– No, la sentencia es definitiva. -¿Inapelable?
– Inapelable. Y no me quejo de nada. Si te declaras culpable de tanta vileza no puedes esperar simpatía a cambio. Al menos, no después de cierta edad. Después de cierta edad uno deja de ser atractivo, eso es lo que hay. No queda más remedio que tomárselo en serio y vivir como se pueda durante el resto de tus días. Cumplir tu condena.
– Pues es una lástima. Insisto en que te quedes todo el tiempo que quieras. Con el pretexto que te dé la gana.
Se acuesta temprano. En medio de la noche lo despierta una batería de ladridos. Hay un perro en concreto que ladra con insistencia, mecánicamente, sin cesar; los otros se suman a la algarabía, callan, pero no aceptan la derrota y se suman de nuevo al concierto.
– ¿Eso sucede todas las noches? -pregunta a Lucy por la mañana.
– Terminas por acostumbrarte. Lo siento.
Él menea la cabeza.
Ha olvidado lo frías que pueden ser las mañanas de invierno en las tierras altas del Cabo Oriental. No ha viajado con la ropa más idónea; tiene que pedirle prestado a Lucy un jersey.
Con las manos en los bolsillos, camina entre los arriates de flores. Sin que alcance a verlo, pasa un automóvil ruidoso por la carretera de Kenton, y el ruido permanece en el aire quieto. Unos gansos vuelan en formación escalonada. ¿Qué hará con todo ese tiempo de que dispone?
– ¿Te apetece dar un paseo? -dice Lucy a sus espaldas.
Se llevan a tres de los perros: dos dóberman jóvenes, a los que Lucy sujeta con una correa, y la bulldog hembra, la abandonada.
Con las orejas aplastadas hacia atrás, la bulldog se esfuerza por defecar. No lo consigue.
– Anda con problemas -dice Lucy-. Tendré que medicarla. La bulldog sigue esforzándose con la lengua fuera, mira en derredor como si pasara vergüenza de que la vean así. Dejan atrás la carretera, atraviesan un terreno yermo y luego un pinar poco poblado.
– La chica con la que estuviste liado… ¿Iba en serio?
– pregunta Lucy.
– ¿No te lo ha contado Rosalind? -Sí, pero no con detalle.
– Ella es de esta parte del mundo. Nacida en George. Iba a una de mis clases. Como estudiante, poca cosa. Pero bellísima. ¿Que si iba en serio? No lo sé. Lo que sí está claro es que tuvo consecuencias muy serias.
– Pero ahora… ¿ha terminado? ¿No sigues enamoriscado de ella?
¿Ha terminado? ¿Sigue enamoriscado?
– Ya no tenemos contacto.
– ¿Por qué te denunció?
– Eso no lo dijo; yo tampoco tuve ocasión de preguntárselo. Se encontró en una situación delicada. Por un lado estaba un joven, amante suyo, o ex amante, presionándola. Por otro, la presión de las clases. Además, sus padres se enteraron y viajaron a Ciudad del Cabo. Supongo que tanta presión resultó superior a sus fuerzas.
– Y luego estabas tú.
– Sí, luego estaba yo. Imagino que no he sido nada fácil de tratar.
Han llegado a un portón cuyo rótulo dice INDUSTRIAS SAPPI. PROHIBIDO EL PASO. Se dan la vuelta.
– Bien -dice Lucy-, has tenido que pagar el precio. Tal vez, cuando lo recuerde, ella no te mire con malos ojos. Las mujeres tienen una asombrosa capacidad de perdonar.
Se hace el silencio. ¿Acaso pretende Lucy, su hija, hablarle de cómo son las mujeres?
– ¿No has pensado en casarte otra vez? -pregunta Lucy.
– ¿Con una mujer de mi edad? Yo no estoy hecho para el matrimonio, Lucy. Eso lo has visto con tus propios ojos.
– Ya, pero…
– Pero ¿qué? ¿Que es insólito seguir rondando a niñas pequeñas?
– Yo no he querido decir eso. Solo quiero decir que cada vez te resultará más difícil, a medida que pase el tiempo.
Nunca habían hablado los dos acerca de sus intimidades.
