Él no la entiende.
– Tú cuenta lo que te ha pasado; yo contaré lo que me ha pasado a mí -repite.
– Vas a cometer un error -dice él con una voz que apenas pasa de ser un graznido.
– No, ni mucho menos -dice ella.
– ¡Mi niña, mi niña! -dice él, y le tiende los brazos. Como ella no acude, deja la manta a un lado, se pone en pie y la abraza. La siente rígida como un palo, sin intención de ceder ni un ápice.
12
Ettinger es un viejo adusto que habla inglés con un marcado acento alemán. Es viudo, sus hijos han vuelto a Alemania, es el único de su familia que queda en África. Llega en su camioneta de tres litros de cilindrada con Lucy al lado y espera sin apagar el motor.
– Pues así es, nunca voy a ninguna parte sin mi Beretta -dice cuando circulan por la carretera de Grahamstown. Da un par de palmadas en la cartuchera que lleva en la cadera-. Lo mejor es que cada cual cuide de sí mismo, porque la policía no nos salvará de nada; ya no, de eso pueden estar seguros.
¿Tiene razón Ettinger? Si él tuviera una pistola, ¿habría salvado a Lucy? Lo duda. De haber tenido un arma en su poder, lo más probable es que ahora estuviera muerto, y Lucy también.
Se fija en que las manos todavía le tiemblan ligeramente. Lucy lleva los brazos cruzados sobre el pecho. ¿Será porque ella también tiembla?
Esperaba que Ettinger los llevase a la comisaría de policía, pero resulta que Lucy le ha indicado que los lleve directamente al hospital.
– ¿Por mí o por ti? -le pregunta. -Por ti.
– ¿Y no querrá verme también a mí la policía?
– No hay nada que tú puedas contarles y yo no -responde ella-. ¿O sí?
En el hospital, Lucy entra a grandes zancadas por una puerta en cuyo dintel un rótulo dice PARTES DE LESIONES. Llena el formulario correspondiente y le hace sentarse en la sala de espera. Se le nota una gran fuerza interior; es toda decisión, mientras que el temblor de antes a él se le ha extendido por todo el cuerpo.
– Si te dan de alta, espera aquí -le indica-. Volveré a recogerte.
– ¿Y tú? ¿Qué vas a hacer?
Ella se encoge de hombros. Si está temblando, desde luego que no se le nota.
Encuentra un asiento libre entre dos muchachas bastante voluminosas que bien podrían ser hermanas, una de ellas con un niño en brazos que no para de llorar, y un hombre que lleva un vendaje aparatoso y ensangrentado en una mano. Es el duodécimo de la fila. El reloj de pared marca las cinco y cuarenta y cinco. Cierra el ojo bueno y se deja caer en un sueño en el que las dos hermanas no cesan de cotillear, chuchotantes. Cuando abre el ojo, el reloj sigue marcando las cinco y cuarenta y cinco. ¿Estará estropeado? No: la manecilla del minutero da una sacudida y descansa en las cinco y cuarenta y seis.
Pasan dos horas antes de que la enfermera lo haga pasar a la consulta, y todavía habrá de esperar un buen rato hasta que le llegue la vez de ser recibido por la única médico de guardia, una joven de origen indio.
Las quemaduras que tiene en el cuero cabelludo no son graves, aunque debe tener cuidado de que no se le infecten. La doctora dedica más tiempo a explorarle el ojo. El párpado superior y el párpado inferior están pegados; separarlos resulta extraordinariamente doloroso.
– Ha tenido usted suerte -comenta ella después de la exploración-. El ojo en sí no está dañado, pero si hubieran empleado gasolina nos veríamos en una situación completamente distinta.
Sale de la consulta con la cabeza vendada, el ojo tapado, una bolsa de hielo aplicada sobre la muñeca. En la sala de espera lo sorprende encontrar a Bill Shaw Bill, al que le saca una cabeza, lo sujeta por los hombros.
– Espantoso, absolutamente espantoso -le dice-. Lucy se ha quedado en nuestra casa. Iba a venir a recogerte, pero Bev le ha dicho que ni hablar. ¿Cómo te encuentras?
