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– La madre de Lucy era holandesa. Eso tiene que habértelo dicho. Evelina, se llamaba. Evie. Después de divorciarnos volvió a Holanda. Más adelante volvió a casarse. Lucy no se llevaba bien con su padrastro. Pidió que la dejara volver a Sudáfrica.

– Entonces, te eligió a ti.

– En cierto modo. También eligió un determinado entorno, un determinado horizonte. Y ahora yo trato de que se marche otra vez, aunque solo sea para tomarse un descanso. En Holanda tiene familia, tiene amigos. Puede que Holanda no sea el sitio más apasionante del mundo para vivir, pero al menos allí no se fomentan las pesadillas.

– ¿Y bien?

Él se encoge de hombros.

– Lucy no siente la menor inclinación, por el momento, a seguir ninguno de los consejos que yo pueda darle. Dice que no soy un buen guía.

– Pero antes eras profesor.

– ¿Profesor? Sí, pero casi por casualidad. La enseñanza nunca ha sido mi vocación. Desde luego, nunca he tenido la aspiración de enseñar a nadie cómo ha de vivir su vida. Yo más bien era lo que antes se llamaba un erudito. Escribía libros sobre personas que ya han muerto. A eso me dedicaba de todo corazón. La enseñanza solo era una manera de ganarme la vida.

Ella espera a que él siga, pero él no tiene ganas de seguir.

El sol empieza a ponerse; hace frío. No han hecho el amor. En efecto, han dejado de fingir que eso es lo que hacen cuando están juntos.

Mentalmente ve a Byron a solas en escena, lo ve tomar aliento para empezar a cantar. Está a punto de embarcarse con rumbo a Grecia. A los treinta y cinco años ha comenzado a entender que la vida es algo precioso.

Sunt lacrimae rerum, et mentem mortalia tangunt: esas han de ser las palabras de Byron, está seguro. En cuanto a la música, aletea en algún punto del horizonte, todavía no ha llegado a él.

– No debes preocuparte -dice Bev Shaw. Apoya la cabeza contra el pecho de él; seguramente escucha latir su corazón, ese latido a cuyo ritmo escande los hexámetros-. Bill y yo la cuidaremos. Iremos a menudo a la granja. Y además está Petrus. Petrus sabrá vigilarla.

– Petrus, tan paternal.

– Sí.

– Lucy dice que yo no puedo seguir siendo un padre para siempre. Y en lo que me queda de vida no me imagino cómo no podría ser el padre de Lucy.

Ella le pasa los dedos por la pelusa de cabello que empieza a crecerle.

– Todo irá bien -le susurra-. Ya lo verás.

19

La casa forma parte de una barriada que, quince o veinte años antes, cuando era nueva, debía de resultar bastante desoladora, pero que de un tiempo a esta parte ha mejorado gracias al césped que cubre las aceras, a los árboles, a las enredaderas que trepan por los muros de hormigón. El número ocho de Rustholme Crescent tiene una cancela bien pintada y un telefonillo.

Aprieta el botón. Le contesta una voz juvenil.

– ¿Sí?

– Estoy buscando al señor Isaacs. Me llamo Lurie.

– Todavía no está en casa.

– ¿A qué hora llegará?

– Pues de un momento a otro; pase.

Un zumbido; se abre el cerrojo, empuja la cancela.

El camino conduce a la puerta de entrada, desde donde lo observa una muchacha esbelta. Viste un uniforme de colegio: falda plisada de peto de color azul marino, calcetines blancos hasta la rodilla, camisa de cuello abierto. Tiene los ojos de Melanie, los amplios pómulos de Melanie, el cabello oscuro de Melanie. Si acaso, es más bella todavía. La hermana pequeña de la que le habló Melanie, cuyo nombre no consigue recordar en ese momento.

– Buenas. tardes. ¿Cuándo crees que llegará tu padre a casa?

– El colegio termina a las tres, pero por lo general se queda hasta más tarde. No hay problema, puede pasar.

Le sujeta la puerta para que entre y se hace a un lado para no rozarlo. Está comiéndose un trozo de tarta, que sujeta con coquetería entre dos dedos. Tiene algunas migas en el labio superior. Él siente el acuciante deseo de extender la mano y apartárselas; al mismo tiempo, le inunda el recuerdo de su hermana como si fuera una oleada caliente. Dios mío, se dice. ¿Qué estoy haciendo aquí?

