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– Una pobre bywoner.

– Una pobre bywoner, así es. Pero la casa seguirá siendo mía, repito. Sin mi permiso nadie entra en la casa, incluido él. Y me quedo con las perreras.

– Lucy, eso es inviable. Legalmente es inviable, y tú lo sabes.

– Entonces, ¿qué propones?

Ella sigue sentada y se abriga con la bata de estar por casa, con las zapatillas puestas y el periódico del día anterior sobre el regazo. Tiene lacio el cabello; ha engordado de manera torpona, contraria a su buena salud de siempre. Cada día que pasa se parece más y más a una de esas mujeres que arrastran los pies por los pasillos de un asilo hablando a solas consigo mismas. ¿Por qué se tomará Petrus la molestia de negociar? Es imposible que ella aguante: basta con dejarla sola, que a su debido tiempo caerá como la fruta podrida.

– He hecho mi propuesta. Dos, para ser exactos.

– No, ni hablar. No me marcho. Ve a ver a Petrus y dile lo que he dicho. Dile que le cedo la tierra. Dile que se la quede, con el título de propiedad incluido. Le encantará.

Se hace el silencio entre ambos.

– Qué humillante -dice él por fin-. Con tan altas esperanzas, mira que terminar así…

– Estoy de acuerdo: es humillante, pero tal vez ese sea un buen punto de partida. Tal vez sea eso lo que debo aprender a aceptar. Empezar de cero, sin nada de nada. No con nada de nada, sino sin nada. Sin nada. Sin tarjetas, sin armas, sin tierra, sin derechos, sin dignidad.

– Como un perro.

– Pues sí, como un perro.

23

A media mañana ya lleva un buen rato de paseo con Katy, la bulldog. Es sorprendente que Katy se haya mantenido a su paso, tanto si es porque él camina más despacio que antes como si es porque ella anda mejor. Jadea y resopla tanto como siempre, pero esto es algo que a él ya no parece fastidiarle.

Según se acercan a la casa se fija en el chico, el chico del que Petrus dijo que era de mi pueblo. Está de pie, cara a la pared de la parte trasera. Al principio piensa que está orinando; luego comprende que está mirando por el ventanuco del cuarto de baño, que está espiando a Lucy.

Katy ha comenzado a gruñir, pero el chico está tan absorto que no presta atención. Cuando se da la vuelta ya se hallan junto a él. Con toda la palma de la mano alcanza al chico en la mejilla.

– ¡Cerdo! -le grita, y le atiza otra bofetada que hace que se tambalee-. ¡Cerdo asqueroso!

Más sobresaltado que dolido, el chico trata de echar a correr, pero tropieza y cae. La perra se planta sobre él en el acto. Cierra las fauces en torno a su codo; aprieta las patas delanteras y da tirones sin dejar de gruñir. Con un grito de dolor, él trata de zafarse. Le lanza algún puñetazo, pero son golpes que carecen de fuerza, y que la perra apenas encaja.

La palabra sigue zumbando en el aire: ¡Cerdo! Nunca había sentido una rabia tan elemental. Le gustaría dar su merecido al chico: una buena tunda. Algunas frases que ha evitado a lo largo de toda su vida parecen de pronto justas, exactas:

Darle una lección, enseñarle cuál es su sitio en el mundo. ¡Entonces, así es todo esto!, piensa. ¡Así es como actúa un salvaje! Propina al chico un buen puntapié, de modo que rueda de costado. ¡Pollux! ¡Vaya nombre!

La perra cambia de postura y monta sobre el cuerpo del chico sin dejar de tironearle del brazo, desgarrándole la camisa. El chico intenta apartarla, pero el animal no cede. -¡Ay, ay, ay, ay, ay! -exclama dolorido-. ¡Voy a matarte! Aparece Lucy en la escena. -¡Katy! -llama con voz de mando. La perra la mira de lado, pero no la obedece.

Arrodillándose, Lucy sujeta a la perra por el collar, y le habla con voz queda, pero apremiante. A regañadientes, la perra suelta su presa.

– ¿Estas bien? -dice ella.

