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Hay una pausa.

– Creo que ya lo habían hecho antes -sigue diciendo ella con voz más firme-. Al menos los dos adultos. Creo que en primer lugar, antes que otra cosa, son violadores. Sus robos son accidentales. Una actividad secundaria. Creo que se dedican a violar.

– ¿Crees que volverán?

– Creo que estoy en su territorio. Me han marcado. Vendrán por mí.

– Entonces es imposible que te quedes.

– ¿Por qué no iba a quedarme?

– Porque eso sería como invitarles a que vuelvan.

Ella medita un largo rato antes de contestar.

– Ya, pero ¿no crees que hay otra forma de ver las cosas, David? ¿Y si…? ¿Y si ese fuera el precio que hay que pagar por quedarse? Tal vez ellos lo vean de este modo; tal vez también yo deba ver las cosas de este modo. Ellos me ven como si yo les debiera algo. Ellos se consideran recaudadores de impuestos, cobradores de morosos. ¿Por qué se me iba a permitir vivir aquí sin pagar? Tal vez eso es lo que se dicen ellos.

– Seguro que se dicen muchas cosas. A ellos les interesa más que nada inventarse historias que les sirvan de justificación, pero tú confía en tus sentimientos. Antes dijiste que ellos solo te transmitieron odio.

– Odio… Cuando se trata de los hombres y el sexo, David, ya no hay nada que me sorprenda. No lo sé; puede que, para los hombres, odiar a la mujer dé una mayor excitación al sexo en sí mismo. Tú eres hombre, tú deberías saberlo. Cuando tienes tratos carnales con una desconocida, cuando la atrapas, la sujetas con tu peso, cuando la tienes debajo de ti… ¿no es algo parecido en parte a matarla? Es como si le clavaras un cuchillo; después, sales, dejas el cuerpo cubierto de sangre… ¿No es algo parecido a un asesinato, al hecho de matarla y largarte sin que nadie te detenga por ello?

Tú eres hombre, tú deberías saberlo. ¿Es ese modo de hablar a un padre? ¿Están ella y él en el mismo bando?

– Puede ser -dice-. Algunas veces. Para algunos hombres, puede que sí. -Y añade rápidamente, sin pensarlo-: ¿Fue igual con los dos? ¿Fue como luchar contra la muerte?

– Los dos se azuzan mutuamente. Probablemente por eso lo hacen juntos. Son como los perros de una jauría.

– ¿Y el tercero, el chico?

– Vino a aprender.

Ya han rebasado el rótulo de las cycas. Casi se ha agotado el tiempo.

– Si hubieran sido blancos no hablarías de ellos como estás hablando -dice él-. Por ejemplo, si hubieran sido malhechores blancos de la ciudad de Despatch.

– ¿Ah, no?

– No, no hablarías así. No quiero echarte la culpa de nada, no se trata de eso. Pero tú estás hablando de algo completamente nuevo. De la esclavitud. Ellos pretenden que tú seis su esclava.

– No, no es cuestión de esclavitud. Es cuestión de sumisión, de sometimiento, de estar sojuzgada. Él niega con la cabeza.

– Esto es demasiado, Lucy. Vende la propiedad. Véndele la granja a Petrus y márchate de aquí. -No.

Ahí termina la conversación. Sin embargo, el eco de las palabras de Lucy sigue retumbándole en la cabeza. Cubierto de sangre. ¿Qué querrá decir? A fin de cuentas, ¿acertó al soñar con un lecho de sangre, con un baño de sangre?

Antes que otra cosa, son violadores. Piensa en los tres visitantes cuando se largaron en el Toyota, tampoco tan antiguo, con el asiento de atrás repleto de electrodomésticos y sus penes, sus armas, envueltos y calentitos y satisfechos entre las piernas… ronroneando, esa es la palabra que se le ocurre en el momento. Razones tuvieron que sobrarles para estar contentos con el trabajito de aquella tarde; tuvieron que sentirse encantados de la vida con su vocación.

