Está demasiado intranquilo para conciliar el sueño. Al alba se dirige a la montaña y emprende una larga caminata. Ha llovido, están crecidos los arroyos. Respira el embriagador aroma de los pinos. A día de hoy es un hombre libre, sin más deberes que los que pueda tener para consigo mismo. Tiene todo el tiempo por delante, puede gastarlo como quiera. Es un sentimiento inquietante, pero supone que podrá acostumbrarse a ello.
La temporada que ha pasado con Lucy no lo ha convertido en un hombre del campo. No obstante, hay cosas que echa de menos: la familia de patos, por ejemplo, la madre pata y su manera de moverse por las aguas de la presa, henchido el pecho de orgullo mientras Eeenie, Meenie, Minie y Mo chapotean afanosos tras ella, seguros de que mientras ella esté ahí delante, lejos quedan todos los peligros.
En cuanto a los perros, ni siquiera le apetece pensar en ellos. A partir del lunes, los perros liberados de la vida entre las cuatro paredes de la clínica serán arrojados al fuego sin señas de identidad, sin duelo. ¿Obtendrá perdón alguna vez por traición semejante?
Hace una visita al banco, lleva un montón de ropa sucia a la lavandería. En el ultramarinos donde hace años que compra el café, la dependienta finge que no lo conoce de nada. Su vecina, mientras riega el jardín, se mantiene estudiadamente vuelta de espaldas.
Piensa en William Wordsworth durante su primera estancia en Londres, cuando asistió a una pantomima teatral en la que Jack, el Gigante Asesino, recorre la escena despreocupado, a grandes zancadas, protegido por un rótulo que dice Soy invisible y que lleva sobre el pecho.
Al caer la noche llama a Lucy desde un teléfono público.
– He pensado que debería llamarte, no sea que estuvieras preocupada por mí -le dice-. Estoy bien. Supongo que me tomaré un tiempo hasta que me haga a la nueva situación. Doy vueltas por la casa como un guisante dentro de un frasco. Echo de menos a los patos.
No hace mención del robo sufrido en su casa. ¿De qué le serviría atosigar a Lucy con sus problemas?
– ¿Y Petrus? -pregunta-. ¿Ha cuidado Petrus de ti o sigue liado con la construcción de su casa?
– Petrus me ha echado una mano. Todos han estado muy serviciales.
– Que sepas que podría volver en cuanto me necesites. Basta con que me lo digas.
– Gracias, David. No por el momento, pero quién sabe: a lo mejor, un día de estos.
¿Quién hubiera dicho, cuando nació su hija, que con el tiempo se acercaría a ella a rastras pidiéndole que lo acogiera?
De compras en el supermercado se encuentra en la cola de caja detrás de Elaine Winter, jefa de su antiguo departamento. Lleva el carrito lleno de artículos varios; él tan solo un cesto. Con muestras de nerviosismo, ella le devuelve el saludo.
– ¿Qué, cómo va el departamento sin mí? -le pregunta con el mejor humor que puede manifestar.
Pues sumamente bien, por supuesto: esa sería su respuesta más franca. Nos va de maravilla sin ti. Sin embargo, es demasiado cortés para decir tal cosa.
– Vaya, pues peleando. Como siempre -responde vagamente.
– ¿Habéis podido hacer alguna contratación?
– Hemos contado con los servicios de un nuevo profesor. Bastante joven, por cierto.
Lo conozco, podría decir. Un perfecto mequetrefe, podría añadir. Pero su buena educación se lo impide.
– ¿Cuál es su especialidad? -pregunta por el contrario.
– Lingüística aplicada. Se dedica a estudiar modelos de adquisición del lenguaje.
Hasta ahí llegaron los poetas, hasta ahí los maestros de antaño. Que, por cierto -tal vez debería decirlo-, no le han servido de guía muy fiable. A los que no ha escuchado o no ha entendido nada bien, por decirlo con otras palabras.
La mujer que los antecede en la cola de la caja se toma su tiempo para pagar. Todavía queda margen para que Elaine formule la pregunta siguiente, que debiera ser esta: ¿Y qué es de ti, David? ¿Qué tal te va? A lo cual él respondería: Muy bien, Elaine. Muy bien.
