– Sí, usted vino a hablar conmigo, pero ¿por qué conmigo? Yo soy una persona con la que es fácil hablar: es demasiado fácil. Eso lo saben todos los niños que van a clase en mi colegio. Con Isaacs es muy fácil que uno se salga con la suya, eso es lo que suelen decir. -Ha vuelto a sonreír, y la suya es la misma sonrisa torcida de antes-. ¿Con quién ha venido a hablar en realidad?
Ahora sí está seguro: no le cae bien ese hombre, no le gustan nada sus trucos.
Se pone en pie, avanza a tientas por la sala de estar, que está desierta, y por el pasillo. Desde detrás de una puerta entrecerrada le llegan voces que hablan bajo. Abre la puerta. En la cama están sentadas Desirée y su madre, hacen algo con un ovillo de lana. Pasmadas al verlo, quedan en silencio.
Con todo el esmero que requiere una ceremonia, se arrodilla y toca el suelo con la frente.
¿Será suficiente?, piensa. ¿Bastará con eso? Si no, ¿qué más hará falta?
Se yergue. Las dos siguen sentadas en la cama, inmóviles. Mira a la madre a los ojos, luego mira a, la hija, y vuelve a saltar la corriente imparable, la corriente del deseo.
Se pone en pie, aunque con más esfuerzos de lo que hubiera deseado.
– Buenas noches -dice-. Gracias por su hospitalidad. Gracias por la cena.
A las once en punto de la noche recibe una llamada en la habitación de su hotel. Es Isaacs.
– Le llamo para desearle fuerza de cara al futuro. -Pausa-. Hay una pregunta que no tuve ocasión de hacerle, señor Lurie. ¿No estará usted esperando que intercedamos en su nombre ante la universidad?
– ¿Interceder?
– Sí. Para que le devuelvan su puesto, por ejemplo.
– Es una idea que no se me había pasado por la cabeza. Con la universidad he terminado.
– Se lo decía porque el camino por el que va usted es el camino que Dios quiere que recorra. No está en nuestra mano interceder.
– Entendido.
20
Vuelve a entrar en Ciudad del Cabo por la N2. Ha estado fuera algo menos de tres meses, aunque en ese lapso los asentamientos de los chabolistas han tenido tiempo suficiente para saltar al otro lado de la autopista y extenderse hacia el este del aeropuerto. El flujo de los vehículos debe ralentizarse mientras un niño con un palo pastorea a una vaca extraviada para alejarla de la calzada. Es inexorable, piensa: el campo va llegando a las puertas de la ciudad. Pronto habrá ganado paciendo otra vez por el parque de Rondebosch; pronto la historia habrá trazado un círculo completo.
Y así está de vuelta en casa. Pero no se parece nada a una vuelta a casa. No logra imaginar que de nuevo reside en la casa de Torrance Road, a la sombra de la universidad, merodeando por ahí como un delincuente que trata de pasar desapercibido, esquivando a los colegas de antaño. Tendrá que vender la casa, irse a un piso más barato, a otro barrio.
Sus finanzas están sumidas en el caos. No ha pagado una sola factura desde el día que se fue. Vive de sus tarjetas de crédito; cualquier día se le secará la fuente.
El fin de sus correrías. ¿Qué es lo que viene después del fin de sus correrías? De pronto se ve canoso, encorvado, arrastrando los pies camino de la tienda de la esquina para comprar su medio litro de leche y su media barra de pan; se ve de pronto sentado sin mover un dedo ante su mesa, en una habitación repleta de papeles amarillentos, a la espera de que la tarde se apague para poder prepararse la cena e irse a la cama. La vida de un erudito pasado de rosca, sin esperanza alguna, sin perspectivas: ¿es eso para lo que está preparado?
Abre la cancela. El jardín está cubierto por la maleza, el buzón está repleto de propaganda. Aunque bien fortificada de acuerdo con los cánones, la casa ha estado deshabitada desde hace meses: sería excesivo pedir que no hubiera sido víctima de alguna visita. Y así es: en cuanto pone el pie en su casa, nada más abrir la puerta y olfatear el interior, sabe que algo no marcha como debiera. El corazón le late desbocado de enfermiza excitación.
