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¡Así que esto es el arte!, piensa. ¡Así es como funciona! ¡Qué extraño! ¡Qué fascinante!

Se pasa días enteros entregado a Byron y a Teresa, viviendo de café solo y cereales del desayuno. La nevera está vacía, la cama sin hacer; las hojas de los árboles revolotean por el suelo tras colarse por la ventana rota. Da lo mismo, piensa: que los muertos entierren a sus muertos.

De los poetas aprendí a amar, canta Byron con su voz monótona y quebrada, nueve sílabas seguidas en clave de do natural; pero la vida, entiendo (con un descenso cromático hasta el fa), es harina de otro costal. Plinc-plunc plonc, resuenan las cuerdas del banjo. ¿Por qué, ay, por qué hablas así?, canta Teresa trazando un largo arco de notas del que emana su reproche. Plunc plinc-plonc, resuenan las cuerdas.

Ella, Teresa, desea ser amada, ser amada de manera inmortal; desea verse enaltecida hasta estar en compañía de las Lauras y las Floras de antaño. ¿Y Byron? Byron será fiel hasta la muerte, pero no promete nada más. Que los dos estén unidos hasta que uno haya expirado.

Mi amor, canta Teresa hinchando ese grueso monosílabo inglés, love, aprendido en el lecho del poeta. Plinc, es el eco de las cuerdas. Una mujer enamorada, que se revuelca en el amor: una gata que maúlla en un tejado; proteínas complejas y revueltas en la sangre, que distienden los órganos sexuales, hacen que suden las palmas de las manos y que engorde la voz cuando el alma arroja a los cielos sus anhelos. Para eso le sirvieron Soraya y las demás: para sorberle las proteínas y extraérselas de la sangre como si fueran el veneno de una víbora, para dejarlo reseco, con la cabeza despejada. En casa de su padre, en Ravena, Teresa no tiene, para su infortunio, a nadie que le sorba el veneno de la sangre. Ven a mí, mío Byron, exclama: ¡tómame, ámame! Y Byron, exiliado ya de la vida, pálido cual espectro, le devuelve un eco socarrón:

¡Déjame, déjame, déjame en paz!

Años atrás, cuando residió en Italia, visitó ese bosque situado entre Ravena y la costa del Adriático, el mismo en el que paseaban a caballo un siglo y medio antes Byron y Teresa. En algún paraje entre los árboles ha de estar el lugar en el que el inglés levantó por vez primera las faldas de aquella encantadora muchacha de dieciocho añitos, recién casada con otro hombre. Podría tomar un avión mañana mismo, irse a Venecia, tomar un tren a Ravena, recorrer aquellos viejos senderos de monta, pasar por el lugar exacto. Está inventando la música (o es la música la que lo inventa a él), pero no está inventando la historia en sí. Sobre ese lecho de agujas de pino poseyó Byron a su Teresa -«tímida cual gacela», según dejó dicho- arrugándole la falda, llenándole de arena las enaguas (y los caballos en todo momento ahí al lado, desconocedores de la curiosidad), y a raíz de aquello nació una pasión que dejó a Teresa aullando sus anhelos a la luna durante el resto de su vida, presa de una fiebre que a él también le hizo aullar, exactamente a su manera.

Es Teresa quien lleva la voz cantante; página tras página, él sólo la sigue. Un día emerge de las tinieblas otra voz, una voz que no solo no ha oído antes, sino que tampoco contaba con oír. A tenor de las palabras que dice, comprende que pertenece a la hija de Byron, Allegra, pero ¿de qué parte de su propio interior proviene esa nueva voz? ¿Por qué me has abandonado? ¡Ven a apoderarte de mí!, grita Allegra. ¡Qué calor, qué calor, cuánto calor!, entona en un ritmo privativo de ella, un ritmo que atraviesa con insistencia las voces de los dos amantes.

A la llamada de la inoportuna niña de cinco años no acude respuesta alguna. Imposible de amar, jamás amada de hecho, descuidada por su famoso progenitor, ha sido llevada de mano en mano y al final ha terminado con las monjas, que la cuiden ellas. ¡Qué calor, cuánto calor!, gimotea desde su lecho en el convento, donde va a morir por efecto de la malaria. ¿Por qué me has olvidado?

¿Por qué se abstendrá su padre de contestar? Porque está harto de la vida, porque preferiría volver al lugar que le corresponde, a la otra orilla de la muerte, y hundirse en su viejo sopor. ¡Mi pobre chiquilla!, canta Byron titubeante, reacio, tan quedo que ella no lo oye. Sentados en un lateral, a la sombra, el trío de instrumentistas ejecuta esa tonada que avanza cual cangrejo, un verso ascendente y otro descendente, que es la de Byron.

21

Rosalind llama por teléfono.

– Dice Lucy que has vuelto a la ciudad. ¿Por qué no me tienes al corriente de tus cosas?

– Es que todavía no estoy como para mimar los contactos sociales -contesta él. -Ah, ya. ¿Lo has estado alguna vez?

Se encuentran en una cafetería de Claremont.

– Has adelgazado -comenta ella-. ¿Y qué te ha pasado en la oreja?

– Bah, no es nada -responde, y tampoco ha de aclararlo más adelante.

