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Las patatas de Lucy, amontonadas en un cesto, han sido lavadas. Las de Koos y Miems siguen sucias de tierra. A lo largo de la mañana, Lucy se embolsa cerca de quinientos rands. Sus flores se venden bien; a las once baja los precios y termina de vender los últimos productos. Hay ventas en abundancia en el puesto de lácteos y de carne; a la anciana pareja, sentados uno junto al otro, como dos estatuas de madera y sin sonreír, las cosas no les van tan bien.

Muchos clientes de Lucy la conocen por su nombre de pila: son mujeres de mediana edad, con un aire de propiedad en el modo en que la tratan, casi como si su éxito les perteneciera. Lo presenta en todas las ocasiones:

– Te presento a mi padre, David Lurie, que ha venido de visita desde Ciudad del Cabo.

– Debe estar orgulloso de su hija, señor Lurie -le dicen.

– Ya lo creo; muy orgulloso -responde.

Bev se ocupa de la clínica para animales -dice Lucy tras una de las presentaciones-. A veces le echo una mano. Si no te importa, a la vuelta pasaremos por allí.

No le ha caído bien del todo Bev Shaw, una mujer bajita, regordeta, bulliciosa, de pecas oscuras, cabello muy corto y crespo, sin cuello apenas. No le agradan las mujeres que no se esfuerzan por resultar atractivas. Es una reticencia que ha tenido antes con las amigas de Lucy. No es que se sienta orgulloso: es un prejuicio que se ha hecho sitio en su ánimo, que se ha instalado en él. Su ánimo se ha tornado un refugio para los pensamientos viejos, vagos, indigentes, que no tienen otro sitio al que ir. Debería echarlos de allí a patadas, limpiar del todo el recinto. Pero no se toma esa molestia, o al menos no con la seriedad suficiente.

La Liga para el Bienestar de los Animales, que en tiempos fue una obra de caridad muy activa en Grahamstown, tuvo que cerrar su delegación. Sin embargo, un puñado de voluntarios dirigidos por Bev Shaw todavía mantiene en funcionamiento una clínica animal en la vieja sede.

No tiene nada en contra de los amantes de los animales, con los que Lucy se ha involucrado desde que él alcanza a recordar. No cabe duda de que el mundo sería un lugar peor sin sus buenos oficios. Por eso, cuando Bev Shaw abre la puerta de entrada adopta su mejor sonrisa, aunque en términos generales le repugna el olor a meadas de gato, a perros sarnosos, a amoniaco.

La casa es tal como la había imaginado: muebles desvencijados, abundancia de ornamentos (pastorcillas de porcelana, esquilas de vaca, un matamoscas de plumas de avestruz), jaulas, una radio que murmura al fondo, el piar de los pájaros en jaulas, gatos por todas partes, tantos que a la fuerza los tienen que pisar. No solo está Bev Shaw: también está Bu Shaw, igual de rechoncho que ella, tomándose un té a la mesa de la cocina, con la cara colorada como una remolacha, el cabello plateado y un jersey de cuello vuelto.

– Siéntate, siéntate, Dave -dice Bill-. Toma una taza, como si estuvieras en tu casa.

La mañana ha sido larga, está cansado, lo último que le apetece es hablar de tonterías con esas personas. Mira a Lucy.

– No vamos a quedarnos, Bill -dice ella-. Solo he pasado a recoger algunos medicamentos.

Por una ventana vislumbra el patio trasero de los Shaw: un manzano del que caen los frutos comidos por los gusanos, malas hierbas en abundancia, una zona vallada con planchas de hierro, palés de madera, neumáticos viejos, unas cuantas gallinas y lo que parece, por insólito que sea, un duiker, un cormorán que dormita en un rincón.

– ¿Qué te ha parecido? -le dice Lucy después, ya en la furgoneta.

– No quisiera ser maleducado. Es una subcultura propia, estoy seguro. ¿No tienen hijos?

– No, no tienen hijos. Y no subestimes a Bev. No es una idiota. Es una persona que hace muchísimo el bien.

Lleva años visitando la barriada chabolista de D Village, primero por cuenta de Bienestar de los Animales, luego por su cuenta.

