Sentado ante su mesa en el patio de los perros, tiende el oído para captar la triste curva descendente de la súplica que hace Teresa al enfrentarse a las tinieblas de la noche. Es para Teresa un mal momento del mes, está dolorida, no ha pegado ojo en toda la noche, está demacrada de tanto anhelar. Desea que la rescate… del dolor, del calor del verano, de la Villa Gamba, del malhumor de su padre, de todo.
Toma la mandolina de la silla sobre la que descansa. Acunándola como a un niño chico, vuelve a la ventana. Plinc, plunc, dice la mandolina en sus brazos quedamente, para no despertar a su padre. Plinc, plunc, rezonga el banjo en un desolador patio de África.
Una cosilla para enredar y matar el tiempo, había dicho a Rosalind. Mentira. La ópera no es una afición, o al menos ha dejado de serlo. Ahora lo consume día y noche.
Sin embargo, a pesar de algunos buenos momentos más bien _fugaces, la verdad es que Byron en Italia no va a ninguna parte. Carece de acción, de desarrollo, no es más que una larga y estática cantinela que Teresa lanza al vacío, al aire, puntuada de vez en cuando por los gemidos y los suspiros de Byron, siempre fuera de escena. Olvidados quedan el marido y la amante rival, como si no existieran. El impulso lírico que lleva dentro tal vez no haya muerto, pero tras décadas de pasar hambre solo consigue salir a rastras de su covachuela como un tullido, famélico, deforme. Carece de los recursos musicales, de recursos y de energía, que le permitan levantar Byron en Italia por encima de la monótona pista por la que lleva circulando desde que lo empezó. Ha pasado a ser una de esas obras que podría escribir un sonámbulo.
Suspira. Habría sido agradable disfrutar de un regreso triunfal a la sociedad en calidad de autor de una excéntrica ópera de cámara, pero no podrá ser. Ha de albergar esperanzas más atemperadas: así, que en algún lugar, en medio del fárrago sonoro, brote directa al cielo, como un ave, una sola nota, una nota auténtica de anhelo de inmortalidad. En cuanto al reconocimiento, lo deja en manos de los eruditos del futuro, si es que para entonces aún quedan eruditos. De hecho, él no percibirá esa nota caso de que suene, pues demasiado sabe acerca del arte y de las manías del arte, de modo que no cabe esperar tal cosa, ni siquiera si llega a sonar. Y eso que habría sido grato que Lucy oyera una prueba al menos mientras viviera, y que lo hubiera tenido en mejor concepto.
¡Pobre Teresa! ¡Pobre muchacha dolorida! Él la ha traído de la sepultura, le ha prometido una vida nueva, y ahora siente que está decepcionándola. Espera que sinceramente tenga en su mano la posibilidad de perdonarlo.
De los perros del patio hay uno por el que ha empezado a tener un cariño especial. Es un macho joven que tiene una de las patas traseras tan reseca que solo puede arrastrarla. Desconoce si ha sido así desde que nació. Ningún visitante ha mostrado el menor interés por adoptarlo. Su período de gracia está a punto de expirar; pronto tendrá que someterse a la aguja de la jeringuilla.
Algunas veces, mientras lee o escribe, lo libera de la jaula y le permite corretear, aunque sea grotesco, por el patio. A veces se tumba a dormitar a sus pies. No es suyo, de ninguna manera; ha puesto cuidado en no darle siquiera un nombre (aunque Bev Shaw lo llama Driepoot aludiendo a su defecto); no obstante, es sensible al generoso afecto que emana del perro y que se dirige a él. De manera arbitraria e incondicionalmente es él quien ha sido adoptado; el perro daría la vida por él, y eso lo sabe.
Al perro lo fascina el sonido del banjo. Cuando pulsa las cuerdas, el perro se yergue, ladea la cabeza, escucha. Cuando toca la línea de Teresa, y cuando tararea esa línea melódica y comienza a henchirse de sentimiento (es como si se le engordase la laringe: siente el pálpito de la sangre en el cuello), el perro abre y cierra la boca y parece a punto de ponerse a cantar, o a aullar.
