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Vuelve a suspirar. ¡Qué breve el verano, antes del otoño primero y el invierno después! Sigue leyendo hasta pasada la medianoche, y ni siquiera de ese modo concilia el sueño.

11

Es miércoles. Se ha levantado temprano, pero Lucy madruga más que él. La encuentra contemplando los gansos silvestres de la presa.

– ¿No son hermosos? -dice ella-. Vienen todos los años sin falta, y siempre son esos tres, siempre los mismos. Me siento muy afortunada de recibir su visita, de ser la elegida.

Tres. En cierto modo, podría ser una solución. Él, con Lucy y Melanie. O él, con Melanie y con Soraya.

Desayunan juntos y sacan a los dos dóberman a dar un paseo.

– ¿Tú crees que podrías vivir aquí, en este rincón apartado del mundo? -le pregunta Lucy de sopetón.

– ¿Por qué lo dices? ¿Es que necesitas un perrero nuevo?

– No, no estaba pensando en eso. Pero estoy segura de que podrías encontrar un trabajo en la Universidad de Rhodes, seguro que tienes contactos ahí, o si no en Port Elizabeth.

– No lo creo, Lucy. La verdad es que lo dudo mucho. Ya no estoy en el circuito. El escándalo me seguirá adonde quiera que vaya, lo llevo pegado a la piel. No, si encontrase un puesto de trabajo tendría que ser algo oscuro, como contable por ejemplo, si es que todavía existe ese oficio, o ayudante en una perrera.

– Pero si lo que pretendes es poner fin a la propagación del escándalo, ¿no crees que deberías defenderte, plantar cara? ¿No crees que las habladurías se multiplicarán sin cesar si te limitas a huir?

De niña, Lucy había sido apacible, retraída, y había estado presta a observarlo, pero nunca, al menos por lo que alcanzaba a colegir, a juzgarlo. Ahora, a sus veintitantos, ha comenzado a distinguirse. Los perros, la jardinería y el huerto, los libros de astrología, sus ropas asexuadas: en cada uno de esos rasgos reconoce una declaración de independencia tan considerada como determinada. También en su manera de volver la espalda a los hombres. En el modo en que hace su propia vida. En cómo sale de su propia sombra y la deja atrás. ¡Bien! ¡Eso le agrada!

– ¿Eso es lo que crees que he hecho? -pregunta-. ¿Huir simplemente de la escena del crimen?

– Bueno, lo cierto es que te has retirado. En la práctica, ¿qué diferencia puede haber?

– No entiendes el meollo de la cuestión, cariño. La defensa que pretendes que haga es la defensa de un caso que ya no se sostiene. Se cae por su propio peso. Al menos en los tiempos en que vivimos. Si tratara de hacer esa defensa, nadie me prestaría la menor atención.

– Eso no es verdad. Aun cuando seas lo que dices ser, un dinosaurio moral, siempre habrá cierta curiosidad por oír lo que tenga que decir el dinosaurio. Yo, de entrada, siento curiosidad. ¿Cuál es tu defensa? A ver, oigámosla.

Él titubea. ¿De veras aspira a que él devane todavía más intimidades?

– Mi defensa se apoya en los derechos del deseo -dice-. En el dios que hace temblar incluso a las aves más diminutas.

Vuelve a verse en el piso de la muchacha, en su dormitorio, mientras fuera llueve a cántaros y del calefactor de la esquina emana un olor a parafina; vuelve a verse arrodillado sobre ella, quitándole la ropa, mientras ella deja los brazos yertos como si fuese una muerta. Fui un sirviente de Eros: eso es lo que desea decir, pero ¿será capaz de semejante desfachatez? Fue un dios el que actuó a través de mí. ¡Qué vanidad! Y sin embargo, no es mentira, no lo es del todo. En toda esta penosa historia hubo algo sin duda generoso que hizo todo lo posible por florecer. ¡Si al menos hubiera sabido que iba a ser tan corto…!

Vuelve a intentarlo, esta vez más despacio.

– Cuando eras pequeña, cuando todavía vivíamos en Kenilworth, los vecinos de al lado tenían un perro, un setter irlandés. No sé si te acuerdas.

