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Petrus se esfuerza por hacer el empalme. En la palma de las manos se le ven grietas profundas, rugosas; emite pequeños gruñidos mientras faena; no da muestra alguna de haber oído nada.

– Lucy está bien segura aquí -anuncia de repente-. Es así. Puede usted dejarla aquí, que estará sana y salva.

– ¡Pero no está segura, Petrus! ¡Salta a la vista que no está sana y salva! Sabes muy bien lo que sucedió aquí el día veintiuno.

– Sí, sé lo que pasó. Pero ahora todo está en orden.

– ¿Quién dice que esté todo en orden?

– Yo lo digo.

– ¿Tú lo dices? ¿Tú vas a protegerla?

– Yo voy a protegerla.

– No la protegiste la última vez.

Petrus embadurna de grasa la boca de la tubería.

– Dices que sabes qué pasó, pero la última vez no la protegiste -repite-. Te fuiste y aparecieron esos tres delincuentes, y ahora por lo visto eres amigo de ellos. ¿Qué conclusión quieres que saque de todo esto?

Nunca ha estado más cerca de acusar a Petrus, pero ¿por qué no?

– El chico no es culpable -dice Petrus-. No es un criminal. No es un ladrón.

– Yo no estoy hablando solo de un robo. Hubo otro delito, un delito de naturaleza mucho más grave. Dices que sabes qué pasó; por lo tanto, seguramente entiendes a qué me refiero.

– Él no es culpable. Es demasiado joven. No es más que un error muy grande.

– ¿Lo sabes?

– Lo sé. -La tubería queda empalmada. Petrus pasa la abrazadera, la aprieta, se endereza-. Lo sé, se lo estoy diciendo. Lo sé.

– Lo sabes. Y sabes cómo será el futuro. ¿Qué quieres que te diga a eso? Has hablado. ¿Me necesitas para algo más?

– No, ahora viene lo más fácil, solo tengo que abrir una zanja para meter la tubería.

A pesar de la confianza que manifiesta Petrus en el sector de las aseguradoras, parece que nadie atiende su reclamación. Sin coche se siente atrapado en la granja.

Durante una de las tardes que pasa en la clínica se desahoga con Bev Shaw.

– Lucy y yo no nos llevamos bien últimamente -dice-. Tampoco es que sea algo digno de mención, supongo. Los padres y los hijos no están hechos para vivir juntos. En circunstancias normales ya me habría marchado, seguramente habría vuelto a Ciudad del Cabo, pero no puedo dejar a Lucy sola en la granja. Allí no está a salvo. Estoy tratando de convencerla para que ceda la explotación a Petrus y se tome un respiro, pero ella no me hace ni caso.

– Hay que dejar en paz a los hijos, David. No puedes vigilar a Lucy siempre.

– A Lucy la dejé en paz hace ya mucho tiempo. He sido el menos protector de los padres, pero esta situación actual es bien distinta. Lucy objetivamente corre peligro. Eso es algo que ya nos han demostrado.

– Todo se arreglará. Petrus la tomará bajo su protección.

– ¿Petrus? ¿Qué interés puede tener Petrus en tomarla bajo su protección?

– Subestimas a Petrus. Petrus ha trabajado como un esclavo para que a Lucy le fuese bien en el mercado de las flores. Sin Petrus, Lucy no estaría donde está hoy. No quiero decir que se lo deba todo, pero es mucho lo que le debe.

– Sí, puede ser. La cuestión es ¿cuánto le debe Petrus a ella?

– Petrus es un buen hombre. Es de fiar.

– ¿Fiarse de Petrus? Solo porque tiene barba y fuma en pipa y usa bastón te piensas que Petrus es un kaffir a la antigua usanza. Pero no, ni mucho menos. Petrus no es un kaffir a la antigua usanza, y mucho menos un buen hombre. Si quieres que te diga qué opino, yo creo que Petrus se muere de ganas de que Lucy se largue cuanto antes. Y si quieres una prueba, basta con tener en cuenta lo que nos pasó a Lucy y a mí. Puede que no fuese íntegramente idea de Petrus, pero no me cabe ninguna duda de que hizo oídos sordos. Desde luego que no nos lo advirtió, y puso todo el cuidado del mundo en no estar por allí cerca.

Su vehemencia sorprende a Bev Shaw.

– Pobre Lucy -murmura-. Lo que habrá tenido que sufrir.

– Yo sé bien lo que ha sufrido. Yo estaba allí.