¿Será capaz de atreverse a eso: introducir a un perro en la ópera, permitirle que devane su propio lamento y que lo lance al cielo entre las estrofas de Teresa, perdidamente enamorada? ¿Por qué no? ¿Seguro que en una obra que jamás se representará está permitido todo?
Los sábados por la mañana, previo acuerdo, acude a Donkin Square a echarle una mano a Lucy con su puesto en el mercado. Después la invita a comer.
Lucy se mueve cada vez con mayor lentitud. Ha comenzado a tener esa mirada absorta y plácida. No es que se le note el embarazo, pero si él empieza a advertir las señales, ¿cuánto ha de pasar hasta que las hijas de Grahamstown, con sus ojos de águila, las capten también?
– ¿Qué tal le va a Petrus? -pregunta.
– Ha terminado la casa, pero aún falta por rematar el tejado y la fontanería. Ya ha comenzado la mudanza.
– ¿Y el niño? ¿No lo esperaban para ahora?
– Sí, para la semana que viene. Todo muy bien sincronizado.
– ¿Ha seguido insinuándose? -¿Insinuándose?
– Sí, contigo. Hacia el lugar que ocupas dentro de sus planes.
– Pues no.
– Tal vez las cosas cambien una vez que el niño… -Hace un gesto sumamente tenue hacia su hija, hacia el cuerpo de su hija-. Una vez que nazca. A fin de cuentas será un hijo de esta tierra. Eso no habrá quien lo niegue.
Se abre un largo silencio entre ambos. -¿Ya has empezado a quererlo?
Aunque las palabras sean suyas y hayan salido de sus labios, a él mismo lo sorprenden.
– ¿Al niño? No. ¿Cómo podría quererlo? De todos modos lo querré. El amor crecerá con el tiempo. Para eso podemos fiarnos de la Madre Naturaleza. Estoy decidida a ser una buena madre, David. Una buena madre y una buena persona. Tú también deberías tratar de ser buena persona.
– Sospecho que ya es demasiado tarde para mí. Yo no soy más que un veterano en prisión que termina de cumplir su condena. Pero tú has de seguir adelante. Tú vas por buen camino, y llevas un buen trecho recorrido.
Una buena persona. No es una mala resolución que tomar, y menos en tiempos tan oscuros.
Por un acuerdo tácito, de momento no acude a la granja de su hija. No obstante, un día laborable decide dar un paseo en camioneta por la carretera de Kenton. Deja la camioneta en el cruce y sigue el resto del camino a pie, y no por el camino, sino atravesando los prados.
Desde el último altozano alcanza a ver la granja: la casona antigua y tan recia como siempre, los establos, la casa nueva de Petrus, la presa sobre la que acierta a entrever unas manchas que han de ser los patos, y otras de mayor tamaño que sin duda serán los gansos silvestres, los visitantes que año tras año, desde tan lejos, vienen a ver a Lucy.
A esa distancia los arriates de flores son masas de colores sólidos: magenta, carmesí, azul ceniza. La estación en que florecen. Las abejas deben de estar en el séptimo cielo.
De Petrus no ve ni rastro, ni tampoco de su mujer, ni del cachorro de chacal que corretea con ellos. Lucy en cambio sí está faenando entre las flores. Cuando empieza a bajar por la ladera también vislumbra al bulldog, una mancha de color leonado en el sendero, al lado de ella.
Llega a la verja y se detiene. Lucy, de espaldas a él, todavía no lo ha visto. Lleva un vestido veraniego azul claro, botas y un sombrero de paja de ala ancha. Cuando se inclina a recortar una rama, a atar otra, a quitar una mala hierba del arriate, le ve la piel lechosa y recorrida por venas azuladas, los tendones anchos y vulnerables que le marcan las corvas: la parte menos bella del cuerpo de una mujer, la menos expresiva y, por consiguiente, tal vez la que mayor ternura suscita.
Lucy se endereza, se estira, vuelve a agacharse. Faenas del campo, tareas de campesinos, inmemoriales. Su hija se va convirtiendo en una campesina.