Выбрать главу

No es una hermandad en la que aspire a ingresar. Cuando está allí, ellos están allí; si lo que lleva a la caldera no les interesa, es tan solo porque un despiece de un perro muerto no puede venderse ni comerse.

¿Por qué ha asumido ese trabajo? ¿Para aliviar la carga que sobrelleva Bev Shaw? Para eso bastaría con descargar las bolsas y largarse. ¿Por los perros? Los perros están muertos, ¿y qué sabrán en todo caso los perros del honor y el deshonor?

Entonces, será que lo ha asumido por sí mismo. Por la idea que tiene del mundo, un mundo en el que los hombres no emplean palas para golpear cadáveres y darles una forma más conveniente para su posterior procesamiento.

Los perros son acarreados a la clínica por ser animales que nadie desea: porque «sernos» demasiados. Ahí es donde aparece él en sus vidas. Tal vez no sea su salvador, el ser para el cual no son demasiados, pero sí está dispuesto a ocuparse de ellos tan pronto como sean incapaces, totalmente incapaces, de cuidarse por sí solos una vez que hasta Bev Shaw se haya lavado las manos. Petrus se llamó una vez «el perrero», «el hombre perro». Bien, pues ahora él se ha convertido en un perrero, un enterrador de perros, un conductor de las almas de los perros, un hartan.

Curioso que un hombre tan egoísta como él vaya a ofrecerse al servicio de los perros muertos. Ha de haber otras formas, formas harto más productivas de entregarse al mundo, o a una idea determinada del mundo. Por ejemplo, podría trabajar más horas en la clínica. Podría intentar -persuadir a los niños de la incineradora de que no se atiborren de veneno. Incluso pasar más tiempo y dedicar más energía al libreto de Byron podría interpretarse, si no quedara más remedio, como un legítimo servicio a la humanidad.

Pero hay otras personas que se ocupan de estas cosas: el asunto del bienestar de los animales, el asunto de la rehabilitación social, incluso el asunto de Byron. Él salva el honor de los cadáveres porque no hay nadie tan idiota como para dedicarse a semejante asunto. En eso va convirtiéndose: en un estúpido, un bobo, un obstinado.

17

El trabajo en la clínica, en domingo, queda concluido. La carga de muerte ya está en la furgoneta. Su última tarea consiste en fregar el suelo del quirófano.

– Yo me ocupo de eso -dice Bev Shaw cuando vuelve del patio-. Estarás deseoso de volver.

– No tengo prisa.

– Ya, pero debes estar acostumbrado a un tipo de vida muy distinto.

– ¿Un tipo de vida muy distinto? No sabía que la vida se dividiera en tipos.

– Quiero decir que aquí seguramente la vida se te hará muy aburrida. Debes echar de menos tu propio círculo. Debes echar de menos a tus amistades femeninas.

– ¿Amistades femeninas? Imagino que Lucy te habrá contado por qué me marché de Ciudad del Cabo. Allí no me dieron mucha suerte las amistades femeninas.

– No deberías ser duro con ella.

– ¿Duro con Lucy? No va conmigo eso de ser duro con Lucy.

– No me refiero a Lucy. Me refiero a la joven de Ciudad del Cabo. Lucy dice que hubo una joven que te causó muchas complicaciones.

– Pues sí, sí que hubo una joven. Pero en este caso fui yo el que causó las complicaciones. A esa joven le causé tantas complicaciones como ella a mí.

– Dice Lucy que tuviste que renunciar a tu puesto en la universidad. Eso tuvo que ser difícil. ¿No lo lamentas?

¡Qué ganas de meterse en todo! Es curioso el modo en que el tufillo del escándalo excita a las mujeres. ¿Pensará esa persona tan simple que él es incapaz de sorprenderla? ¿O es que esa sorpresa es otro de los deberes que asume tal cual, como la monja que se tiende para ser violada a fin de que se reduzca el índice de violaciones en el mundo?

– ¿Que si lo lamento? No lo sé. Lo que sucedió en Ciudad del Cabo es lo que me ha traído aquí. Y aquí no soy infeliz.

– Ya, pero en el momento… ¿Lo lamentaste en el momento?

