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Que no me olvide de este día, se dice él tumbado junto a ella cuando ya están agotados. Después de las dulces y jóvenes carnes de Melanie Isaacs, a esto he terminado por llegar. A esto tendré que empezar a acostumbrarme, a esto y a mucho menos que esto.

– Se hace tarde -dice Bev Shaw-. Tengo que irme.

Él aparta la manta a un lado y se pone en pie sin hacer ningún esfuerzo por ocultarse. Que su mirada abarque su ración de Romeo, piensa él, que se detenga en sus hombros algo caídos y en sus flacas piernas. Desde luego que se hace tarde. Pende en el horizonte un postrer resplandor carmesí; la luna luce en lo alto; el humo se ha posado en el aire; del otro lado de una franja de tierra yerma, de las primeras hileras de chabolas, llega un ronroneo de voces. Ante la puerta, Bev se aprieta por última vez contra él, apoya la cabeza sobre su pecho. Él la deja hacer, tal como le ha dejado hacer todo lo que ella ha tenido necesidad de hacer. Sus pensamientos vuelan hacia Emma Bovary en el momento en que se planta ante el espejo después de su primera tarde triunfal. ¡Tengo un amante, tengo un amante!, canturrea Emma para sí. Bueno, pues dejemos que la pobrecita Bev Shaw regrese a su casa y cante lo que tenga que cantar. Y ya basta de llamarla pobrecita Bev Shaw Si ella es pobre, él está en bancarrota.

18

Petrus ha conseguido que alguien le preste un tractor, aunque él no tiene ni idea de dónde lo ha sacado, y le ha adaptado un viejo arado rotatorio que estaba oxidándose detrás del establo desde mucho antes de que llegara Lucy a la granja. En pocas horas ha roturado todas sus tierras. Todo muy ágil y muy profesional; todo muy impropio de África. En los viejos tiempos -es decir, hace diez años- habría tardado varios días y solo habría contado con la ayuda de un buey y un arado.

Frente a este nuevo Petrus, ¿qué posibilidades tiene Lucy? Petrus llegó en calidad de aparcero, transportista, aguador. Ahora está demasiado ajetreado con sus cosas para hacerse cargo esas. ¿Dónde va a encontrar Lucy a alguien que le cave las zanjas, le lleve las cosas de acá para allá, se encargue del agua de riego? De ser esta una partida de ajedrez, él diría que Lucy ha perdido sus opciones en todos los frentes. Si tuviera algo de sentido común, renunciaría a todo: se acercaría al Banco de Crédito Agrícola, idearía un trato con ellos, consignaría la granja a nombre de Petrus, volvería a la civilización. Podría abrir una perrera o una simple guardería para perros en los suburbios; podría incluso ampliar el negocio a los gatos. También podría volver a lo que hacía con sus amigos en sus tiempos de hippy: labores de costura y tejido al estilo étnico, alfarería al estilo étnico, cestería al estilo étnico, venta de abalorios a los turistas.

Derrotada. No es difícil imaginar a Lucy dentro de diez años: una mujer gruesa, con surcos de tristeza en la cara, vestida con ropas muy pasadas de moda, hablando con sus animales, comiendo sola. Un asco de vida, pero mejor de todas formas que pasar sus días temerosa de sufrir una nueva agresión, cuando los perros ya no basten para protegerla y ya nadie coja el teléfono.

Se aproxima a Petrus, que está en el lugar que ha escogido para construir su nueva residencia. Está en una loma poco elevada, desde la que se domina la granja. El topógrafo ya le ha hecho una visita, las estacas ya están clavadas en los sitios correspondientes.

– ¿No te irás a encargar tú mismo de la construcción? -le pregunta.

Petrus se ríe.

– No, ese es un trabajo para especialistas -responde-. Para la albañilería, los alicatados y todo lo demás, hay que ser un especialista. No, yo solo cavaré las zanjas de los cimientos. Eso sí puedo hacerlo; para eso no hay que ser especialista, es un trabajo normal para un chico. Para cavar, basta con ser un chico.