– Bien, estoy bien. Son quemaduras superficiales, nada serio. Lamento que os hayamos fastidiado la velada.
– ¡No digas tonterías! -responde Bill Shaw-. ¿Para qué están los amigos? Tú habrías hecho lo mismo.
Pronunciadas sin el menor atisbo de ironía, esas palabras quedan impresas en él, indelebles. Bill Shaw cree que si él, Bill Shaw, hubiera recibido un golpe en la cabeza y luego su agresor le hubiese prendido fuego, él, David Lurie, habría ido en coche al hospital y se habría sentado a esperarlo sin llevar siquiera un periódico para pasar el rato, para llevarlo después a su casa. Bill Shaw cree que porque David Lurie y él compartieron una vez una taza de té, David Lurie es su amigo, y que por eso los dos tienen ciertas obligaciones mutuas. ¿Tendrá razón Bill Shaw, o acaso se equivoca? ¿Acaso es que Bill Shaw, nacido en Hankey, a menos de doscientos kilómetros de allí, y que trabaja en una ferretería, ha visto tan poco mundo que ni siquiera sabe que hay hombres que no traban amistades con facilidad, hombres cuya actitud frente a la amistad entre los hombres está corroída por el escepticismo? Amigo, en inglés moderno friend, proviene del inglés antiguo freond, que a su vez deriva del verbo freon, `amar'. ¿Será que una simple taza de té es sello de un vínculo de amor a ojos de Bill Shaw? Con todo, de no ser por Bill y Bev Shaw, de no ser por el viejo Ettinger, de no ser por cierta clase de vínculos, ¿dónde estaría él ahora? En la granja hecha trizas, sin teléfono, entre unos cuantos perros muertos.
– Es espantoso, de veras -repite Bill Shaw ya en el coche-. Una atrocidad. Bastante lamentable es conocer esta clase de incidentes por el periódico, pero cuando encima le sucede a una persona que conoces… -Menea la cabeza-. Eso sí que te hace ver las cosas con claridad. Es como si volviéramos a estar en plena guerra.
Él no se toma la molestia de contestar. El día no ha muerto aún, está vivo y coleando. Guerra, atrocidad: cada palabra con la que alguien trata de envolver el día, el día mismo las engulle y desaparecen en su negra garganta.
Bev Shaw los recibe en la puerta. Lucy ha tomado un sedante, anuncia, y se ha tumbado hace un rato; es preferible no molestarla.
– ¿Ha ido a ver a la policía?
– Sí, hay una denuncia por el robo de tu coche.
– ¿Y ha visitado a un médico?
– Ya está todo en orden. ¿Tú cómo te encuentras? Me dijo Lucy que has sufrido graves quemaduras.
– Sí, tengo algunas quemaduras, pero no son tan graves como puede parecer.
– Deberías comer algo antes de descansar.
– No tengo hambre.
Ella le prepara un baño en su bañera, grande y anticuada, de hierro forjado. Él estira toda su pálida longitud y la sumerge en el agua humeante; trata de relajarse. Cuando es hora de salir de la bañera, resbala y poco le falta para caerse de bruces: se siente tan débil como un bebé, e igual de aturdido. Ha de llamar a Bill Shaw y padecer la ignominia de recibir su ayuda para salir de la bañera, para secarse, para ponerse el pijama que le presta. Después oye a Bill y a Bev que cuchichean en voz baja, y comprende que están hablando de él.
Ha salido del hospital con un frasco de analgésicos, un paquete de vendas especiales para quemaduras, un pequeño artilugio de aluminio para apoyar la cabeza cuando se acueste. Bev Shaw lo acomoda en un sofá que huele a gato; con una facilidad sorprendente se queda dormido enseguida. En mitad de la noche despierta en un estado de absoluta clarividencia. Tiene una visión: Lucy le ha hablado; el eco de sus palabras -«¡Ven, sálvame!»- sigue rebotando en sus oídos. En su visión, ella permanece en pie con las manos extendidas, el cabello húmedo y peinado hacia atrás, en medio de un campo que baña una luz muy blanca.
Se pone en pie, tropieza con una silla, la derriba. Se enciende una luz y Bev Shaw aparece ante él en camisón.