– ¿En el momento? ¿Quieres decir… en el acaloramiento del acto? Por supuesto que no. En el acaloramiento del acto no caben dudas. Estoy seguro de que eso debes saberlo.

Se pone colorada. Ha pasado mucho tiempo desde que vio por última vez a una mujer de mediana edad ponerse colorada de semejante forma. Se ha sonrojado hasta la raíz del cabello.

– Sin embargo, Grahamstown te resultará muy tranquilo -murmura-. Por comparación, claro.

– No me importa Grahamstown. Al menos estoy al margen de las tentaciones. Por otra parte, no vivo en Grahamstown. Vivo en una granja con mi hija.

Al margen de las tentaciones: un comentario falto de tacto para hacérselo a una mujer, incluso a una mujer anodina. Pero no será anodina a ojos de todo el mundo. Tuvo que haber un tiempo en el que Bill Shaw viera algo en la joven Bev. Y tal vez también otros hombres.

Trata de imaginársela con veinte años menos, cuando su cara, mirando hacia arriba, sobre su cuello tan corto, tuvo que resultar coqueta, y su piel llena de pecas, acogedora, saludable. Por impulso, extiende la mano y le pasa un dedo sobre los labios.

Ella baja la mirada, pero no se retrae. Al contrario, responde apretando los labios contra su mano -besándosela incluso-, sin dejar de estar furiosamente colorada.

Eso es todo lo que sucede. No llegan más allá. Sin mediar una palabra más, él se marcha de la clínica. A sus espaldas, la oye apagar las luces.

A la tarde siguiente recibe una llamada de ella.

– ¿Podemos vernos en la clínica, a eso de las cuatro?

No es una pregunta, sino más bien un anuncio; lo hace con voz aflautada, tensa. A punto está de preguntarle: «¿Para qué?», pero tiene la sensatez de callarse. Podría apostarse cualquier cosa a que ella no ha recorrido antes ese camino. En su inocencia, ese debe de ser el modo en que da por hecho que se llevan a cabo los adulterios: la mujer telefonea a su perseguidor, se declara dispuesta.

La clínica no está abierta los lunes. Él entra y cierra con llave por dentro. Bev Shaw está en el quirófano, de pie, de espaldas a él. La abraza; ella le roza con la oreja el mentón; los labios de él se sumergen en los rizos pequeños y prietos de su cabello.

– Hay mantas -dice ella-. En el armario. En la estantería de abajo.

Dos mantas, una rosa y una gris, traídas de su casa, de contrabando, por una mujer que durante la última hora seguramente se ha bañado y se ha empolvado y se ha ungido para ese momento; una mujer que, por lo que él alcanza a saber, se ha empolvado y se ha ungido todos los domingos, y ha guardado un par de mantas en el armario, más que nada por si acaso. Una mujer que supone que, como él viene de la gran ciudad, como ha sido piedra de escándalo y el escándalo sigue unido a su nombre, hace el amor con muchas mujeres y cuenta con que le haga el amor a toda mujer que se cruce en su camino.

Hay que optar entre la mesa de operaciones y el suelo. Tiende las mantas en el suelo, la gris debajo y la rosa encima. Apaga la luz, sale de la habitación, se cerciora de que la puerta de atrás esté cerrada, espera. Oye el rumor de las ropas cuando ella se desviste. Bev. Jamás soñó que iba a acostarse con Bev.

Yace inmóvil bajo la manta; solo asoma la cabeza. Ni siquiera con una luz tan tenue hay encanto alguno en esa visión. Quitándose los calzoncillos, se acomoda al lado de ella y le pasa las manos por el cuerpo. No tiene pechos que se diga. Su cuerpo recio, sin cintura apenas, es como un barreño pequeño.

Ella le aprieta la mano, le pasa algo. Un preservativo. Está todo previsto de antemano, de principio a fin.

Del congreso entre los dos al menos él podrá decir que cumple con su deber. Sin pasión, pero también sin disgusto. De modo que al final Bev Shaw se sienta contenta consigo misma. Todo lo que se había propuesto ella lo ha logrado. Él, David Lurie, ha sido socorrido tal como es socorrido un hombre por una mujer; su amiga Lucy Lurie ha recibido ayuda con una visita difícil de tratar.