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La señora Isaacs es una mujer de corta estatura, entrada en carnes y de mediana edad, y con las piernas combadas, lo cual le da una manera de andar un tanto tambaleante. Sin embargo, está bien claro de dónde sacan las hermanas su presencia. En sus buenos tiempos tuvo que ser una auténtica belleza.

Tiene los rasgos faciales rígidos y evita mirarlo a los ojos, pero le dedica una seña de asentimiento casi imperceptible. Es obediente y abnegada, una buena esposa. Y seréis una sola carne. ¿Saldrán a ella las dos hijas?

– Desirée -ordena a su hija-, ven a ayudarme a servir la mesa.

Agradecida, la niña se levanta a trompicones.

– Señor Isaacs, estoy causándole un serio trastorno en su propio domicilio -dice-. Ha tenido una gran amabilidad al invitarme, y se lo agradezco, pero creo que mejor será que me vaya ahora mismo.

Isaacs le dedica una sonrisa en la que, para mayor asombro suyo, hay un asomo de alegría.

– ¡Siéntese, siéntese! Todo saldrá bien, no se preocupe. ¡Saldremos bien librados! -Se acerca más a él-. ¡Tiene usted que ser fuerte!

Vuelven Desirée y la madre con las fuentes: pollo en una salsa de tomate todavía burbujeante, de la que emanan aromas a jengibre y comino; además, arroz y un surtido de ensaladas y encurtidos. Exactamente el tipo de comida que más ha echado de menos viviendo con Lucy.

La botella. de vino es colocada ante él, junto con una solitaria copa de vino.

– ¿Soy el único que bebe? -dice.

– Por favor -dice Isaacs-, adelante.

No le agradan los vinos dulces; ha comprado una botella de cosecha tardía imaginando que sería del gusto de sus anfitriones. Bueno, pues tanto peor para él.

Todavía falta bendecir la mesa. Los Isaacs se dan la mano; no le queda más remedio que tender las manos, a la izquierda al padre de la chica, a la derecha a la madre.

– Te damos gracias, Señor, por los alimentos que vamos a tomar -dice Isaacs.

– Amén -responden la esposa y la hija; él, David Lurie, murmura también «Amén» y suelta las dos manos, la del padre fresca como la seda, la de la madre pequeña, carnosa, caliente todavía por su trajín en la cocina.

La señora Isaacs sirve la cena.

– Cuidado, está caliente -dice al pasarle el plato. Esas son las únicas palabras que le dice.

Durante la cena trata de portarse como un buen invitado, trata de dar conversación entretenida, trata de salvar los silencios. Habla sobre Lucy, sobre las perreras, sobre sus colmenas y sus proyectos de horticultura, sobre las ventas de los sábados por la mañana en el mercado. Hace una sucinta glosa sobre la agresión, y solo reseña que le fue robado el coche. Habla de la Liga por el Bienestar de los Animales, pero no de la incineradora que está en el recinto del hospital, ni tampoco de las tardes a hurtadillas con Bev Shaw.

Cosida de este modo, la historia se despliega sin que haya sombras en ella. La vida campesina en toda su sencillez idiotizada. ¡Cuánto desearía que fuese verdad! Está harto de las sombras, las complicaciones, la gente complicada. Ama a su hija, pero abundan los momentos en que desearía que fuese un ser más sencillo: más simple, más limpio. El hombre que la violó, el jefe de la banda, era precisamente así. Como una hoja de metal que corta el viento.

Tiene una visión: él mismo está tendido sobre la mesa de un quirófano. Centellea un escalpelo; alguien va a rajarlo desde el cuello hasta la entrepierna; lo ve todo con toda claridad, pero no siente ningún dolor. Un cirujano barbudo se inclina sobre él. Frunce el ceño. Pero ¿qué es todo esto?, farfulla el cirujano. Mete el instrumento en la vejiga. ¿Qué es esto? La arranca, la arroja a un lado. Mete el instrumento en el corazón. ¿Qué es esto?

– Y su hija… ¿lleva la granja ella sola? -pregunta Isaacs.

– Tiene a un hombre que la ayuda de vez en cuando. Petrus. Es africano. -Y habla sobre Petrus, sobre el recio y muy fiable Petrus, con sus dos mujeres y sus modestas ambiciones.