No se oye nada. Quien estuviera dentro se ha ido. Pero ¿cómo habrán entrado? Yendo de puntillas de una habitación a otra, pronto lo averigua. Los barrotes de una de las ventanas de la parte de atrás han sido arrancados de la pared y doblados, los cristales están hechos añicos, y así queda un hueco suficiente para que un niño e incluso un hombre no muy corpulento se cuelen en el interior. Una alfombrilla de hojas secas y arena, arrastradas por el viento, se ha quedado reseca en el suelo.
Recorre la casa haciendo un recuento de sus pérdidas. Su dormitorio ha sido saqueado, los cajones penden abiertos como bocas que bostezan. Se han llevado su equipo de música, sus cintas y sus discos, su ordenador. En su estudio descubre que han descerrajado tanto los cajones del escritorio como el archivador; hay papeles por todas partes. Han desvalijado a fondo la cocina: la vajilla, la cubertería, los pequeños electrodomésticos. Su mueble bar ha desaparecido. Incluso el armario donde guardaba las conservas está vacío.
No es un robo normal y corriente. Más bien fruto de un grupo organizado que entra, limpia la casa, se retira cargado de bolsas, cajas, maletas. Botín, guerra, reparaciones; un incidente más en la gran campaña de la redistribución. ¿Quién llevará puestos en este momento sus zapatos? ¿Habrán encontrado Beethoven y Janácek otro hogar, o habrán terminado desperdiciados en el cubo de la basura?
Del cuarto de baño llega una vaharada de olor fétido. Una paloma, atrapada en el interior de la casa, ha muerto en la bañera. Con escrúpulo, recoge el amasijo de plumas y huesos y lo mete en una bolsa de plástico que cierra lo mejor que puede.
No hay luz, no hay línea telefónica. A menos que haga algo al respecto tendrá que pasar la noche a oscuras. Pero está demasiado deprimido para pasar a la acción. Al infierno, que se vaya todo al infierno, piensa, y se desploma en una silla y cierra los ojos.
Cuando cae la noche se pone en pie y se va de la casa. Han salido las primeras estrellas. Por las calles desiertas, por los jardines donde pende muy denso el aroma de la verbena y el junquillo, prosigue su camino hasta el campus universitario.
Todavía tiene las llaves del edificio de la Facultad de Comunicación. Es buena hora para ir de ronda: no hay nadie en los pasillos. Toma el ascensor para subir a su despacho en la quinta planta. La placa' de la puerta ha sido sustituida. La nueva dice DR. S. OTTO. Por debajo de la puerta asoma una ranura de luz tenue.
Llama con los nudillos. No se oye nada. Abre con su llave y entra.
El despacho ha sido objeto de una transformación. Han desaparecido sus libros y sus pósters; en las paredes tan solo hay una ampliación a tamaño descomunal de una viñeta de cómic: un Superman que aguanta cabizbajo las amonestaciones de Lois Lane.
Detrás del ordenador, a media luz, está sentado un joven al que no ha visto nunca. El joven frunce el ceño. -¿Quién es usted? -pregunta. -Soy David Lurie.
– Bien, ¿y qué?
– He venido a recoger mi correspondencia. Este era mi despacho -dice, y a punto está de añadir en el pasado.
– Ah, ya. David Lurie, claro. Lo siento, no prestaba atención. Lo he puesto todo en una caja, con otras cosas suyas que encontré. -Hace una seña-. Está ahí.
– ¿Y mis libros?
– En el sótano, en el almacén.
Coge la caja que le indica.
– Gracias -dice.
– No hay de qué -responde el joven doctor Otto-. ¿Seguro que puede con todo eso?
Se lleva la pesada caja hasta la biblioteca, con la idea de clasificar allí la correspondencia. Cuando llega a la barrera de acceso, la máquina ya no acepta su tarjeta. Tiene que llevar a cabo la clasificación sobre un banco del vestíbulo.