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– ¿Sabes una cosa, Petrus? -dice-. Me cuesta trabajo creer que los hombres que vinieron fueran unos desconocidos. Me cuesta trabajo creer que llegaron por las buenas, a saber de dónde, y que hicieron lo que hicieron para desaparecer después como si fueran fantasmas. Y me cuesta aún más trabajo creer que la razón por la que se fijaron en nosotros fue, sencillamente, que éramos los primeros blancos con los que se encontraron por casualidad aquel día. ¿Tú qué piensas? ¿Me equivoco?

Petrus fuma en pipa, una pipa a la antigua usanza, con el tubo curvado y una tapadera de plata sobre la cazoleta. Ahora se yergue, saca la pipa del bolsillo de su mono de trabajo, abre la tapadera, aprieta el tabaco en la cazoleta y succiona la boquilla de la pipa, que sigue sin encender. Contempla con actitud reflexiva el murete de la presa, las colinas, el campo abierto. Su expresión es de perfecto sosiego.

– La policía tiene que encontrarlos -dice por fin-. La policía ha de encontrarlos, ha de meterlos en la cárcel. Ese es el trabajo de la policía.

– Ya, pero la policía no va a encontrarlos sin ayuda. Esos hombres conocían la existencia del puesto de la explotación forestal. Estoy convencido de que sabían cuál era el paradero de Lucy. Y lo que más me extraña es… ¿cómo podían saberlo si eran perfectos desconocidos en la provincia?

Petrus prefiere no tomárselo como si fuera una pregunta. Se guarda la pipa en el bolsillo, deja la pala, empuña la escoba.

– No es solo un robo, Petrus -insiste-. No solo vinieron a robar lo que encontrasen. No solo vinieron a hacerme esto a mí. -Se toca los vendajes, se toca la protección que le cubre el ojo-. Vinieron con la idea de hacer algo más. Sabes de sobra a qué me refiero, y si no lo sabes seguramente podrás imaginártelo. Después de hacer lo que hicieron, no puedes contar con que Lucy reanude su vida con toda paz tal como era antes. Yo soy el padre de Lucy, yo quiero que esos hombres sean apresados y puestos ante la ley y castigados. ¿Me equivoco? ¿Me equivoco cuando deseo que se haga justicia?

Ahora le da lo mismo cómo sonsacarle las palabras a Petrus: solo quiere oírselas decir.

– No, no se equivoca.

Una sacudida de cólera lo azota, y tiene la fuerza suficiente para tomarlo desprevenido. Aferra la pala y limpia largas franjas de fango y de hierbajos del fondo de la presa, arrojándolas por encima del hombro, por encima del murete. Te vas a enrabietar, se advierte. ¡Basta! Sin embargo, en ese preciso instante le gustaría agarrar a Petrus por el cuello. Si hubiera sido tu mujer en vez de mi hija, tiene ganas de decirle a Petrus, no estarías dando golpecitos a tu pipa y sopesando tus palabras de manera tan juiciosa. Una violación: esa es la palabra que le gustaría arrancar por la fuerza de labios de Petrus. Sí, fue una violación, eso le gustaría que dijera Petrus. Sí, fue un ultraje.

En silencio, hombro con hombro, Petrus y él dan por terminado el trabajo de limpieza.

Así es como pasa los días en la granja. Ayuda a Petrus a limpiar el sistema de riego. Impide que el huerto y las flores se echen a perder del todo. Embala las hortalizas y las flores para llevarlas al mercado. Ayuda a Bev Shaw en la clínica. Barre el suelo, prepara la comida y la cena, hace todas las tareas de las que Lucy ya no se ocupa. Está atareado de sol a sol.

El ojo se le va curando a sorprendente velocidad: al cabo de solo una semana ya consigue abrirlo de nuevo. Las quemaduras llevan más tiempo. Conserva el gorro de vendas y el otro vendaje sobre la oreja. Descubierta, la oreja parece un molusco sonrosado y desnudo: no sabe cuándo tendrá el valor suficiente de exponerla a las miradas de los demás.

