– ¿Estás trabajando en algo en particular? -pregunta ella con recelo, pues su trabajo no es un asunto del que hablen a menudo.
– Tengo algo planeado. Algo sobre los últimos años de Byron. No será un libro, o no lo será en el sentido de los libros que he escrito hasta ahora. Más bien será algo para la escena. Los personajes hablan e incluso cantan.
– No sabía que aún tuvieras ambiciones de ese tipo.
– Me pareció que era el momento de darme ese lujo. Pero también hay algo más. Todos queremos dejar algo atrás el día que nos vayamos de este mundo. Al menos, el hombre desea dejar algo que valga la pena. Para una mujer es más fácil.
– ¿Por qué te parece más fácil para una mujer?
– Quiero decir que lo tiene más fácil para crear algo con vida propia.
– ¿No es lo mismo que ser padre?
– Ser padre… No puedo evitar la sensación de que, en comparación con la maternidad, la paternidad es un asunto un tanto abstracto. Pero, bueno, habrá que esperar a ver qué sale. Si sale algo, serás la primera que lo escuche. La primera y probablemente la única.
– ¿Piensas escribir tú la música?
– En su mayor parte la tomaré prestada. No tengo escrúpulos a la hora de tomarla en préstamo. Al principio pensé que era un asunto que exigiría una orquestación bastante pródiga, algo del estilo de Strauss. Y eso habría estado fuera de mi alcance. Ahora me inclino a pensar del modo opuesto, es decir, en un acompañamiento muy escueto: violín, cello, oboe o tal vez fagot… Pero todo esto no pasa aún de ser mera idea. No he escrito una sola nota. He estado ocupado en otras cosas. Supongo que habrás tenido noticia de mis complicaciones.
– Rosalind me contó algo por teléfono.
– Bueno, ahora prefiero que no entremos en eso. En otro momento.
– ¿Has dejado la universidad para siempre?
– He dimitido. Se me exigió la dimisión.
– ¿No lo echarás de menos?
– ¿Que si lo echaré de menos? No lo sé. Nunca he sido un gran profesor. Creo que cada vez tenía menos capacidad de compenetración con mis alumnos. Lo que yo les dijera les daba igual. Por eso es posible que no lo eche de menos. Es posible que disfrute de esta liberación.
Hay un hombre en el umbral, un hombre alto, con mono de trabajo azul, botas de goma y gorro de lana.
– Pasa, Petrus. Te presento a mi padre -dice Lucy.
Petrus se limpia las botas. Se dan la mano. Una cara curtida, llena de arrugas; ojos astutos. ¿Cuarenta? ¿Cuarenta y cinco?
– El pulverizador -dice-. Necesito el pulverizador.
– Está en la furgoneta. Espera, yo iré a buscarlo.
Se queda a solas con Petrus.
– Te encargas de los perros -dice para salvar el silencio.
– Cuido de los perros y trabajo en la huerta. Sí. -Petrus esboza una ancha sonrisa-. Soy el hortelano y el perrero. -Reflexiona un instante-. El hombre perro -añade, saboreando la idea.
– Acabo de llegar desde Ciudad del Cabo. A veces me preocupa mi hija, viviendo aquí sola. Y esto está muy aislado.
– Sí -dice Petrus-. Es peligroso. -Pausa-. Todo es peligroso hoy día. Pero aquí todo va bien, o eso creo yo. -Y sonríe otra vez.
Lucy regresa con un frasco.
– Ya sabes la medida: una cucharada por cada diez litros de agua.
– Sí, lo sé -dice Petrus, y sale agachándose un poco por la puerta.
– Petrus parece un buen hombre -observa él. -Tiene la cabeza bien puesta sobre los hombros. -¿Vive en la finca?
– Petrus y su mujer disponen del establo viejo. He instalado una toma de electricidad. Es bastante cómodo. Tiene otra mujer en Adelaide, e hijos, algunos ya mayores. De vez en cuando se marcha a pasar una temporada allí.