– ¿Quieres que te ceda el turno? -dice ella en cambio, e indica el cesto de él con un gesto-. Llevas poca compra.
– Ni soñarlo, Elaine -responde, y luego le complace observarla mientras va colocando sus adquisiciones sobre el mostrador: no solo los artículos de primera necesidad, sino también los pequeños lujos que se concede una mujer que vive sola: auténtico helado de primera calidad (con almendras y pasas de verdad), galletas importadas de Italia, chocolatinas y… un paquete de compresas.
La ve pagar con tarjeta de crédito. Desde el otro lado de la caja, ya superada la barrera, le hace una señal de despedida. Se le nota que se siente aliviada.
– ¡Adiós! -le dice él por encima de la cajera-. ¡Dales recuerdos a todos!
Ella ni siquiera vuelve la vista atrás.
Tal como estaba concebida en principio, la ópera gravitaba en torno a lord Byron y a su amante, la contessa Guiccioli. Atrapados en la Villa Guiccioli, con el sofocante calor del verano en Ravena, espiados por el celoso esposo de Teresa, los dos se entregan a sus correrías por los tenebrosos salones de la casa y cantan a su pasión desbaratada. Teresa se siente como una prisionera; vive entre los rescoldos del resentimiento, azuza a Byron para que la rapte y se la lleve a una vida mejor. En cuanto a Byron, sigue sumido en un mar de dudas, aunque es tan prudente que no las manifiesta. Aquellos éxtasis que juntos conocieron, sospecha, no han de repetirse ya. Su vida se halla encalmada; de un modo oscuro ha comenzado a anhelar la tranquilidad de un retiro; si no lo consiguiera, es la apoteosis lo que anhela, la muerte. Las galopantes arias de Teresa no encienden chispa alguna en él; su propia línea vocal, oscura y repleta de volutas, pasa sin dejar huella a través de ella, o por encima.
Así es como él la había concebido: una pieza de cámara en torno al amor y la muerte, con una joven apasionada y un hombre de edad ya madura que tuvo gran renombre por su pasión, aunque esta solo sea un recuerdo; una trama en torno a una musicación compleja, intranquila, relatada en un inglés que de continuo tiende hacia un italiano imaginario.
En términos formales, no es una mala concepción. Los personajes se complementan bien: la pareja atrapada, la otra amante despechada que aporrea las ventanas de la villa, el marido celoso. La propia villa, con los monos domesticados de Byron colgados de las lámparas de araña en toda su languidez, con los pavorreales que van y vienen y se azacanean entre el recargado mobiliario napolitano, contiene una acertada mezcla de intemporalidad y decadencia.
Sin embargo, primero en la granja de Lucy y ahora aquí de nuevo, el proyecto no ha conseguido interesarle en la medida necesaria para meterse a fondo en él. Hay un error de concepción, hay algo que no surge directamente del corazón. Una mujer que se queja, y pone a. las estrellas por testigo, de que las intromisiones de los criados los obligan a ella y a su amante a encontrar alivio a su deseo en un pequeño armario: eso, ¿a quién le importa? Encuentra las palabras de Byron, pero la Teresa que la historia le ha legado -joven, codiciosa, caprichosa, petulante- no está a la altura de la música con la que ha soñado, una música cuyas armonías, de una lozanía otoñal y teñidas en cambio por la ironía, oye ensombrecidas con el oído del espíritu.
Trata de hallar otra manera de abordar el proyecto. Tras renunciar a las páginas repletas de notas que lleva escritas, tras abandonar a la coqueta y precoz recién casada con su cautivo milord, trata de centrarse en una Teresa entrada ya en la madurez. La nueva Teresa es una viudita regordeta, instalada en la Villa Gamba con su anciano padre, que lleva la casa y que sujeta con firmeza los cierres del monedero, ojo avizor de que los criados no le escamoteen el azúcar. En la nueva versión Byron ha muerto hace tiempo; la única vía de acceso a la inmortalidad que tiene Teresa, el solaz de sus noches a solas, es la arqueta rebosante de cartas y recuerdos que guarda bajo la cama, todo lo que ella considera sus reliquie, papeles que sus sobrinas nietas habrán de abrir después de su muerte para repasarlas con gran sobrecogimiento.