Así, los sábados por la tarde la puerta de la clínica permanece cerrada a cal y canto mientras ayuda a Bev Shaw a losen los canes sobrantes de la semana. De uno en uno los saca él de la jaula que hay al fondo del patio y los conduce o bien los lleva en brazos al quirófano. Durante los que han de ser sus últimos minutos, a cada uno le dedica Bev toda su atención, acariciándolo, hablándole, suavizando su tránsito. Si, tal como sucede con bastante frecuencia, el perro no se deja engatusar, es debido a su presencia: de él emana un olor erróneo (Saben qué está pensando cada uno, lo huelen), el olor de la vergüenza. No obstante, es él quien sujeta al perro para que se esté quieto, mientras la aguja encuentra la vena y el fármaco alcanza el corazón y las patas ceden y los ojos se cierran.
Había pensado que terminaría por acostumbrarse, pero no es eso lo que sucede. A cuantas más matanzas asiste, mayor es su tembleque. Un domingo por la noche, al volver a casa en la furgoneta de Lucy, de hecho tiene que parar en la cuneta y esperar un rato hasta que se encuentra mejor. Le bañan las mejillas lágrimas que no puede detener; le tiemblan las manos.
No entiende qué es lo que le está pasando. Hasta ahora ha sido más o menos indiferente a los animales. Aunque en términos abstractos condena la crueldad de que son objeto, no podría precisar si por su propia naturaleza es amable o es cruel. Simplemente, no es nada. Da por sentado que aquellas personas a las que se exige la crueldad en cumplimiento del deber, personas que trabajan por ejemplo en un matadero, desarrollan un caparazón alrededor del alma. El hábito endurece: así debe de ser en la mayoría de los casos, pero no parece ser así en el suyo. No parece poseer el don de la dureza.
Todo su ser resulta zarandeado por lo que acontece en el quirófano. Está convencido de que los perros saben que les ha llegado la hora. A pesar del silencio y del procedimiento indoloro, a pesar de los buenos pensamientos en que se ocupa Bev Shaw y él trata de ocuparse, a pesar de las bolsas herméticas en las que cierran los cadáveres recién fabricados, los perros huelen desde el patio lo que sucede en el interior. Agachan las orejas y bajan el rabo como si también ellos sintieran la desgracia de la muerte; se aferran al suelo y han de ser arrastrados o empujados o llevados en brazos hasta traspasar el umbral. Sobre la mesa de operaciones algunos tiran enloquecidos mordiscos a derecha e izquierda, algunos gimotean de pena; ninguno mira directamente la aguja que empuña Bev, pues de algún modo saben que va a causarles un perjuicio terrible.
Los peores son los que lo olfatean y tratan de lamerle la mano. Nunca le han gustado esos lametones, y su primer impulso es el de alejarse. ¿Por qué fingir que es un camarada, cuando en realidad es un asesino? Sin embargo, se ablanda. Un animal sobre el cual pende la sombra de la muerte, ¿por qué iba a sentir que se aparta como si su tacto fuese una aberración? Por eso les deja lamer su mano si quieren, tal como Bev Shaw los acaricia y los besa cuando se lo permiten.
Espera no pecar de sensiblero. Procura no mostrar sentimientos a los animales que mata, ni mostrar sentimientos a Bev Shaw. Evita decirle: «No sé cómo puedes hacerlo», para no tener que oírle responder: «Alguien tiene que hacerlo». No descarta la posibilidad de que en lo más profundo Bev Shaw tal vez no sea un ángel liberador, sino un demonio, y que tras sus muestras de compasión puede ocultarse un corazón tan correoso como el de un matarife. Trata de mantenerse con la mente bien abierta.
Como es Bev Shaw quien empuña la aguja y la clava, es él quien se ocupa de disponer de los restos. A la mañana siguiente a cada sesión de matanza, viaja con la furgoneta cargada al recinto del Hospital de los Colonos, a la incineradora, y allí entrega a las llamas los cuerpos envueltos en sus negras bolsas.
Sería mucho más sencillo transportar las bolsas a la incineradora inmediatamente después de la sesión y dejarlas allí depositadas, para que el personal se ocupara de ellas. Eso, sin embargo, significaría dejar a los perros en un contenedor junto con el resto de los despojos del fin de semana: los residuos de las habitaciones y los quirófanos del hospital, la carroña recogida en las carreteras, los restos malolientes de la curtiduría, una mezcla de rebañaduras y detritos a la vez azarosa y terrible. No está dispuesto a causarles semejante deshonra.
Por eso, los domingos por la noche se lleva en la trasera de la furgoneta de Lucy a los perros metidos en las bolsas bien cerradas; se los lleva a la granja, los deja aparcados durante la noche y el lunes por la mañana los transporta al recinto del hospital. Allí es él mismo quien los descarga de uno en uno con ayuda de un carrito, y es él quien acciona el mecanismo que iza el carrito y lo hace atravesar el portón de acero, la palanca que lo vuelca sobre las llamas y de nuevo lo retira, mientras los empleados cuyo trabajo consiste precisamente en eso se quedan mirándolo.
En su primer lunes dejó que ellos se ocuparan de la incineración. Por el rigor mortis, los cuerpos estaban tiesos a la mañana siguiente. Las patas se enredaron en las barras del carrito, y cuando este regresó de su corto viaje al horno el perro a menudo también volvía, renegrido y sonriente, con un intenso hedor a pelo quemado, la bolsa de plástico quemada del todo. Al cabo de un rato los empleados comenzaron a golpear las bolsas con sus palas antes de cargarlas en el carrito, para romper los miembros rígidos. Fue entonces cuando intervino y asumió él la operación.
La incineradora quema carbón de antracita por medio de un ventilador eléctrico que succiona los humos; calcula que data de los años cincuenta, de cuando fue construido el propio hospital. Está en funcionamiento seis días por semana, de lunes a sábado. Al séptimo descansa. Cuando llega el personal cada mañana, lo primero que hacen es rastrillar las cenizas del día anterior, y luego cargan el combustible. A las nueve de la mañana, la temperatura es de mil grados centígrados en la cámara interna, temperatura suficiente para calcinar los huesos. El fuego sigue alimentándose hasta media mañana; hace falta que pase toda la tarde para que se enfríe.
Desconoce los nombres de los operarios, y ellos no saben el suyo. Para ellos no es más que el hombre que empezó a llegar los lunes cargado con las bolsas de Bienestar de los Animales, y que desde entonces llega cada día más temprano. Se presenta allí, hace su trabajo, se marcha; no forma parte de la sociedad cuyo cogollo está en la incineradora, a pesar de la valla metálica y el portón cerrado a cal y canto y el aviso en tres lenguas.
Y es que la valla ha sido cortada hace mucho tiempo; del portón y del aviso nadie hace caso. Cuando llegan los operarios por la mañana con las primeras bolsas de residuos del hospital, ya abundan las mujeres y los niños a la espera de escarbar en ellas en busca de jeringuillas, imperdibles, vendajes lavables, cualquier cosa que tenga salida en el mercado, pero sobre todo en busca de pastillas, que venden a las tiendas muti o que colocan directamente en la calle. También hay vagabundos que se pasan el día merodeando por el recinto del hospital y que duermen de noche apoyados contra el muro de la incineradora o puede que incluso en el túnel, en busca del calor.