– Vagamente.

– Bueno, pues era un macho. Cada vez que por el vecindario asomaba una perra en celo se excitaba y se ponía como loco, era casi imposible de controlar. Con una regularidad pavloviana, los dueños le pegaban. Y así fue hasta que llegó un día en que el pobre perro ya no supo qué hacer. Nada más olfatear a la perra echaba a corretear por el jardín con las orejas gachas y el rabo entre las patas, gimoteando, tratando de esconderse.

Hace una pausa.

– No entiendo adónde pretendes llegar -dice Lucy. Ciertamente, ¿adónde pretende llegar?

– En aquel espectáculo había algo tan innoble, tan ignominioso, que llegaba a desesperarme. A mí me parece que puede castigarse a un perro por una falta como morder y destrozar una zapatilla. Un perro siempre aceptará una justicia de esa clase: por destrozar un objeto, una paliza. El deseo, en cambio, es harina de otro costal. Ningún animal aceptará esa justicia, es decir, que se le castigue por ceder a su instinto.

– Así pues, a los machos hay que permitirles que cedan a sus instintos sin que nadie se lo impida. ¿Esa es la moraleja?

– No, esa no es la moraleja. La ignominia del espectáculo de Kenilworth estriba en que el pobre perro había comenzado a detestar su propia naturaleza. Ya ni siquiera era necesario darle una paliza. Estaba dispuesto a castigarse a sí mismo. Llegados a ese punto, habría sido preferible pegarle un tiro.

– O haberlo castrado.

– Puede ser. Pero en lo más hondo de su ser seguramente habría preferido recibir un disparo. Habría preferido esa solución al resto de las opciones que se le ofrecían: por una parte, renunciar a su propia naturaleza; por otra, pasarse el resto de sus días dando vueltas por el cuarto de estar, suspirando, olfateando al gato, volviéndose corpulento y reposado.

– David, ¿tú te has sentido siempre así?

– No, no siempre. Alguna vez me he sentido exactamente a la inversa: he sentido que el deseo es una pesada carga sin la cual podría apañármelas estupendamente.

– Debo decir -dice Lucy- que ese es el planteamiento hacia el que más me inclino.

Él espera a que continúe, pero no lo hace.

– En cualquier caso -añade ella-, y por volver al asunto en cuestión, está claro que has sido expulsado y que eso deja sanos y salvos a tus colegas: ahora que el chivo expiatorio anda suelto por ahí, bien lejos, pueden respirar tranquilos.

¿Una afirmación? ¿Una pregunta? ¿Cree de veras que no es sino un chivo expiatorio?

– No creo que eso del chivo expiatorio sea la mejor manera de explicarlo -dice con cautela-. En la práctica, eso del chivo expiatorio funcionaba mientras hubiera un poder religioso que lo avalase. Se cargaban todos los pecados de la ciudad a lomos del chivo, se le expulsaba de la ciudad y la ciudad quedaba limpia de pecado. Si funcionaba, es porque todos los implicados sabían interpretar el ritual, incluidos los dioses. Luego resultó que murieron los dioses, y de golpe y porrazo fue preciso limpiar la ciudad sin ayuda divina. En vez de ese simbolismo fueron necesarios otros actos, actos de verdad. Así nació el censor en el sentido romano del término. La vigilancia pasó a ser la clave, la vigilancia de todos sobre todos. El perdón fue reemplazado por la purga.

Está dejándose llevar; sin querer, ha empezado a hilvanar una conferencia.

– De todos modos -concluye-, una vez que me he despedido de la ciudad, ¿qué es lo que hago ahora en el campo?

Ayudar a cuidar a los perros. Ser la mano derecha de una mujer especializada en esterilización y eutanasia.

Lucy se echa a reír.

– ¿Bev? ¿Tú crees que Bev forma parte del aparato represivo? ¡Bev te tiene miedo, hombre! Tú eres profesor; ella jamás había tratado a un profesor como los de antes. Le da miedo cometer errores gramaticales al hablar contigo.