Deberías haberte asesorado de antemano. ¿Qué vas a hacer con el dinero? ¿Te han retirado la pensión?
– Me darán lo mismo que aporté yo a lo largo de estos años. Voy a vender la casa. Me sobra espacio.
– ¿Y qué harás con todo tu tiempo? ¿No vas a buscar algún trabajo?
– No lo creo. Ahora mismo no doy abasto. Estoy escribiendo.
– ¿Un nuevo libro?
– No. Una ópera, la verdad.
– ¡Una ópera! Caramba, pues eso sí que es una novedad.
Ojalá te lleve a ganar mucho dinero. ¿Vas a irte a vivir con Lucy?
– La ópera no es más que una afición, una cosilla para enredar y matar el tiempo. No me dará dinero. Ah, y no: no me iré a vivir con Lucy. No sería una buena idea.
– ¿Por qué no? Vosotros dos siempre os habéis llevado bien. ¿Ha pasado algo?
Sus preguntas son las de una metomentodo, pero es que Rosalind jamás ha tenido escrúpulo alguno por serlo. «Hemos compartido cama durante diez años -dijo una vez-. ¿Por qué ibas a guardarme ningún secreto?»
– Lucy y yo todavía nos llevamos bien -responde-, pero no tanto como para vivir juntos.
– Esa parece ser la historia de tu vida.
– Pues sí.
Se hace el silencio mientras contemplan, cada cual desde su punto de vista, la historia de su vida.
– Vi a tu novia -dice Rosalind cambiando de tema.
– ¿A mi novia?
– O enamorada, o lo que sea. A Melanie Isaacs. Actúa en una obra que se representa en el Teatro del Muelle. ¿No estabas enterado? Y entiendo muy bien qué viste en ella, qué te llevó a la perdición. Los ojos grandes, oscuros. Ese cuerpecillo astuto, de comadreja: Es justamente tu tipo. Seguramente pensaste que sería una de tus aventuras rápidas, uno más de tus deslices, y mira en qué has ido a parar. Has arrojado tu vida por la borda, ¿y a cambio de qué?
– No he arrojado mi vida por la borda, Rosalind. Seamos sensatos.
– ¿Cómo puedes negarlo? Te has quedado sin trabajo, tu nombre ha sido pisoteado y arrastrado por el fango, tus amistades te evitan, te escondes en Torrance Road como una tortuga temerosa de asomar la cabeza fuera de la concha. Hay gente que no te llega ni a la suela de los zapatos y que ahora hace chistes a tu costa. Llevas las camisa sin planchar. A saber quién te habrá cortado el pelo así como lo llevas, y tienes… -Detiene su enumeración-. Vas a terminar como uno de esos viejos tristes que se ponen a rebuscar en los contenedores de basura.
– Voy a terminar en un hoyo en el suelo -dice él-. Y tú también. Como todos.
– Ya basta, David. Bastante me molestan las cosas tal como están, no tengo ganas de discutir contigo. -Recoge sus paquetes-. Cuando te hartes de comer rebanadas de pan con mermelada, llámame y te prepararé una buena comida.
La mención de Melanie Isaacs lo altera. Nunca ha sido de esos que mantiene una implicación cuando ya no queda nada. Cada vez que se termina una historia, la pone a un lado y pasa página. No obstante, en el asunto con Melanie hay algo inacabado. En lo más hondo de sí mismo está almacenado el olor de ella, el olor de una compañera. ¿Recordará también ella su olor? Es justamente tu tipo, dijo Rosalind, y no se equivocaba. ¿Y si sus caminos volvieran a cruzarse, el de Melanie y el suyo? ¿Habría un destello de sentimiento, una muestra de que la aventura no está del todo agotada?
Ahora bien: la sola idea de acudir de nuevo a Melanie es una locura. ¿Por qué iba ella a dignarse hablar con un hombre condenado por ser su perseguidor? Además, ¿qué pensará de él, del idiota de la oreja desollada, el pelo mal cortado, el cuello arrugado de la camisa?