Compra un sombrero para protegerse del sol y, en cierta medida, para ocultarse la cara. Trata de acostumbrarse al extraño aspecto que exhibe, peor que extraño: repulsivo, uno de esos individuos ante los que los niños tuercen el gesto por la calle. «¿Por qué tiene ese tío una pinta tan rara?», preguntan a sus madres, y estas tienen que acallarlos.

Visita las tiendas de Salem las mínimas veces que puede, a Grahamstown baja solamente los sábados. De buenas a primeras se ha convertido en un recluso, un recluso en el campo. Se acabaron sus andanzas. Y eso, aunque el corazón siga rebosante de amor y la luna siga igual de luminosa. ¿Quién iba a pensar que llegaría tan pronto al final, y tan de repente? ¿Quién iba a decir que se acabarían de ese modo sus correrías, sus andanzas, sus amores?

No tiene ningún motivo para pensar que sus infortunios hayan saltado al circuito de las habladurías de Ciudad del Cabo. No obstante, quiere asegurarse de que a Rosalind no le llegue la historia de forma tergiversada. Trata de localizarla dos veces, pero sin éxito. A la tercera, llama a la agencia de viajes en que trabaja. Rosalind ha ido a Madagascar, le informan, de exploración: le dan un número de fax de un hotel de Tananarive.

Redacta un mensaje: «Lucy y yo hemos tenido un golpe de mala suerte. Me han robado el coche, y hubo también una agresión de la que me llevé la peor parte. Nada serio; estamos los dos bien, aunque un tanto alterados. Pensé que lo mejor era decírtelo, por si acaso te llegaba el rumor. Confío en que estés pasándolo bien». Cede a Lucy la página para que dé su aprobación, y luego se la da a Bev Shaw para que la envíe. A Rosalind, en lo más tenebroso de África.

Lucy no mejora. Se pasa la noche entera en vela, sostiene que no consigue dormir; por las tardes, él la encuentra adormecida en el sofá, con el pulgar metido en la boca como una niña pequeña. Ha perdido todo interés por la comida: es él quien debe engatusarla para que coma algún bocado, quien ha de cocinar platos para él desconocidos, pues ella se niega a tocar siquiera la carne.

No es esto a lo que vino; no vino a verse atrapado en el quinto pino, a espantar a los demonios, a cuidar de su hija, a ocuparse de una empresa moribunda. Si vino por algo, fue para recuperar su compostura, para recobrar fuerzas. Ahí, cada día que pasa va perdiéndose más.

Los demonios tampoco a él lo dejan en paz. Tiene pesadillas propias: se hunde en un lecho de sangre o, jadeando, gritando sin que salga un solo sonido de sus labios, escapa corriendo del hombre que tiene la cara como un halcón, como una máscara de Benín, como Tot. Una noche, a medias sonámbulo, a medias enloquecido, arranca de cualquier manera las ropas de la propia cama e incluso da la vuelta al colchón, buscando alguna mancha.

Todavía sigue en pie el proyecto Byron. De los libros que se trajo de Ciudad del Cabo, solo le quedan los dos volúmenes de las cartas; el resto estaba en el maletero del coche cuando se lo robaron. La biblioteca pública de Grahamstown apenas puede ofrecerle más que una antología de los poemas. De todos modos, ¿es necesario que continúe leyendo?

¿Qué más necesita saber sobre el modo en que Byron y su conocida pasaban el tiempo en la antigua Ravena? A estas alturas, ¿no podría inventar un Byron que fuese fiel a Byron y una Teresa similar?

La verdad sea dicha: lleva meses posponiéndolo, retrasando el momento de hacer frente a la página en blanco, tocar la primera nota, comprobar si es válido. Mentalmente ya tiene impresos algunos trozos, algún dueto entre los amantes, las líneas vocales, soprano y tenor, que se enredan una en torno a la otra, como dos serpientes, sin palabras. La melodía sin clímax; el susurro de las escamas del reptil sobre la escalera de mármol; palpitando más al fondo, el barítono del marido humillado. ¿Será aquí donde ese trío tenebroso sea por fin llevado a la vida, es decir, no en Ciudad del Cabo, sino en la vieja Cafrería?