– ¿Qué lees? -le pregunta. Ella lo mira como si no entendiera, y entonces se quita los auriculares de los oídos-. ¿Qué estás leyendo? -repite, y de pronto añade-: Esto no funciona, ¿verdad que no? ¿Quieres que me marche?
Ella sonríe, deja el libro a un lado. El misterio de Edwin Drood: no es lo que él hubiera esperado.
– Siéntate, anda -le dice.
Él toma asiento al borde de la cama, le acaricia el pie descalzo con un gesto casi automático. Es un buen pie, bien torneado. Tiene una osamenta espléndida, como la de su madre. Una mujer en la flor de la edad, atractiva a pesar de su sobrepeso, a pesar de las ropas poco favorecedoras.
– David, según mi punto de vista todo va estupendamente bien. Me alegro de que estés aquí. Lo que pasa es que cuesta un tiempo hasta que te acostumbras a la vida en el campo, eso es todo. Cuando encuentres cosas que hacer dejarás de estar aburrido.
Él asiente sin prestar demasiada atención. Es atractiva, piensa, y sin embargo ya está pasada para los hombres. ¿Debería echárselo en cara a sí mismo, o le habría ocurrido de todos modos? Desde el mismo día en que nació su hija, no ha sentido por ella sino el amor más espontáneo, el amor más ilimitado. Es imposible que ella no se haya dado cuenta. ¿Acaso ha sido demasiado ese amor?
¿Acaso lo ha sentido ella como una carga? ¿Acaso le ha pesado tanto? ¿O es que ella le ha dado una interpretación más siniestra?
Se pregunta cómo le habrá ido a Lucy con sus amantes, y cómo lo habrán vivido ellos con ella. Nunca ha tenido ningún miedo a la hora de seguir un pensamiento por los caminos más tortuosos, y ahora tampoco lo tiene. ¿Ha engendrado tal vez a una mujer apasionada? ¿En qué se inspira, a qué recurre y a qué no en el terreno de los sentidos? ¿Son ellos dos capaces de hablar también de eso? La vida de Lucy no ha sido una vida precisamente protegida.
¿Por qué no habrían de mostrarse recíprocamente abiertos, por qué iban a delimitar fronteras en tiempos en que nadie más lo hace?
– Cuando encuentre cosas que hacer -dice a la vuelta de sus devaneos-. ¿Y qué me sugieres?
– Podrías echar una mano con los perros. Podrías trocear incluso la carne que les damos de comer. A mí eso siempre se me ha hecho muy cuesta arriba. Y luego está Petrus. Petrus anda muy ocupado con sus propias tierras. Podrías echarle una mano.
– Echarle una mano a Petrus, eso me gusta. Me gusta la picantez histórica que tiene. ¿Tú crees que me pagará algo por mi trabajo?
– Pregúntaselo. Estoy segura de que sí. A principios de año recibió una subvención del Ministerio de Agricultura, dinero suficiente para comprarme incluso una hectárea. ¿No te lo había dicho? La linde atraviesa la presa; la presa la compartimos. Desde allí hasta la valla, toda esa tierra es suya. Tiene una vaca que parirá en primavera. Tiene dos esposas, o una esposa y una novia. Si sabe jugar bien sus cartas, podría recibir una segunda subvención para construir una casa, y así podrá dejar el establo. De acuerdo con lo que se lleva en el Cabo Oriental, es un hombre de posibles. Pídele que te pague. Puede permitírselo. Yo no estoy muy segura de poder permitirme contar con sus servicios por más tiempo.
– De acuerdo, me ocuparé de la carne de los perros y me ofreceré a cavar zanjas para Petrus. ¿Qué más?
– Puedes echar una mano en la clínica. Allí están locos por contar con algún voluntario.
– Quieres decir que le eche una mano a Bev Shaw.
– Sí.
– No creo que nos llevemos nada bien.
– No tienes que llevarte bien con ella. Basta con que la ayudes, pero no cuentes con que te pague nada. Tendrás que hacerlo solo por la bondad de tu corazón.
– Tengo mis dudas, Lucy. Eso me suena sospechosamente a prestar servicios a la comunidad. Suena como si alguien, yo en este caso, tratase de reparar de algún modo sus antiguas fechorías.
– Si se trata de tus motivos, David, puedo asegurarte que los animales de la clínica no los pondrán en tela de juicio. No te harán preguntas, no va a importarles.
