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Ella no desea tomar un licor, pero acepta un chorrito de whisky en el café. Mientras ella da un sorbo, él se inclina y le roza la mejilla.

– Eres un verdadero encanto -le dice-. Voy a invitarte a hacer una temeridad. -Vuelve a rozarla-. Quédate. Pasa la noche conmigo.

Ella lo mira con firmeza sin apartar la taza de sus labios.

– ¿Por qué?

– Porque debes.

– ¿Por qué debo?

– ¿Por qué? Porque la belleza de una mujer no le pertenece solo a ella. Es parte de la riqueza que trae consigo al mundo, y su deber es compartirla.

Él todavía tiene la mano apoyada en la mejilla de ella. Ella no se retrae, pero tampoco cede.

– ¿Y si ya la compartiera? -En la voz se le nota que casi está sin aliento. Siempre es excitante ser cortejada: excitante, placentero.

– Entonces, deberías compartirla más aún.

Palabras suaves, lisonjeras, tan antiguas como la seducción misma. Sin embargo, en ese momento él cree en esas palabras. Ella no es dueña de sí misma. La belleza no es dueña de sí misma.

– De los más bellos seres de la creación deseamos más aún -dice-, para que la belleza de la rosa jamás muera.

No ha sido una buena iniciativa. La sonrisa de ella pierde su calidad juguetona y móvil. El verso pentámetro, cuya cadencia tan bien sirvió para endulzar las palabras de la serpiente, ahora solo consigue crear un efecto de extrañeza. Ha vuelto a ser el profesor, el hombre libresco, el guardián de los tesoros de la cultura. Ella deja la taza sobre la mesa.

– Tengo que marcharme, me están esperando.

Ha despejado, lucen las estrellas.

– Hace una noche deliciosa -dice él abriendo la verja del jardín. Ella ni siquiera mira al cielo-. ¿Quieres que te acompañe a casa?

– No.

– Muy bien. Como quieras. Buenas noches. -Se acerca a ella, la abraza. Por un instante llega a sentir los pequeños pechos de ella contra sí. Acto seguido, ella se escurre de su abrazo y desaparece.

3

Ahí debería haber puesto fin a la historia, pero no lo hace. El domingo por la mañana va en su coche al campus, que está desierto, y entra en las oficinas de la secretaría general. Del archivo extrae la tarjeta de matrícula de Melanie Isaacs y copia sus datos personales: el domicilio de los padres, el domicilio en Ciudad del Cabo, el número de teléfono.

Marca el número, le contesta una voz de mujer.

– ¿Melanie?

– Ahora se pone. ¿Quién la llama?

– Dígale que soy David Lurie.

Melanie… «melody»: una rima meretriz. No es un buen nombre para una chica así. A ver, cambiando el acento… Meláni, la morena. La oscura.

– ¿Hola?

En esa única palabra capta toda su incertidumbre. Es demasiado joven. No sabrá cómo tratar con él; definitivamente debería dejarla en paz, pero está poseído por algo. La belleza de la rosa: el poema le da de lleno con la precisión de una flecha. Ella no es dueña de sí misma; tal vez tampoco sea él dueño de sus actos.

– Pensé que a lo mejor te apetecía salir a almorzar -le dice-. Puedo recogerte digamos que a las doce.

Ella todavía tiene tiempo de decir una mentira, de escurrir el bulto. Pero está demasiado confusa, y ese momento se va tal como viene.

Cuando él llega, está esperándolo en la acera, delante del edificio en que vive. Lleva unas mallas negras y un jersey negro. Tiene las caderas tan estrechas como una chiquilla de doce años.

La lleva a Hout Bay, al puerto. Durante el trayecto trata de que se sienta cómoda. Le pregunta por el resto de las asignaturas que estudia. Ella le dice que actúa en una obra teatral. Es uno de los requisitos de su diplomatura. Los ensayos le quitan muchísimo tiempo.

Ya en el restaurante resulta que no tiene apetito. Con evidente desánimo mira al mar.