– Puede sentarse si lo desea.

Se sienta. El mobiliario está reluciente; la sala resulta opresivamente limpia.

– ¿Cómo te llamas? -le pregunta. -Desirée.

Desirée: ahora lo recuerda. Melanie la primogénita, la oscura; luego Desirée, la deseada. No cabe duda que tentaron a los dioses al ponerle un nombre semejante.

– Me llamo David Lurie. -La observa con atención, pero ella no da muestras de haberlo reconocido-. Soy de Ciudad del Cabo.

– Mi hermana vive en Ciudad del Cabo. Es universitaria.

Él asiente. No le dice: conozco a tu hermana, la conozco muy bien. Pero sí piensa: frutos del mismo árbol, parecidos probablemente hasta en los más íntimos detalles. Pero también con diferencias: un distinto pulso sanguíneo, diversas urgencias de la pasión. Las dos en la misma cama: una experiencia digna de un rey.

Se estremece un poco, mira el reloj.

– ¿Sabes una cosa, Desirée? Creo que voy a intentar encontrar a tu padre en el colegio, si me explicas cómo llegar hasta allí.

El colegio parece idéntico al resto de los inmuebles de la zona: un edificio bajo de ladrillo visto, con barrotes de acero en las ventanas y tejado de amianto, dentro de un polvoriento cuadrilátero cercado por alambre de espino. F. M. MARAIS, dice el rótulo en uno de los pilares de la entrada; COLEGIO DE ENSEÑANZA MEDIA, se lee en el otro.

El recinto está desierto. Da una vuelta por el interior hasta llegar a un cartel que dice OFICINAS. Allí dentro hay una secretaria de mediana edad, más bien regordeta, que se está pintando las uñas.

– Estoy buscando al señor Isaacs -dice.

– ¡Señor Isaacs! -llama ella-. ¡Tiene una visita! -Y se vuelve hacia él-. Puede pasar.

Isaacs, detrás de su mesa de despacho, a punto está de levantarse para recibirlo, pero se queda a medias y lo mira con evidente desconcierto.

– ¿Se acuerda de mí? Soy David Lurie, de Ciudad del Cabo.

– Ah -dice Isaacs, y se sienta. Lleva aquel mismo traje, el que le queda grande: el cuello se le difumina en la chaqueta, de la que asoma como un ave de pico afilado que hubiera sido atrapada en un saco. Las ventanas están cerradas; huele a tabaco rancio.

– Si no desea recibirme, me marcharé de inmediato -dice.

– No, no -dice Isaacs-. Siéntese. Estoy comprobando las faltas de asistencia. ¿Le importa que termine esto antes de…?

– Por favor.

Sobre la mesa hay una fotografía enmarcada. No puede verla desde donde está sentado, pero sabe qué será: Melanie y Desirée, las niñas de los ojos de su padre, junto a la madre que las trajo al mundo.

– Y bien -dice Isaacs cerrando el último registro-. ¿A qué debo el placer?

Había esperado estar tenso, pero lo cierto es que se encuentra muy calmado.

– Después de que Melanie diese curso formal a su denuncia -dice-, la universidad emprendió una investigación oficial. De resultas de ello tuve que renunciar a mi puesto y dimitir. Así fueron las cosas; seguramente estará usted al corriente.

Isaacs lo contempla perplejo, sin que nada lo traicione.

– Desde entonces no tengo nada que hacer. Iba de paso por George y pensé que podría hacer un alto para conversar con usted. Recuerdo que nuestro último encuentro fue… acalorado. Sin embargo, pensé que valía la pena hacerle una visita y decirle lo que siento de todo corazón.

Todo eso es cierto. Desea hablar de todo corazón. El asunto es… ¿qué guarda en su corazón?

Isaacs tiene un bolígrafo Bic de los baratos en la mano. Pasa los dedos por el tallo, lo invierte, pasa los dedos por el tallo, vuelve a invertirlo una y otra vez, con un movimiento que es más mecánico que impaciente.