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Si Pollux vuelve a insultar a su hija, hará lo mismo que ha hecho. Du musst dein Leben dundern!: debes cambiar de vida. En fin: es demasiado viejo para hacer caso, demasiado viejo para cambiar. Lucy tal vez sea capaz de plegarse ante el temporal. Él no puede, o no puede hacerlo con honor.

Por eso ha de prestar atención a Teresa. Teresa puede ser la última que lo salve. Teresa está más allá del honor. Expone sus pechos al sol; toca el banjo delante de los criados, le importa un comino que se rían de ella. Tiene anhelos de inmortalidad y los canta. No ha de morir.

Llega a la clínica cuando Bev Shaw está a punto de marcharse. Se abrazan con cierta prevención, como dos desconocidos. Cuesta creer que yacieron desnudos, el uno en brazos del otro.

– ¿Se trata de una visita o vas a quedarte una temporada? -pregunta ella.

– Me quedaré todo el tiempo que sea necesario, pero no con Lucy. Está claro que no nos llevamos bien. Voy a buscarme una habitación en la ciudad.

– Cuánto lo siento. ¿Cuál es el problema?

– ¿Entre Lucy y yo? Espero que ninguno, o ninguno que no tenga remedio. El problema está en las personas junto a las cuales vive. Si me añado yo al conjunto somos demasiados. Demasiados para un espacio tan reducido. Como las arañas en el fondo de una botella.

Le viene a la cabeza una imagen tomada del Inferno: el gran marjal de la laguna Estigia, dentro del cual brotan las almas como setas. Ved¡ ¡'anime di color cui viese ¡'ira. Almas sobrepasadas por la ira, almas que se roen las unas a las otras. Un castigo adecuado al delito.

– Veo que hablas de ese chico que se ha ido a vivir con Petrus. Debo decir que no me agrada su aspecto, pero al menos mientras Petrus esté presente sé con seguridad que a Lucy no le pasará nada malo. Tal vez haya llegado la hora, David, de que te alejes un poco y dejes que Lucy encuentre ella sola las soluciones. Las mujeres tienen una gran capacidad de adaptación. Lucy la tiene. Además, es joven. En comparación contigo o conmigo, ella anda más con los pies sobre la tierra.

¿Que Lucy tiene capacidad de adaptación? Desde luego que no, al menos según su experiencia.

– A todas horas me aconsejas que no me meta -dice-. Si no me hubiera metido desde el primer momento, ¿dónde estaría Lucy ahora?

Bev Shaw permanece en silencio. ¿Habrá en él algo que Bev Shaw sabe cómo ver y que a él se le escapa? Por el hecho de que los animales confíen en ella, ¿también debe él confiarse a sus consejos, aprender una lección de ella? Los animales confían en ella, pero ella emplea esa confianza para liquidarlos. ¿Qué lección cabe aprender de eso?

– Si dejara de meterme en toda esta historia -sigue diciendo a duras penas- y sobreviniera un nuevo desastre en la granja, ¿cómo iba a poder seguir viviendo conmigo mismo?

Ella se encoge de hombros.

– ¿Es esa la cuestión, David? -le pregunta con toda tranquilidad.

– No lo sé. Yo ya no sé cuál es la cuestión. Es como si entre la generación de Lucy y la mía hubiera caído un telón impenetrable. Y yo no me di cuenta de cuándo cayó.

Hay un largo silencio entre ambos.

– De todos modos -prosigue-, está claro que no puedo seguir con Lucy, así que estoy buscando alojamiento. Si te enteras de alguna cosa en Grahamstown no dejes de comunicármelo. Lo que vine a decirte por encima de todo lo demás es que estoy disponible para echar una mano en la clínica.

– Pues nos vendrá muy bien -dice Bev Shaw.

A un amigo de Bill Shaw le compra una camioneta de media tonelada de tara, por la cual le paga con un cheque de mil rands y otro más por siete mil, aunque con fecha de final de mes.