Las bodas de Cronos y Harmonía: algo antinatural. Eso fue lo que se pretendió castigar con el juicio, una vez despojada el habla de palabras grandilocuentes. Fue juzgado por su manera de vivir. Por cometer actos impropios: por diseminar su simiente vieja, cansada, simiente que no brota, contra naturam. Si los viejos montan a las jóvenes, ¿cuál será el futuro de la especie? En el fondo, esa fue la argumentación de los fiscales. De eso trata la mitad de la literatura, del modo en que las jóvenes se debaten por escapar del peso de los viejos, y todo en aras de la especie.
Suspira. Los jóvenes abrazados, inconscientes, atentos solo a la música sensual. No es este un país para viejos. Parece haber pasado largo tiempo entre suspiros. Pesar: una nota de pesar con la que salir del paso.
Hasta hace un par de años, el Teatro del Muelle era un almacén frigorífico en donde colgaban los cuerpos abiertos en canal de cerdos y de bueyes, a la espera de ser transportados por mar. Hoy es un centro de ocio muy de moda. Llega tarde a la función; toma asiento cuando bajan las luces. «Un éxito clamoroso, recuperado por exigencia popular»: así anuncian Crepúsculo en el Salón del Globo los responsables de esta nueva producción. El escenario tiene más estilo, la dirección es más profesional, hay un nuevo actor protagonista. No obstante, por su humor crudo y tosco, por su descarada intención política, la obra le resulta tan ardua de soportar como la vez anterior.
Melanie sigue actuando en el papel de Gloria, la peluquera novicia. Con un caftán de color rosa sobre unas medias doradas,_ de lamé, y con la cara pintarrajeada, el cabello recogido en tirabuzones, se contonea en escena sobre sus tacones altos. El texto que tiene asignado es previsible, pero lo recita con una sincronización hábil y un chirriante acento Kaaps. También se nota que está más segura de sí misma: de hecho, está muy bien en su papel, como si tuviera dotes de auténtica actriz. ¿Será posible que durante los meses que ha pasado él fuera de la ciudad ella haya crecido, se haya encontrado a sí misma? Lo que no me mata me fortalece.
Tal vez el juicio fuera un juicio también contra ella; tal vez también ella ha sufrido lo suyo, y ha salido con bien de la prueba.
Ojalá recibiera una señal, se dice. Si recibiera una señal, sabría qué ha de hacer. Por ejemplo, si ese vestuario ridículo fuese a quemarse y desprenderse de su cuerpo en una llamarada gélida, privada, y ella se plantase ante sus ojos hecha una revelación exclusiva para él, tan desnuda y tan perfecta como estuvo aquella última vez en la antigua habitación de Lucy.
Los ociosos entre los cuales ocupa su butaca, gente de cara colorada por el sol, cómoda en la solidez de sus carnes, disfrutan con la obra. Han cogido cariño a Melanie-Gloria; ríen sus chistes subidos de tono, ríen incluso a carcajadas cuando los personajes intercambian insultos.
Aunque sean sus compatriotas, difícilmente podría sentirse más forastero entre ellos, más impostor. Y cuando ríen con las intervenciones de Melanie, en cambio, no puede reprimir un arrebol de orgullo. ¡Mía!, le gustaría decir volviéndose a los de alrededor, como si fuera su hija.
Sin aviso previo, algo le devuelve un recuerdo de hace muchos años: una persona a la que recogió en la N1 a las afueras de Trompsburg, una mujer de veintitantos años que viajaba sola y que él llevó a la ciudad, una turista alemana, quemada por el sol y rebozada de polvo. Llegaron hasta River Touws, tomaron una habitación en un hotel; él le dio de comer y se acostó con ella. Recuerda sus piernas largas y nervudas, la suavidad de su cabello, aquella ligereza de plumas entre sus dedos.
En una súbita erupción sin ruido alguno, como si hubiera entrado en un trance en el que caminase dormido, ve caer un torrente de imágenes, mujeres a las que ha conocido en dos continentes, algunas tan lejos en el tiempo que a duras penas las reconoce. Como las hojas que lleva el viento, revueltas, van pasando ante él. Un ancho campo repleto de gente: cientos de vidas que están enredadas con la suya. Contiene la respiración, desea que la visión no desaparezca.