejor dos personas que una sola.

– Caramba, eso es muy filosófico.

– Sí. Cuando todo lo demás me falla, me pongo a filosofar.

– Pero al menos tendrás un arma.

– Tengo un fusil. Voy a enseñártelo. Se lo compré a un vecino. Nunca lo he usado, pero lo tengo.

– Muy bien. Eso me gusta: una filósofa armada.

Los perros y el fusil; el pan en el horno y la cosecha a punto de medrar. Es curioso que su madre y él, los dos gente de ciudad, intelectuales, hayan engendrado este paso atrás, a esta joven y recia colona. Pero tal vez no sean ellos quienes la hayan engendrado: tal vez en eso tenga más que decir la historia misma.

Ella le ofrece un té. Él tiene hambre: engulle dos rebanadas grandes de pan untadas de mermelada de pera, también hecha en casa. Ha de tener cuidado: nada es tan molesto para un hijo, o una hija, como el funcionamiento interno del cuerpo de su padre o de su madre.

Ella tampoco tiene las uñas demasiado limpias. Suciedad del campo: es algo en el fondo honorable, supone.

Deshace la maleta en la habitación de Helen. Los cajones están vacíos; en el enorme armario ropero solo cuelga un mono de trabajo de dril azul. Si Helen se ha ido, está claro que no es por una breve temporada.

Lucy lo lleva a conocer la hacienda. Le recuerda que no malgaste el agua, que no contamine la fosa séptica con residuos que no podría procesar. Él se sabe la lección, pero vuelve a escucharla atento como un chico bien educado. Ella le muestra después las perreras. Cuando la visitó la vez anterior solo había una. Ahora son cinco, todas ellas bien construidas: una base de cemento, postes de acero inoxidable, puntales y una recia malla de aluminio, a la sombra de unos jóvenes eucaliptos. Los perros se excitan nada más verla: hay algunos dóberman, pastores alemanes, ridgebacks de Rhodesia, bullterriers, rottweilers.

– A todos los usan como perros de vigilancia -dice-. Perros trabajadores. Pasan aquí breves temporadas: quince días, una semana, a veces solo un fin de semana. Los perros de compañía suelen venir durante las vacaciones de verano.

– ¿Y gatos? ¿No acoges gatos?

– No te rías. Estoy pensando en dedicarme también a los gatos, pero aún no lo tengo claro.

– ¿Todavía montas el puesto en el mercado?

– Sí, los sábados por la mañana. Ya te llevaré.

Así se gana la vida: con los perros que aloja en las perreras y con las flores y las hortalizas que vende en el mercado. Nada podría ser más simple.

– ¿No se aburren los perros? -Señala un bulldog hembra de pelaje castaño que está solo en una jaula; con la cabeza apoyada entre las patas delanteras los mira detenidamente sin tomarse la molestia de ponerse en pie.

– ¿Katy? La han abandonado. Los dueños me deben varios meses. No sé qué voy a hacer con ella. Supongo que intentaré encontrarle un nuevo dueño. Está un poco tristona, pero por lo demás no se encuentra mal. Todos los días sale a hacer ejercicio. La llevo yo o la lleva Petrus. Forma parte de sus ocupaciones.

– ¿Petrus?

– Ya lo conocerás. De un tiempo a esta parte es mi ayudante. En realidad, desde marzo es copropietario de las tierras. Todo un personaje.

Pasea con ella hasta más allá del murete de adobe que forma la presa, donde una familia de patos surca las aguas con serenidad; van más allá de las colmenas, hasta la huerta: arriates de flores y hortalizas de invierno… coliflores, patatas, remolacha, acelgas, cebollas. Visitan el molino de viento y la represa que se encuentra ya en la linde de la finca. En los últimos dos años ha llovido bastante y el nivel del agua del embalse ha subido.

Habla de todas esas cosas a sus anchas. Es una granjera de frontera, pero de nuevo cuño. En los viejos tiempos, ganado y maíz. Hoy día, perros y narcisos. Cuanto más cambian las cosas, más idénticas permanecen. La historia se repite, aunque con modestia. Tal vez la historia haya aprendido una lección.

Vuelven bordeando un canal de riego. Los pies descalzos de Lucy se aferran a la tierra rojiza y dejan huellas claras, bien marcadas. Es una mujer de una sola pieza, engastada en su nueva vida. ¡Bien! Si eso es lo que ha de dejar atrás -esta hija, esta mujer-, no tiene de qué avergonzarse.

– No hará falta que me entretengas -dice ya de vuelta en la casa-. Me he traído algunos libros. Solo necesito una silla y una mesa.