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– Es que la cámara frigorífica hace demasiado ruido.

No es verdad. La cámara que hay en la habitación de atrás apenas ronronea. Es por lo que contiene la cámara, por eso no quiere Lucy dormir ahí: despojos, huesos, carne para perros que ya no tienen ninguna necesidad de comérsela.

– Quédate con mi cuarto -le dice-. Yo dormiré aquí.

Y acto seguido se pone a recoger sus cosas.

Sin embargo, ¿es cierto que desea cambiarse a esa celda llena de cajas con tarros de cristal vacíos, apiladas en una esquina, con un solo y minúsculo ventanuco que mira al sur? Si los fantasmas de los violadores de Lucy siguen en su dormitorio, no cabe duda de que habría que echarlos como fuera, no permitirles que se apoderen de esa pieza y la hagan su fortín. Por eso traslada sus pertenencias al dormitorio de Lucy.

Cae la noche. No tienen hambre, pero comen algo. Comer es un ritual, los rituales facilitan las cosas.

Con toda la delicadeza que puede, de nuevo formula su pregunta.

– Lucy, querida mía, ¿por qué nov quieres contarlo? Fue un delito. No ha de avergonzarte el ser objeto de un delito. Tú no lo quisiste. No eres sino una víctima inocente.

Sentada al otro lado de la mesa, frente a él, Lucy respira hondo, hace acopio de fuerzas, exhala el aire y menea la cabeza.

– ¿Quieres que intente adivinarlo? -dice él-. ¿Es que acaso tratas de recordarme algo?

– ¿Que si trato de recordarte algo? ¿Qué?

– Lo que han de padecer las mujeres a manos de los hombres.

– Nada más lejos de mis pensamientos. Esto no tiene nada que ver contigo, David. Quieres saber por qué no he puesto en conocimiento de la policía una acusación en particular. Bien, pues voy a decírtelo con una condición: que no vuelvas a plantear este asunto. La razón es bien sencilla: por lo que a mí respecta, lo que me sucedió es un asunto puramente privado. En otra época y en otro lugar, tal vez pudiera exponerse a la consideración de la comunidad, e incluso ser un asunto de interés público. Pero en esta época y en este lugar, no lo es. Es un asunto mío y nada más que mío.

– Cuando hablas de este lugar, ¿a qué te refieres?

– A Sudáfrica.

– Pues no estoy de acuerdo. No estoy de acuerdo con lo que estás haciendo. ¿Crees que si aceptas con mansedumbre lo que te ocurrió puedes situarte al margen de granjeros y terratenientes como Ettinger? ¿Crees que lo que sucedió aquí fue como un examen, que si lo apruebas recibes un diploma y un salvoconducto de cara al futuro, o un rótulo para colocarlo en el dintel de tu puerta, de modo que la plaga pase de largo sin afectarte? No es así como funciona la venganza, Lucy. La venganza es como el fuego. Cuanto más devora, más hambre tiene.

– ¡Basta, David! No quiero oírte hablar de plagas ni de fuego. No solo se trata de que intente salvar el pellejo. Si eso es lo que piensas, es que no has entendido nada.

– Entonces, ayúdame a entenderlo. ¿Es alguna forma de salvación privada lo que intentas poner en pie? ¿Esperas expiar los pecados del pasado mediante tu sufrimiento en el presente?

– No. Sigues interpretándome mal. La culpa y la salvación son abstracciones. Yo no actúo de acuerdo con meras abstracciones. Hasta que no hagas un esfuerzo para entenderlo, no puedo ayudarte.

Él desea responder, pero ella lo obliga a callar.

– David, hemos hecho un pacto. No quiero seguir dándole vueltas a esta conversación.

Nunca, hasta ese instante, habían estado tan lejos y tan amargamente separados. Él se queda hundido.

14

Un nuevo día. Ettinger llama por teléfono y se ofrece a prestarles una escopeta «entretanto».

– Gracias -le responde él-. Nos lo pensaremos.