– De acuerdo, lo haré. Pero solo si no se trata de que me convierta en mejor persona de lo que soy. No estoy preparado para reformarme. Quiero seguir siendo el que soy. Si lo hago, será sobre ese supuesto. -Su mano sigue apoyada en el pie de ella. Ahora le aprieta fuerte el tobillo-. ¿Queda claro?
Ella le dedica lo que para él tan solo es una dulce sonrisa.
– Así que estás determinado a seguir siendo malo. Loco, malo y peligroso, si se te llega a conocer. Te prometo que aquí nadie te pedirá que cambies.
Ella le toma_ el pelo tal como su madre lo hacía en tiempos. Si acaso, tiene un ingenio más vivo aún. Él siempre ha sentido una gran atracción por las mujeres ingeniosas. Ingenio y belleza. Ni siquiera con la mejor voluntad del mundo podría haber encontrado una pizca de ingenio en Meláni.
Pero sí le sobraba belleza.
Vuelve a traspasarlo de parte a parte: un leve estremecimiento de voluptuosidad. Es consciente de que Lucy lo observa. Él no parece ser capaz de ocultarlo. Es interesante.
Se pone en pie, sale al patio. Los perros más jóvenes se muestran encantados de verlo: trotan de un lado a otro de las jaulas, gimoteando de pura ansiedad. En cambio, la vieja bulldog hembra apenas se despereza.
Entra en su jaula, cierra la puerta tras de sí. La perra levanta la cabeza, lo mira, vuelve a quedar abatida. Las mamas le cuelgan, fláccidas.
Se acuclilla, la cosquillea detrás de las orejas.
– ¿Qué, estamos abandonados los dos? -murmura.
Se tiende a su lado, sobre el pavimento de hormigón. Allá arriba, el cielo azul pálido. Relaja sus extremidades.
Es así como lo encuentra Lucy. Debe de haberse queda do dormido; lo primero que nota es que ella ha entrado en la jaula con el cuenco de agua y que la perra se ha levantado y olisquea los pies de Lucy.
– ¿Haciendo amistades? -dice Lucy.
– No es fácil hacerse amigo de esta.
– Pobre Katy. Está deprimida. No la quiere nadie, y ella lo sabe. La ironía del caso es que debe de tener descendientes por toda la región, descendientes que seguro estarían encantados de compartir sus casas con ella. Pero no está en su mano el invitarla. Son parte del mobiliario, parte de los sistemas de alarma. Nos hacen el gran honor de tratarnos como a dioses, y nosotros se lo devolvemos tratándolos como meros objetos.
Salen de la jaula. La perra vuelve a echarse y cierra los ojos.
– Los Padres de la Iglesia tuvieron un larguísimo debate sobre ellos, y llegaron a la conclusión de que no tienen alma propiamente dicha -comenta él-. Tienen el alma atada al cuerpo, y sus almas mueren cuando mueren ellos.
Lucy se encoge de hombros.
– Yo no estoy muy segura de tener alma. No sabría reconocer un alma si la viera.
– Eso no es cierto. Tú eres un alma. Todos somos almas. Somos almas incluso antes de nacer.
Ella lo mira con cara rara.
– ¿Qué vas a hacer con ella? -le dice.
– ¿Con Katy? Si no me queda más remedio, me la quedaré.
– ¿Nunca rechazas ningún animal?
– No, nunca. Bev sí. El suyo es un trabajo que nadie quiere hacer, por eso ella se ha hecho cargo. Es algo que la destroza de manera terrible. Tú la subestimas. Es una persona mucho más interesante de lo que piensas. Incluso si la mides según tus propios términos.
Sus propios términos… ¿cuáles son? ¿Esas mujeres chiquititas y cabizbajas, las que tienen la voz tan fea, merecen que no se les haga caso? Cae sobre su ánimo la sombra de un pesar: un pesar por Katy, sola en su jaula, pero también por él, por todos. Lanza un hondo suspiro sin tratar siquiera de ahogarlo.
– Perdóname, Lucy.
– ¿Que te perdone? ¿Por qué? -Ella sonríe con ligereza, con un punto de burla.
– Por ser uno de los dos mortales que tuvieron a su cargo traerte a este mundo y por no haber sido un guía algo mejor para ti. Pero te aseguro que iré a echarle una mano a Bev Shaw Eso sí, siempre y cuando no tenga que llamarla Bev. Es un nombre ridículo. Me recuerda al ganado. ¿Cuándo debo empezar?