Mientras charlan, la mirada de ella queda prendida de la oreja lesionada de él. Sin duda se estremecería, piensa él, si tuviera que rozársela. No es una de esas personas que sepan cuidar a los demás. Los mejores recuerdos que tiene de ella son los de los primeros meses que pasaron juntos: tórridas noches de verano en Durban, las sábanas empapadas de sudor, el cuerpo pálido y alargado de Rosalind debatiéndose de acá para allá, presa de los espasmos de un placer que era difícil distinguir del dolor. Dos sensualistas: eso fue lo que los mantuvo unidos al menos mientras duró.

Hablan de Lucy, de la granja.

– Ah, pues yo pensaba que vivía con una amiga -dice Rosalind-. Grace, ¿no?

– Helen. Helen ha vuelto a Johannesburgo. Sospecho que han roto para siempre.

– ¿Y está a salvo Lucy, ella sola en un lugar tan aislado? -No, no lo está. Si se siente a salvo, es que está loca de remate. Pero ha decidido quedarse allí a pesar de los pesares. La idea de quedarse allí se ha convertido, a su juicio, en una cuestión de honor.

– Dijiste que te habían robado el coche…

– Fue culpa mía. Debería haber puesto más cuidado. -Ah, se me olvidaba: he oído lo de tu juicio. Los chascarrillos.

– ¿Mi juicio?

– Tu investigación, tu examen, llámalo hache. He sabido que no estuviste muy bien a la hora de dar explicaciones.

– ¡No me digas! Creí que era algo confidencial. ¿Cómo te has enterado?

– Eso es lo de menos. Lo que cuenta es que, según me ha llegado, no causaste una buena impresión. Estuviste, dicen, muy rígido, a la defensiva.

– Ni siquiera traté de causar una impresión, buena o mala. Quise defender una cuestión de principios.

– Puede ser, David, pero estoy segura de que lo sabes: los juicios no tiene nada que ver con los principios, sino con lo bien o mal que sepas bandearte y salir del atolladero. De acuerdo con mis fuentes, no pudiste hacerlo peor. ¿Qué principios eran esos que quisiste defender?

– La libertad de expresión. El derecho a permanecer en silencio.

– Suena estupendo, pero siempre se te dio muy bien engañarte a ti mismo, David. Engañar a los demás y engañarte a ti mismo, la verdad. ¿Estás seguro de que no fue todo un simple asunto en el que te pillaron en bolas?

No entra al trapo.

– De todos modos, fueran cuales fuesen los principios, está claro que debió de resultar muy abstruso para quienes tuvieron que escucharte. Todos pensaron que estabas ofuscado.

Deberías haberte asesorado de antemano. ¿Qué vas a hacer con el dinero? ¿Te han retirado la pensión?

– Me darán lo mismo que aporté yo a lo largo de estos años. Voy a vender la casa. Me sobra espacio.

– ¿Y qué harás con todo tu tiempo? ¿No vas a buscar algún trabajo?

– No lo creo. Ahora mismo no doy abasto. Estoy escribiendo.

– ¿Un nuevo libro?

– No. Una ópera, la verdad.

– ¡Una ópera! Caramba, pues eso sí que es una novedad.

Ojalá te lleve a ganar mucho dinero. ¿Vas a irte a vivir con Lucy?

– La ópera no es más que una afición, una cosilla para enredar y matar el tiempo. No me dará dinero. Ah, y no: no me iré a vivir con Lucy. No sería una buena idea.

– ¿Por qué no? Vosotros dos siempre os habéis llevado bien. ¿Ha pasado algo?

Sus preguntas son las de una metomentodo, pero es que Rosalind jamás ha tenido escrúpulo alguno por serlo. «Hemos compartido cama durante diez años -dijo una vez-. ¿Por qué ibas a guardarme ningún secreto?»

– Lucy y yo todavía nos llevamos bien -responde-, pero no tanto como para vivir juntos.

– Esa parece ser la historia de tu vida.

– Pues sí.

Se hace el silencio mientras contemplan, cada cual desde su punto de vista, la historia de su vida.

– Vi a tu novia -dice Rosalind cambiando de tema.

– ¿A mi novia?

– O enamorada, o lo que sea. A Melanie Isaacs. Actúa en una obra que se representa en el Teatro del Muelle. ¿No estabas enterado? Y entiendo muy bien qué viste en ella, qué te llevó a la perdición. Los ojos grandes, oscuros. Ese cuerpecillo astuto, de comadreja: Es justamente tu tipo. Seguramente pensaste que sería una de tus aventuras rápidas, uno más de tus deslices, y mira en qué has ido a parar. Has arrojado tu vida por la borda, ¿y a cambio de qué?

– No he arrojado mi vida por la borda, Rosalind. Seamos sensatos.

– ¿Cómo puedes negarlo? Te has quedado sin trabajo, tu nombre ha sido pisoteado y arrastrado por el fango, tus amistades te evitan, te escondes en Torrance Road como una tortuga temerosa de asomar la cabeza fuera de la concha. Hay gente que no te llega ni a la suela de los zapatos y que ahora hace chistes a tu costa. Llevas las camisa sin planchar. A saber quién te habrá cortado el pelo así como lo llevas, y tienes… -Detiene su enumeración-. Vas a terminar como uno de esos viejos tristes que se ponen a rebuscar en los contenedores de basura.

– Voy a terminar en un hoyo en el suelo -dice él-. Y tú también. Como todos.

– Ya basta, David. Bastante me molestan las cosas tal como están, no tengo ganas de discutir contigo. -Recoge sus paquetes-. Cuando te hartes de comer rebanadas de pan con mermelada, llámame y te prepararé una buena comida.