Saca las herramientas de Lucy y repara la puerta de la cocina todo lo bien que sabe. Deberían instalar barrotes, una cancela de seguridad, una valla por todo el perímetro, como ha hecho Ettinger. Deberían convertir la granja en una fortaleza. Lucy debería adquirir una pistola y un juego de walkie-talkies, y tomar clases de tiro al blanco. ¿Consentirá ella alguna vez? Está ahí, vive ahí porque ama la tierra y esa manera de vivir a la antigua, l’indliche. Si esa forma de vida está condenada, ¿qué le quedará, qué podrá amar?

Al final, Katy se deja convencer para salir de su escondite y se aposenta en la cocina. Se muestra sumisa, asustadiza; sigue a Lucy por todas partes, se mantiene pegada a sus talones. Paso a paso, la vida no transcurre como antes. La casa parece ajena, parece haber sido violentada; están constantemente alerta, con las orejas aguzadas.

Es entonces cuando regresa Petrus. Un viejo camión aparece jadeante por las roderas del camino y se detiene ante el establo. Petrus baja de la cabina; lleva un traje que le queda demasiado estrecho, va seguido por su mujer y por el conductor. De la caja del camión, los dos hombres descargan varias cajas de cartón, postes recubiertos por una mano de creosota, planchas de hierro galvanizado, un rollo de tubería de plástico y, por último, con gran ruido y conmoción, dos ovejas casi adultas que Petrus amarra a un poste de la valla. El camión traza una amplia curva en torno al establo y desaparece atronador por el camino. Petrus y su mujer desaparecen dentro. Una hilacha de humo comienza a salir de la chimenea recubierta de amianto.

Él sigue en guardia. Al cabo de un rato sale la mujer de Petrus y con un movimiento grácil, ampuloso, vacía un cubo lleno de agua sucia. Es una mujer hermosa, piensa para sí, con su falda larga y la pañoleta que le cubre el pelo sujeta bien alta, a la moda campestre. Una mujer hermosa y un hombre afortunado. Claro que ¿dónde han estado?

– Ha vuelto Petrus -dice a Lucy-. Cargado de materiales de construcción.

– Bien.

– ¿Por qué no te dijo que iba a marcharse? ¿No te escama que haya desaparecido precisamente en este momento?

– No puedo dar órdenes a Petrus. Él es dueño de sus actos.

Es una incongruencia, pero la deja pasar. Ha decidido dejarlo pasar todo, con Lucy, al menos por el momento.

Lucy se muestra reservada, no expresa sentimiento alguno, no manifiesta el menor interés por lo que la rodea. Es él, ignorante de todos los asuntos del campo, el que tiene que dejar salir a los patos del corral, el que ha de manejar el sistema de las compuertas de la presa y desaguarla para que la huerta se riegue y no se seque del todo. Lucy pasa hora tras hora tumbada en la cama, mirando al vacío u hojeando revistas viejas, de las que parece tener una provisión ilimitada. Pasa las páginas con impaciencia, como si buscase en ellas algo que no encuentra. De Edwín Drood no queda ni rastro.

Él espía a Petrus cuando está en la presa, vestido con el mono de trabajo. Le resulta extraño que el hombre no haya ido a saludar a Lucy. Se acerca como si tal cosa, a saludarlo.

– Te habrás enterado. Fuimos víctimas de un robo mientras estabas fuera, el miércoles.

– Sí -dice Petrus-. Lo sé. Es mala, muy mala cosa. Pero ahora están bien los dos.

¿Está bien él? ¿Está Lucy bien? ¿Le ha hecho Petrus una pregunta? No suena a pregunta, pero no puede tomárselo de otro modo, o no al menos sin faltar al más elemental decoro. La pregunta, pues, es esta: ¿qué va a responderle?

– Estoy vivo -dice-. Mientras uno siga vivo, es que está bien, supongo yo. Así que sí, así es. Estoy bien. -Hace una pausa, espera, permite que el silencio se espese, un silencio que Petrus tendrá que paliar con su siguiente pregunta:

¿Y qué tal está Lucy?

Se equivoca.

– ¿Piensa Lucy ir mañana al mercado? -pregunta Petrus.

– No lo sé.

– Lo digo porque perderá el puesto si no va -dice Petrus-. No es seguro, pero puede ocurrir.

– Petrus quiere saber si mañana tienes previsto ir al mercado -informa a Lucy-. Teme que pierdas el puesto.