Y no está resultando nada fácil. Claro que, si no con ella, ¿con quién podría hablar?
– ¿Te acuerdas de aquel verso de Blake? -dice-. «Prefiero matar a un recién nacido en su cuna antes que albergar de seos no realizados.»
– ¿Por qué me lo citas?
8
– Los deseos no realizados pueden terminar por ser muy feos, tanto en los viejos como en los jóvenes.
-¿Y qué?
– Que todas las mujeres con las que he estado me han enseñado algo acerca de mí mismo, hasta el extremo de que me han convertido en mejor persona.
– Espero que no te jactes de que la inversa sea verdad también, de que por el hecho de haberte conocido todas tus mujeres sean ahora mejores personas.
La mira cortantemente. Ella sonríe.
– Era broma -dice.
Regresan por la carretera asfaltada. En el desvío hacia la finca hay un rótulo que antes no había visto. FLORES CULTIVADAS. CYCA.» Y una flecha: A 1 KM.
– ¿Cycas? -dice-. Pensé que estaba prohibida la venta de cycas.
– Es ilegal coger las silvestres. Yo las cultivo a partir de semillas tratadas. Te las enseñaré.
Siguen su camino, los perros jóvenes dando tirones para librarse de la correa, la hembra de bulldog jadeando tras ellos.
– ¿Y tú? ¿Es esto lo que le pides a la vida? -Hace un gesto abarcando el huerto, la casa en cuyo tejado destella la luz del sol.
– Me conformo -responde Lucy con calma.
Es sábado, día de mercado. Lucy lo despierta a las cinco de la mañana, tal como estaba convenido, con un café recién hecho. Bien abrigados para resistir el frío, se reúnen con Petrus en el huerto. A la luz de una lámpara de gas, está cortando las flores.
Se ofrece a realizar esa tarea y relevar a Petrus, pero enseguida tiene los dedos tan helados que no logra atar los ramilletes. Devuelve la cizalla a Petrus y se dedica a envolver las flores y empaquetarlas.
A las siete, cuando el alba roza las colinas y empiezan a desperezarse los perros, está terminado el trabajo. La furgoneta está cargada de cajas de flores, sacos de patatas, cebollas, coles. Conduce Lucy. Petrus ocupa la parte de atrás. No funciona la calefacción. Escrutando el panorama a pesar del cristal empañado, toma la carretera de Grahamstown. Él va sentado a su lado; comen los bocadillos que ha preparado ella. Le gotea la nariz; confía en que ella no se haya dado cuenta.
Así pues, una nueva aventura. Su hija, a la que en otra época llevaba él en su coche al colegio y a las, clases de ballet, al circo y a la pista de patinaje, es quien ahora lo lleva de excursión y le enseña la vida, le enseña ese otro mundo con el que no está familiarizado.
En Donkin Square, los que tienen derecho a montar un puesto ya están colocando los caballetes y los tableros, exponiendo sus mercancías. Huele a carne quemada. Sobre la ciudad pende una fría neblina; la gente se frota las manos para entrar en calor, da pisotones contra el suelo, maldice. Todo un despliegue de camaradería y cordialidad del que Lucy, con gran alivio por su parte, se mantiene al margen.
Están en la zona de productos agrarios. A su izquierda, tres mujeres africanas con leche, masa y mantequilla a la venta; en un cubo cubierto por un trapo húmedo también tienen huesos para el caldo. A su derecha, una pareja de ancianos afrikaners a los que saluda Lucy antes de presentárselos como tía Miems y tío Koos, amén de un pequeño ayudante con un pasamontañas que no tendrá más de diez años. Igual que Lucy, venden patatas y cebollas, pero también mermelada, conservas, frutos secos, paquetes de té de buchu, té a la miel, especias.
Lucy ha llevado dos sillas de loneta. Toman café servido en un termo a la espera de los primeros clientes.
Dos semanas atrás estaba en un aula universitaria, explicando a la aburrida juventud del país la diferencia entre consumir y consumar, entre arder, quemar, requemar, calcinar, y el concepto del perfectivo en tanto que acción verbal cuya realización implica su terminación. ¡Qué lejos se le antoja todo eso! Vivo, he vivido, viví.