– ¿Te ocurre algo? ¿Quieres decírmelo? Ella niega con la cabeza.

– ¿Estás preocupada por nosotros?

– Puede ser -responde.

– Pues no tienes por qué. Yo me cuido de todo. No dejaré que lleguemos demasiado lejos.

Demasiado lejos: ¿qué entiende por lejos, qué es demasiado lejos en un asunto como este? Demasiado lejos… ¿será lo mismo para ella que para él?

Ha empezado a llover; las cortinas de lluvia barren la bahía desierta.

– ¿Nos vamos? -dice él.

La lleva de nuevo a su casa. En el suelo de la sala de estar, mientras la lluvia repica en los cristales, hace el amor con ella. Tiene un cuerpo claro, sencillo, perfecto a su manera; aunque se muestra pasiva en todo momento, el acto a él le resulta placentero, tan placentero que tras el clímax cae en un estupor absoluto.

Cuando vuelve en sí ha dejado de llover. La muchacha yace bajo él con los ojos cerrados, las manos distendidas y alzadas por encima de la cabeza, el rostro levísimamente fruncido. Él tiene sus maños bajo el áspero jersey de ella, sobre sus senos. Sus mallas y sus braguitas están hechas un lío en el suelo; él tiene los pantalones a la altura de los tobillos. Después de la tormenta, piensa: como sacado de George Grosz.

Con la cara vuelta, ella se libera, recoge sus cosas, sale de la sala. En cuestión de minutos está de regreso, vestida.

– Tengo que irme -susurra. Él no hace ningún esfuerzo por impedírselo.

Despierta a la mañana siguiente en un estado de profundo bienestar que no se disipa. Melanie no está en clase. Desde su despacho llama a una floristería. ¿Rosas? No, tal vez no. Encarga unos claveles.

– ¿Rojos o blancos? -pregunta la mujer.

¿Rojos? ¿Blancos?

– Envíe una docena de claveles rosas -dice.

– No tengo una docena de claveles rosas. ¿Quiere que le mande un surtido?

– Eso, un surtido -responde.

Llueve durante todo el martes; los nubarrones entran por el oeste y cubren toda la ciudad. Al atravesar el vestíbulo de la Facultad de Comunicación al término de su jornada, la descubre en la puerta: está en medio de un grupo de estudiantes que esperan a que escampe momentáneamente.

– Espérame aquí -le dice tras colocarse a sus espaldas y ponerle una mano en el hombro-. Te llevaré en coche a tu casa.

Vuelve con un paraguas. Al atravesar la plaza de entrada camino del aparcamiento, la atrae hacia sí para resguardarla de la lluvia. Una racha repentina vuelve del revés el paraguas; con torpeza, corren juntos hacia el coche.

Ella lleva un impermeable de plástico amarillo; en el coche, se baja la capucha. Está ruborizada; él repara en que le sube y le baja el pecho. Con la lengua, se limpia una gota de lluvia del labio superior. ¡Una niña!, piensa él. ¡No es más que una niña! ¿Qué estoy haciendo? Sin embargo, el corazón se le desboca por el embate del deseo.

Conduce despacio, el tráfico es denso a última hora de la tarde.

– Ayer te eché de menos -le dice-. ¿Te encuentras bien?

Ella no contesta. Mira fijamente los limpiaparabrisas.

En un semáforo en rojo él coge su mano fría. -¡Melanie! -dice, y trata de hacerlo con tono ligero. Pero se le ha olvidado cómo es el cortejo. La voz que oye es la de un padre zalamero, no la de un amante. Detiene el coche ante el edificio de ella.

– Gracias -le dice, y abre la portezuela.

– ¿No vas a invitarme a subir?

– Creo que mi compañera de piso está en casa.

– ¿Y esta noche?

– Esta noche tengo ensayo.

– Entonces, ¿cuándo volveré a verte? Ella no responde.

– Gracias -repite, y sale del coche.

El miércoles sí va a su clase, y se sienta donde acostumbra. Todavía siguen con Wordsworth, con el Libro VI de El preludio: el poeta en los Alpes.