Petrus pronuncia la palabra como si de veras le hiciera gracia. En otro tiempo sí fue un chico, ahora ya no. Ahora puede jugar a ser un chico, tal como María Antonieta pudo jugar a ser una sencilla lechera.

Va directo al grano.

– Si Lucy y yo nos volviésemos a Ciudad del Cabo, ¿tú estarías dispuesto a mantener en marcha la parte de la granja que le corresponde? Podríamos pagarte un salario, o podrías hacerlo con un porcentaje por determinar, un porcentaje sobre beneficios, claro.

– He de mantener en marcha la granja de Lucy -dice Petrus-. He de ser el capataz de la granja. -Pronuncia esas palabras como si no las hubiera oído nunca, como si acabaran de brotar delante de sus narices, tal como brota un conejo de una chistera.

– Pues sí, digamos que serías el capataz de la granja si es eso lo que quieres.

– Y algún día volvería Lucy.

– Estoy seguro de que volvería. Tiene muchísimo apego a esta granja. No tiene ninguna intención de abandonar, pero de un tiempo a esta parte lo ha pasado bastante mal. Necesita un respiro, unas vacaciones.

– Junto al mar -dice Petrus, y sonríe mostrándole los dientes amarillos de tanto fumar.

– Sí, junto al mar, si es lo que quiere. -Lo irrita esa costumbre que tiene Petrus de dejar las palabras suspendidas en el aire. Hubo un tiempo en que pensó que tal vez podría hacerse amigo de Petrus. Ahora lo detesta. Hablar con Petrus es como liarse a puñetazos con un saco lleno de arena-. No creo que ninguno de los dos tengamos ningún derecho. a tratar de influir en Lucy si ella decide tomarse un descanso -dice-. Ni tú, ni yo.

– ¿Cuánto tiempo he de ser el capataz de la granja?

– Todavía no lo sé, Petrus. Ni siquiera lo he comentado con Lucy, solo he comenzado a explorar esa posibilidad, a sondearte, por ver si estarías de acuerdo.

– Y he de hacerlo todo: he de dar de comer a los perros, he de plantar las verduras, he de ir al mercado…

– Petrus, no hace ninguna falta que confecciones una lista. Ni siquiera habrá perros. Si te lo pregunto es solo así, en términos generales: ¿estarías dispuesto a cuidar de la granja?

– ¿Y cómo iré al mercado si no tengo la furgoneta?

– Eso no es más que un detalle. Ya discutiremos los detalles más adelante. Ahora solo querría una respuesta en general, sí o no.

Petrus menea la cabeza.

– Es demasiado, es demasiado -dice.

Inesperadamente hay una llamada de la policía, de un tal sargento detective Esterhuyse, de Port Elizabeth. Han recuperado su vehículo. Está en el depósito de la comisaría de New Brighton, por donde puede pasar a identificarlo y a reclamarlo. Han detenido a dos hombres.

– Eso es estupendo -dice-. Ya casi había renunciado a toda esperanza.

– No, señor; el expediente sigue abierto durante dos años.

– ¿En qué condiciones se encuentra el coche? ¿Puede circular?

– Sí, puede circular.

En un estado de regocijo casi desconocido para él, viaja con Lucy a Port Elizabeth y luego a New Brighton, en donde siguen las indicaciones de Van Deventer Street hasta llegar a una comisaría de policía que es un edificio de una sola planta, como un fortín, rodeado por una valla de dos metros de altura coronada de alambre de espino. Hay señales que prohíben aparcar delante de la comisaría. Estacionan más abajo en la calle.

– Te espero en el coche -dice Lucy. -¿Seguro?

– Sí, no me gusta este sitio. Prefiero esperar.

Se persona en el departamento de denuncias, y de allí lo acompañan por un dédalo de pasillos hasta la Unidad de Vehículos Robados. El sargento detective Esterhuyse, un hombre bajito, rubio y gordo, revisa sus archivos y luego lo conduce a un aparcamiento en el que descansan veintenas de vehículos pegados unos a otros, sin dejar apenas una rendija entre ellos. Comienzan a recorrer las hileras.