Con los ojos como platos, ella se vuelve hacia él.

– Pero si no estabas allí, David. Me lo ha dicho ella. Tú no estabas delante.

No estabas delante. No sabes qué sucedió. Se queda desconcertado. ¿Dónde no estaba, según Bev Shaw, según Lucy? ¿En la misma habitación en que los intrusos cometieron sus desmanes? ¿Acaso creen que él desconoce qué es una violación? ¿Piensan que no ha sufrido él con su hija? ¿Podría haber sido testigo de algo más de lo que la imaginación le alcanza? ¿O acaso creen que, en lo que atañe a una violación, ningún hombre puede estar en el lugar en que se encuentra la mujer? Sea cual fuere la respuesta, se siente ultrajado, ultrajado al verse tratado como un marginado.

Compra un pequeño televisor para sustituir el que les robaron. Por las noches, después de cenar, Lucy y él se sientan juntos en el sofá a ver las noticias y, si resultan soportables, los programas de entretenimiento.

Es verdad, la visita se ha prolongado demasiado tiempo tanto en su opinión como en la de Lucy. Está cansado de vivir del contenido de una maleta, cansado de oír a todas horas el crujir de la gravilla en el camino de entrada. Desea poder sentarse de nuevo ante su mesa, dormir en su propia cama. Pero Ciudad del Cabo está muy lejos, casi en otro país. A pesar de los consejos de Bev, a pesar de las garantías de Petrus, a pesar de la obstinación de Lucy, no está preparado para abandonar a su hija. Es aquí donde vive en la actualidad: en esta época, en este lugar.

Ha recuperado por completo la visión del ojo lesionado. El cuero cabelludo se le va curando, ya no tiene que utilizar los vendajes aceitados. Solo su oreja requiere atenciones diarias. Así pues, es verdad que el tiempo lo cura todo. Es de suponer que Lucy también está curándose, o, si no curándose, al menos olvidando, recubriendo con el tejido de las cicatrices el recuerdo de aquel día, envolviéndolo, sellándolo, cerrándolo. Un buen día tal vez sea capaz de hablar de «el día en que nos robaron» y recordarlo únicamente como el día en que les robaron.

Trata de pasar el día al aire libre, dejando a Lucy entera libertad para que respire en la casa. Trabaja en el huerto; cuando se cansa, va a sentarse junto a la presa y observa las idas y venidas de la familia de patos mientras medita sobre el proyecto Byron.

El proyecto no avanza. Todo lo que logra precisar son fragmentos sueltos. La primera palabra del primer acto se le resiste todavía; las primeras notas siguen siendo tan esquivas como las hilachas de humo. Algunas veces teme que los personajes de la historia, que durante más de un año han sido sus fantasmales acompañantes, comiencen a apagarse poco a poco. Incluso la más atractiva, Margarita Cogni, cuya apasionada voz de contralto ataca como una bala de cañón a esa furcia y compañera de Byron, a esa Teresa Guiccioli que él tantas ganas tiene de oír, se le escabulle y se aleja. La pérdida de todos ellos lo llena de desesperación, una desesperación tan gris, tan uniforme, tan carente de importancia en un planteamiento más amplio como un simple dolor de cabeza.

Acude a la clínica de Bienestar de los Animales tan a menudo como puede y se ofrece para todos los trabajos que no requieran especial destreza: dar de comer a los animales, limpiar, fregar el suelo.

Los animales a los que atiende en la clínica son sobre todo perros, y menos a menudo gatos: para el ganado, parece que D Village tienen sus propias tradiciones veterinarias, su propia farmacopea, sus propios curanderos. Los perros que llevan a la clínica padecen las afecciones habituales: moquillo, una pata rota, un mordisco infectado, sarna, falta de cuidados por parte de sus dueños, sean benignos o malignos, vejez, desnutrición, parásitos intestinales… pero casi todos sufren más que nada su propia fertilidad. Lisa y llanamente, son demasiado numerosos. Cuando la gente les lleva un perro, nadie dice directamente: «Le he traído este perro para que me lo mate», pero eso es exactamente lo que se espera de ellos: que dispongan del animal, que lo hagan desaparecer, que lo despachen al olvido. Lo que en efecto se pide es Lósung (el alemán siempre a mano con sus apropiadas y nítidas abstracciones): la sublimación, como se sublima el alcohol del agua sin dejar residuo, sin dejar regusto alguno.