El chico gimotea de dolor. Se le han caído los mocos. -¡Voy a matarte! -solloza. Está a punto de echarse a llorar sin poder contenerse.

Lucy le retira la manga de la piel. Se ven las huellas de los colmillos del perro; mientras las estudian, sobre la piel oscura se forman perlas de sangre.

– Venga, vamos a lavarte esa herida -dice ella. El chico se sorbe los mocos y las lágrimas, niega con la cabeza.

Lucy solo lleva una toalla enrollada en torno al cuerpo. Al incorporarse, la toalla resbala y sus pechos quedan expuestos a la luz del día.

La última vez que vio los pechos de su hija eran los recatados capullos de rosa de una chiquilla de seis años de edad. Ahora son pechos redondos, grandes, casi lechosos. Se hace la quietud. Él la mira fijamente; el chico también la mira con toda su desvergüenza. La rabia de nuevo se hincha en su interior y le nubla la mirada.

Lucy se aparta de los dos hombres, se cubre. Con un solo, rápido movimiento, el chico se pone en pie y corre hasta quedar fuera del alcance de los otros.

– ¡Vamos a mataros a todos! -vocifera. Se vuelve; pisoteando adrede el patatal, se cuela por debajo de la verja de alambre y se retira hacia la casa de Petrus. Vuelve a caminar con aire chulesco, aunque va sujetándose el brazo.

Lucy tiene razón. Le pasa algo raro; no está bien de la cabeza. Es un niño violento en el cuerpo de un joven. Pero hay algo más, hay en todo el asunto algún detalle que él no entiende. ¿Qué se propone Lucy protegiendo al chico?

– Esto no puede seguir así, David -dice Lucy-. Puedo apañármelas con Petrus y sus aanhangers; puedo apañármelas contigo, pero es imposible que me las apañe con todos vosotros a la vez.

– Estaba mirándote por el ventanuco. ¿Lo sabías?

– Es un perturbado. Un chiquillo perturbado.

– ¿Y eso es una excusa? ¿Una excusa por lo que te hizo?

Lucy mueve los labios, pero él no acierta a descifrar lo que le dice.

– Yo no me f o de él -sigue diciendo él-. Es artero. Es como un chacal que anda al acecho, buscando pendencia. En los viejos tiempos había una palabra para designar a los que son como él. Es deficiente. Es un deficiente mental. Un deficiente moral. Debería estar internado en un sanatorio.

– Decir eso es una temeridad, David. Si prefieres pensar de ese modo, te ruego que no me lo digas. En cualquier caso, lo de menos es lo que tú puedas pensar acerca de él. Está aquí y seguirá aquí, no va a desaparecer envuelto en una humareda. Forma parte de la vida misma. -Ella lo mira impertérrita, entornando los ojos para protegerse del sol. Katy está tumbada a sus pies y jadea levemente, contenta consigo misma, con sus hazañas-. David, no podemos seguir así. Estaba ya todo apaciguado, estaba todo en paz hasta que tú volviste. Debo gozar de paz a mi alrededor. Estoy dispuesta a lo que sea, a cualquier sacrificio, con tal de conseguir la paz.

– ¿Y yo formo parte de lo que estás dispuesta a sacrificar?

Ella se encoge de hombros.

– Yo no he dicho eso. Lo has dicho tú. -Entonces voy a hacer las maletas.

Horas después del suceso, la mano todavía le cosquillea debido a las dos bofetadas. Cuando piensa en el chico y en sus amenazas se revuelve de ira. Al mismo tiempo, está avergonzado. Condena su actuación sin paliativos. A nadie ha dado una lección; desde luego, no al chico. Todo lo que ha logrado es alejarse más aún de Lucy. Se ha mostrado ante ella en un momento de pasión incontrolable, y está claro que a ella no le gusta lo que ha visto.

Debería pedir disculpas, pero no puede. Da la impresión de que sigue sin haber recuperado el dominio de sí. Hay algo en Pollux que le inspira esa rabia: sus ojillos feos y opacos, su insolencia, pero también la idea de que, como una mala hierba, ha tenido ocasión de enmarañar sus raíces con Lucy y con la existencia misma de Lucy.