– ¿Para qué tiene previsto emplearla? -le dice el hombre. -Transporte de animales. Perros.

– Tendrá que poner unos rieles al fondo de la caja, no sea que se le vayan de un salto. Sé de alguien que se los puede instalar.

– No se preocupe. Mis perros no saltan.

Según la documentación, la camioneta tiene doce años de antigüedad, pero el motor ronronea como la seda. Además, se dice, tampoco tiene por qué durar para siempre. Nada tiene que durar para siempre.

Tras localizar un anuncio in el Grocott's Mail, alquila una habitación en una casa cercana al hospital. Al formalizar el contrato dice apellidarse Lourie, paga un mes por adelantado y dice que se encuentra en Grahamstown para recibir tratamiento médico como paciente externo. No dice a qué se debe el tratamiento, pero sabe que ella piensa que es un cáncer.

Está gastando el dinero como si fuera agua. Da igual.

En una tienda de artículos de acampada compra un calentador por inmersión, un hornillo de gas, un perol de aluminio. Cuando vuelve a su habitación con las compras, se encuentra a la dueña en la escalera.

– No está permitido cocinar en las habitaciones, señor Lourie -le dice-. Es por el riesgo de incendio.

La habitación es oscura y sofocante, está amueblada en exceso, y el colchón de la cama tiene bultos más duros que otros. Se habrá de acostumbrar, como a tantas otras cosas.

En la casa vive otro realquilado, un maestro de escuela ya jubilado. Se saludan al desayunar, pero no se dirigen la palabra durante el resto del día. Después del desayuno se marcha a la clínica y allí pasa el día entero, domingos incluidos.

Más que la pensión, la clínica se convierte en su hogar. En el solar desierto que hay tras el edificio construye una especie de nido con una mesa y un sillón viejo que le regalan los Shaw, así como una sombrilla de playa para resguardarse durante las horas más inclementes del sol. Se lleva el hornillo para hacerse un té o calentar alguna lata de comida: espaguetis y albóndigas, snoek con cebolla. Dos veces al día da de comer a los animales, limpia las perreras y de vez en cuando les habla; el resto del tiempo lo pasa leyendo, dormitando o, cuando se halla a solas en el recinto, ensayando con el viejo banjo de Lucy la música que va a dar a Teresa Guiccioli.

Hasta que nazca el niño, así ha de ser su vida.

Una mañana levanta la mirada y se encuentra con las caras de tres chiquillos que lo observan encaramados a la tapia de cemento. Se levanta; oye ladrar a los perros; los chiquillos saltan de la tapia y se dan a la fuga, gritando de excitación. Vaya cuento para contarlo en sus casas: un viejo medio loco que se sienta entre los perros y se pone a cantar cuando está solo.

Y tan loco. ¿Cómo podría explicarles a los chiquillos o a sus padres, a todos los habitantes de D Village, lo que han hecho Teresa y su amante para merecer que alguien, él en este caso, los devuelva a este mundo?

24

Con su camisón blanco, Teresa se halla de pie ante la ventana del dormitorio. Tiene los ojos cerrados. Es la hora más negra de la noche: respira hondo, aspira el crujido del viento, el croar de las ranas.

– Che vuol dir -canta, y su voz apenas pasa de ser un susurro-, che vuol dir questa solitudine immensa? Ed io -canta-, che sono?

Silencio. Esa solitudine immensa no responde. Hasta el trío de la esquina permanece tan callado como las piedras.

– ¡Vamos! -susurra-. ¡Ven a mí, te lo ruego! ¡Ven, mi Byron! -Abre los brazos como si quisiera abrazar las tinieblas, abrazar lo que quieran llevarle.

Desea que él venga en alas del viento, que la envuelva como el viento, que entierre su rostro en el valle que hay entre sus pechos. Si no, desea que llegue con el alba, que aparezca en el horizonte como un dios solar que proyecte el resplandor de su calidez sobre toda ella. A toda costa ansía que vuelva.