Deja que Lucy se ocupe de sus faenas y da un paseo hasta la carretera de Kenton. Hace un frío día de invierno; el sol ya se pone sobre las rojas colinas salpicadas a trechos de hierba rala y blanquecina. Tierra pobre, terreno poco fértil, piensa. Esquilmada. Solo vale para las cabras. ¿De veras se propone Lucy pasar allí el resto de sus días? Confía en que no sea más que una fase pasajera.
Se cruza con un grupo de chiquillos que vuelven a casa de la escuela. Los saluda; le devuelven el saludo. Modales del campo. Ciudad del Cabo empieza a desaparecer engullida por el pasado.
Sin previo aviso lo asalta un recuerdo de la muchacha: sus pechos nítidos y pequeños, sus pezones erectos, su vientre liso y plano. Una oleada de deseo lo atraviesa. Es evidente que, fuera lo que fuese, no ha concluido aún.
Regresa a la casa y termina de deshacer las maletas. Mucho tiempo ha pasado desde que convivía con una mujer. Tendrá que estar atento con sus modales, limpio y presentable a todas horas.
Amplia es una palabra en el fondo demasiado amable para describir a Lucy. Pronto será una mujer indudablemente gruesa. Se descuida, tal como sucede cuando uno se retira del campo del amor. Qu'est devenu ce front poli, ces cheveux blonds, sourcils voatés?
La cena es sencilla: sopa y pan, luego boniatos. No suelen gustarle los boniatos, pero Lucy hace un aliño con cáscara de limón, mantequilla y pimienta que los vuelve gratos de comer, sabrosos incluso.
– ¿Piensas quedarte una temporada? -le pregunta.
– ¿Una semana? Digamos que una semana. ¿Podrás soportarme durante tanto tiempo?
– Puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Solo me da miedo que te aburras.
– No me aburriré.
– Y al cabo de esa semana, ¿adónde piensas ir?
– Todavía no lo sé. Puede que siga viajando, que haga un largo viaje sin destino concreto.
– Pues que sepas que aquí eres bienvenido si quieres quedarte.
– Es muy amable que digas eso, querida, pero prefiero conservar tu amistad. Las visitas prolongadas no son provechosas para las buenas amistades.
– ¿Y si no lo llamamos visita? ¿Y si dijéramos que has venido a refugiarte? ¿No aceptarías refugiarte aquí por tiempo indefinido?
– ¿Quieres decir asilo? Las cosas todavía no se han puesto tan difíciles, Lucy. No soy un fugitivo.
– Rosalind me dijo que el ambiente allá era muy hostil.
– Yo me lo he buscado. Me ofrecieron una solución de compromiso que no quise aceptar.
– ¿Qué clase de compromiso?
– Reeducación. Reforma de mi carácter. La palabra clave fue consejo.
– ¿Y acaso eres tan perfecto que no puedes aceptar ni un solo consejo?
– Es que me recuerda demasiado a la China maoísta. Retractación, autocrítica, pedir disculpas en público. Soy un hombre chapado a la antigua, prefiero que en tal caso me pongan contra la pared y me fusilen. Así habría terminado todo.
– ¿Fusilado? ¿Por tener un lío con una alumna? Un poco exagerado, David, ¿no te parece? Eso seguramente ocurre a todas horas. Desde luego, ocurría a todas horas cuando yo era estudiante. Si hubieran sancionado todos los casos, el profesorado se habría visto diezmado en un par de años.
Se encoge de hombros.
– Vivimos en una época puritana. La vida privada de las personas es un asunto público. La lascivia es algo respetable; la lascivia y el sentimiento. Lo que ellos querían era un espectáculo público: remordimiento, golpes en el pecho, llanto y crujir de dientes a ser posible. Un espectáculo televisivo, la verdad. Y yo a eso no me presto.
«La verdad -iba a añadir- es que pedían mi castración.» Pero no consigue pronunciar esas palabras, no ante su hija. De hecho, ahora que le llega por medio de otro, toda su intervención le resulta melodramática, excesiva.
– Así que tú seguiste en tus trece y ellos no dieron su brazo a torcer, ¿no es eso?
– Más o menos.
– No deberías ser tan inflexible, David. La inflexibilidad no es propia de los héroes. ¿No te queda tiempo aún para reconsiderar tu decisión?