Tiene menos hambre de lo que pensaba. La conversación languidece, pero de algún modo logran terminar la cena. Desirée pide que la disculpen, tiene que hacer los deberes. La señora Isaacs recoge la mesa.

– Debo irme -dice-. Mañana l, he de emprender viaje muy temprano.

– Espere, quédese un momento -dice Isaacs. Están a solas. Ya no puede andarse con rodeos. -A propósito de Melanie -dice.

– ¿Sí?

– Una cosa más y habré terminado. Podría haber sido muy diferente, creo yo, la historia que hubo entre nosotros dos a pesar de nuestra diferencia de edad. Pero hubo algo que yo no supe o no pude aportar, algo… -titubea en busca de la palabra- lírico. Yo carezco de lirismo. Manejo el amor demasiado bien. Ni siquiera cuando ardo consigo cantar, no sé si me entiende. Y eso es algo que lamento profundamente. Lamento lo que le hice pasar a su hija. Tiene usted una familia extraordinaria. Le pido disculpas por la pena que le he causado a usted y a la señora Isaacs. Y le pido perdón.

Extraordinaria no es la palabra correcta. Mejor sería decir ejemplar.

– Así pues -dice Isaacs-, por fin ha pedido disculpas. Me estaba preguntando cuándo iba a llegar. -Se para a meditar. No ha ocupado su asiento; ahora se pone a caminar de un lado a otro-. Dice usted que lo lamenta. Dice que carece de lirismo. Si dispusiera usted de lirismo, hoy no estaríamos donde estamos. Pero yo suelo decirme que todos lo lamentamos cuando se nos descubre. Lo lamentamos muchísimo. El asunto no es si lo lamentamos o no. El asunto es más bien qué lección hemos sacado en claro. El asunto es averiguar qué vamos a hacer una vez que lo lamentamos tanto.

Está a punto de responder, pero Isaacs levanta la mano.

– ¿Puedo pronunciar la palabra Dios ahora que usted me escucha? ¿No es usted una de esas personas que se irritan al oír el nombre de Dios? Bien. El asunto está en saber qué es lo que Dios desea de usted, señor Lurie, aparte de que lo lamente. ¿Tiene alguna idea al respecto, señor Lurie?

Aunque incomodado por el ir y venir de Isaacs, trata de elegir sus palabras con gran cuidado.

– En una situación normal -dice- yo diría que después de cierta edad uno ya es demasiado viejo para aprender lecciones. Solo puede ser castigado una y otra vez. Pero puede que eso no sea verdad, o que no lo sea siempre. Por lo que se refiere a Dios, yo no soy creyente, de modo que tendré que traducir a mi propio lenguaje lo que usted llama Dios y los deseos que tenga Dios. Según mi propio lenguaje, estoy siendo castigado por lo que sucedió entre su hija y yo. Estoy sumido en una desgracia de la que no será nada fácil que salga por mis propios medios. Y no es un castigo a cuyo cumplimiento yo me haya negado, al contrario. Ni siquiera he murmurado contra lo que me ha caído encima. Al contrario: estoy viviéndolo día a día, procurando aceptar mi desgracia como si fuera mi estado natural. ¿Cree usted que a Dios le parecerá suficiente que viva en la desgracia sin saber cuándo ha de terminar?

– No lo sé, señor Lurie. En una situación normal le diría que no me pregunte a mí, qué se lo pregunte a Dios. Pero como está claro que usted no reza, no tiene manera de preguntárselo a Dios. Por eso Dios habrá de encontrar su medio para decírselo. ¿Por qué cree que está usted aquí, señor Lurie?

Él permanece en silencio.

– Se lo diré yo. Usted estaba de paso por George, y entonces se acordó de que la familia de su alumna era de George, y entonces se dijo: ¿Por qué no? Usted no lo había planeado, y ahora sin embargo se encuentra en nuestra casa. Eso ha debido de suponerle a usted una sorpresa. ¿Me equivoco?

– No, no del todo. Pero tampoco es del todo cierto. Yo no le dije la verdad. No estaba de paso por George. Vine a George por una única razón: vine expresamente a hablar con usted. Llevaba ya algún tiempo pensando en hacerlo.