Recuerda que, de niño, tropezó con la palabra violación en algunos artículos de prensa, y que trató de conjeturar qué quería decir exactamente, extrañándose de que la letra I, habitualmente tan suave, figurase en medio de una palabra que contenía tal horror que nadie era capaz de pronunciarla en voz alta. En un libro de láminas de arte que había en la biblioteca municipal encontró un cuadro titulado La violación de las sabinas, ¿o era El rapto de las sabinas?: hombres a caballo, con las corazas de los romanos, y mujeres apenas cubiertas por velos de gasa, mujeres que alzaban los brazos al cielo como si gritasen a voz en cuello. ¿Qué tendrían que ver todas aquellas poses adoptadas con lo que él suponía que era la violación, el acto que realiza el hombre al tenderse encima de la mujer y entrar en ella a empellones?

Piensa en Byron. Entre las legiones de condesas y de sirvientas en las que entró Byron a empellones hubo sin duda algunas que llamaron violación a ese acto, aunque sin duda ninguna tuvo motivos para temer que la sesión terminase cuando el hombre le rebanara el pescuezo. Desde el lugar en que se encuentra, desde el lugar que ocupa Lucy, Byron parece desde luego muy anticuado.

Lucy estaba aterrada, tan aterrada que poco le faltó para morir de miedo. No le salía la voz, no podía respirar, se le paralizaron los miembros. Esto no puede estar ocurriendo, se dijo mientras los hombres la forzaban; no es más que un mal sueño, una pesadilla. Entretanto, los hombres bebían de su miedo, se refocilaban en su miedo, hacían todo lo posible por lastimarla, por amenazarla, por acrecentar su terror. ¡Llama a tus perros!, le gritaron a la cara. ¡Venga, vamos, llama a tus perros! ¿Ah, que no hay perros? ¡Pues vamos a enseñarte cómo son los perros!

Tú no entiendes nada, tú no estabas allí, dice Bev Shaw. Bueno, pues se equivoca. A fin de cuentas, la intuición de Lucy es correcta: si se concentra, si se pierde, puede estar allí, puede ser los hombres, puede habitar en ellos, puede llenarlos con el fantasma de sí mismo. La cuestión es otra: ¿está a su alcance ser la mujer?

En la soledad de su habitación escribe una carta a su hija:

Queridísima Lucy:

Con todo el cariño del mundo debo decirte lo siguiente. Estás a un paso de cometer un peligroso error. Deseas humillarte ante la historia, pero el camino que has tomado es un camino erróneo. Te despojará de todo tu honor; no serás capaz de vivir contigo misma. Te ruego que me escuches.

Tu padre.

Media hora más tarde se cuela un sobre por el resquicio de su puerta.

Querido David:

No me has prestado atención. No soy la persona que tú conoces. Soy una persona que ha muerto, y todavía no sé qué podrá devolverme a la vida. Lo único que sé es que no puedo marcharme.

Esto es algo que no alcanzas a entender, y no sé qué más podría hacer para conseguir que lo entendieras. Es como si hubieras elegido adrede estar en un rincón al que no llega la luz del sol. Se me ocurre que eres como uno de los tres chimpancés: el que se tapa los ojos con las manos.

Sí, el camino que sigo puede ser erróneo, pero si ahora abandono la granja me habrán derrotado, y se me quedará el regusto de la derrota el resto de mis días.

No puedo ser siempre una niña. Tú no puedes ser padre siempre. Sé que obras con buenas intenciones, pero no eres el guía que yo necesito. Al menos, no en este momento.

Con cariño,

Lucy.

Ese es el intercambio de pareceres; esa es la última palabra de Lucy.

Termina la jornada que dedica a matar perros; se amontonan ante la puerta las bolsas negras, cada una de ellas con un cuerpo y un alma en su interior. Bev Shaw y él yacen el uno en brazos del otro en el suelo del quirófano. Dentro de media hora Bev volverá junto a su Bill y él comenzará a acarrear las bolsas.

– Nunca me has hablado de tu primera esposa -dice Bev Shaw-. Lucy tampoco habla nunca de ella.