– Debe de ser una batalla perdida de antemano.

– Sí, sí que lo es. Ya no hay subvenciones. En la lista de las prioridades de la nación no tienen sitio los animales.

– Debe deprimirse a menudo. Y tú también.

– Sí. O no. ¿Qué más da? Los animales a los que ella ayuda no están deprimidos. Al contrario, se sienten aliviados.

– Pues me parece excelente. Perdóname, hija, pero me cuesta un gran esfuerzo interesarme un poco por esta cuestión. Es admirable lo que tú haces, lo que hace ella, pero los defensores de los derechos y el bienestar de los animales a mí me parecen un poco como cierta clase de cristianos: todos tienen mucho brío, mucho ánimo, y tan buenas intenciones que al cabo de un rato a mí me entran ganas de irme por ahí y dedicarme al saqueo y al pillaje. O a dar de patadas a un gato.

A él mismo lo sorprende su salida de tono. No está de mal humor, ni mucho menos.

– En tu opinión, debería implicarme en asuntos de mayor importancia -dice Lucy. Van por la carretera; conduce sin mirarlo siquiera de reojo-. Piensas que, por ser hija tuya, debería dedicar mi vida a causas mejores.

Él ya está negando con la cabeza.

– No… no… no es eso… -murmura.

– Crees que debería pintar naturalezas muertas o ponerme a aprender ruso. No te agrada que tenga amistades como las de Bev o Bill Shaw, porque piensas que no me ayudarán a mejorar de vida.

– Lucy, eso no es cierto.

– Claro que es cierto. No me ayudarán a mejorar de vida, en el sentido material ni en el sentido espiritual. ¿Y quieres saber por qué? Porque no existe esa vida mejor. Esta es la única vida posible. Y la compartimos con los animales, por cierto. Ese es el ejemplo que tratan de dar las personas como Bev. Ese es el ejemplo que yo trato de seguir: compartir algunos de los privilegios del ser humano con los animales. No quiero reencarnarme en una futura existencia como perro o como cerdo y tener que vivir como viven los perros o los cerdos bajo nuestro dominio.

– Lucy, querida, no te enfades. Estoy de acuerdo en que esta es la única vida que existe. En cuanto a los animales, de acuerdo: seamos amables con ellos en la medida de nuestras posibilidades, pero tampoco perdamos la debida perspectiva. Pertenecemos a un orden de la creación distinto al de los animales. No es más elevado, pero es distinto. Y si vamos a ser amables, que sea por simple generosidad, no por sentirnos culpables o por temer las represalias.

Lucy respira hondo. Parece a punto de contestar a su homilía, pero no lo hace. Llegan a la casa en silencio.

9

Está sentado en el cuarto de estar, viendo un partido de fútbol por televisión. Van cero a cero; ninguno de los dos equipos parece tener ganas de ganar.

Los comentarios alternan el sotho con el xhosa, lenguas de las que no entiende una sola palabra. Baja el volumen hasta no ser sino un murmullo. Sábado por la tarde en Sudáfrica, un lapso consagrado a los hombres y sus placeres. Da un par de cabezadas y se adormece.

Cuando despierta, Petrus se encuentra a su lado en el sofá, con una botella de cerveza en la mano. Ha subido el volumen.

– Son los Bushbucks -dice Petrus-. Mi equipo, vaya. Juegan contra los Sundowns.

Los Sundowns sacan un córner. Se arma un barullo en el área de meta. Cuando se posa la polvareda, el portero de los Bushbucks aparece tendido boca abajo, con la pelota sujeta contra el pecho.

– ¡Es bueno! ¡Es muy bueno! -dice Petrus-. Es un portero estupendo. No hay que dejar que nos lo quiten.

El partido termina sin goles. Petrus cambia de canal. Boxeo: dos hombres minúsculos, tan pequeños que apenas le llegan al árbitro a la altura del pecho, dan vueltas alrededor el uno del otro, dan saltos, se lanzan puñetazos.

Se levanta y se aleja hasta el fondo de la casa. Lucy está tumbada en la cama, está leyendo.