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Sigue sin estar al tanto de su presencia. En cuanto al perro, diríase que el perro está roncando.

Pues sí: una vez fue un minúsculo renacuajo dentro del cuerpo de su madre, y ahora está ahí delante, una mujer sólida y de existencia sólida, más sólida de lo que nunca ha sido. Con un poco de suerte aguantará mucho más que él, hasta mucho después de que muera, y es de suponer que seguirá dedicándose a sus tareas cotidianas entre los arriates de flores. Y de su interior su voluntad habrá dado pie a otra existencia, que con suerte será igual de sólida, igual de duradera. Y así habrán de continuar las cosas, una cadena de existencias en la que su parte, su aportación, irá inexorablemente a menos hasta terminar por caer en el olvido.

Un abuelo. Un José. ¡Quién lo hubiera dicho! ¿A qué bella moza puede contar con engatusar a base de arrumacos, cuál se mostrará dispuesta a irse a la cama con un abuelo?

Dice su nombre con voz queda.

– ¡Lucy!

Ella no lo oye.

¿Qué traerá consigo el hecho de ser abuelo? En calidad de padre no ha sido gran cosa, a pesar de haberlo intentado con más ahínco que la mayoría. En calidad de abuelo seguramente quedará también por debajo de la media. Carece de las virtudes de los viejos: ecuanimidad, afabilidad, paciencia. Pero tal vez lleguen esas virtudes tal como otras desaparecen: la virtud de la pasión, por ejemplo. Tendrá que echar un nuevo vistazo a Victor Hugo, el poeta que mejor ha plasmado la condición del abuelo. Puede que en él consiga aprender alguna cosa.

Deja de soplar el viento. Hay un instante de calma absoluta que hubiera querido prolongar por siempre: la suavidad del sol, la quietud de la tarde, el ajetreo de las abejas en un campo repleto de flores; en el centro, la imagen de una mujer joven, das ewig Weibliche, incipientemente preñada, protegida del sol por un sombrero de paja. Una escena casi perfecta para un Sargent o un Bonnard. Los dos eran chicos de ciudad, como él, pero incluso los chicos de ciudad saben reconocer la belleza cuando se la encuentran delante, y pueden quedarse sin aliento.

Lo cierto es que él nunca ha tenido una gran sensibilidad para la vida rural, a pesar de lo mucho que ha leído a Wordsworth. Nunca ha tenido una gran sensibilidad para otra cosa que las chicas guapas, ¿y adónde le ha llevado eso?

¿Es ya demasiado tarde para educar su sensibilidad? Carraspea.

– Lucy -dice en voz más alta.

Se rompe el hechizo. Lucy se yergue, se da casi la vuelta, sonríe.

– Ah, hola -dice-. No te había oído.

Katy alza la cabeza y mira, miope, hacia donde él se encuentra.

Atraviesa la verja. Katy se acerca y le olisquea los zapatos.

– ¿Y la camioneta? -pregunta Lucy. Está colorada por el esfuerzo, y tal vez algo quemada por el sol. De repente parece la imagen misma de la salud.

– La aparqué más abajo y di un paseo. -¿Quieres venir a tomar un té?

Hace la invitación como si fuera una visita. Está bien.

Una visita, una visitación: un nuevo arranque, un nuevo punto de partida.

Vuelve a ser domingo. Bev Shaw y él están de lleno en una de sus sesiones de Lósung. Uno por uno, él lleva primero a los gatos y luego a los perros: los viejos, los ciegos, los tullidos, los impedidos, los tarados… pero también a los jóvenes, a los sanos: a todos aquellos a los que les ha llegado la hora. Uno por uno Bev los toca, les habla, los acaricia, los consuela y los despacha, y se aparta un poco a contemplar cómo sella él los restos en un sudario de plástico.

Bev y él no cruzan palabra. Él ha aprendido a estas alturas, gracias a ella, a concentrar toda su atención en el animal que van a matar, a darle lo que él ya no tiene dificultad alguna en llamar por su nombre propio: amor.

Sella la última bolsa y se la lleva a la puerta. Veintitrés. Solo queda el perro joven, el perro que ama la música, el que, de haber tenido la posibilidad, habría acudido cojeando tras sus camaradas hasta el edificio de la clínica, hasta el teatro de operaciones y la encimera de zinc, donde todavía penden olores intensos, mezclados, incluido uno con el que todavía no se ha topado a lo largo de su vida: el olor del último hálito, el olor suave y efímero del alma liberada del cuerpo.

Lo que el perro jamás llegará a saber (¡ni siquiera de chiripa lo sabría nunca!, se dice él), lo que su olfato no le dirá jamás, es cómo se puede entrar en lo que parece una habitación normal y corriente y no salir jamás de ella. Algo sucede en esa estancia, algo innombrable: ahí es donde se arranca el alma del cuerpo, donde brevemente pende en el aire, retorciéndose y contorsionándose; ahí es donde luego es succionada y desaparece. Lejos está de entender que esa estancia no es una estancia, sino un agujero en el que uno deja atrás la existencia gota a gota.

Cada vez es más dócil, le dijo Bev Shaw una vez. Más difícil, pero también más sencillo. Uno se acostumbra a que las cosas sean cada vez más difíciles, ya no se sorprende de que lo que era todo lo difícil que podía ser pueda ser más difícil todavía. Si quiere, puede dejarle al perro joven una semana más, pero habrá de llegar un momento, no hay forma de evitarlo, en que haya de llevarlo a presencia de Bev Shaw, a su quirófano (tal vez lo lleve en brazos, tal vez eso es algo que pueda hacer por él), y acariciarlo y cepillarle el pelaje a contrapelo hasta que la aguja encuentre la vena, y susurrarle y consolarlo en el momento en que, desconcertantemente, las patas cedan bajo su peso; entonces, cuando el alma haya salido del cuerpo, podrá doblarlo en dos e introducirlo en su bolsa, y al día siguiente llevarse la bolsa a las llamas y comprobar que termine quemada, requemada. Todo eso es algo que hará por él cuando le llegue el momento. De poca cosa habrá de servir, de menos aún: de nada.

Atraviesa el quirófano.

– ¿Era el último? -pregunta Bev Shaw.

– Queda uno más.

Abre la puerta de la jaula.

– Ven -dice, y se agacha y abre los brazos. El perro menea el trasero inválido, le olisquea la cara, le lame las mejillas, los labios, las orejas. Él no hace nada por impedírselo-. Ven.

Llevándolo en brazos como si fuera un cordero, vuelve a entrar en el quirófano.

– Pensé que preferirías dejarlo para la próxima semana -dice Bev Shaw-. ¿Vas a renunciar a él?

– Sí, voy a renunciar a él.

J. M. Coetzee

J. M. Coetzee nació en Ciudad del Cabo en 1940 y se crió en Sudáfrica y Estados Unidos. Es profesor de literatura en la Universidad de Ciudad del Cabo, traductor, lingüista, crítico literario y, sin duda, uno de los escritores más importantes que ha dado estos últimos años Sudáfrica.

En 1974 publicó su primera novela, Dusklands. Le siguieron In the Heart of the Country (1977), con la que ganó el CNA, el primer premio literario de las letras sudafricanas; Esperando a los bárbaros (1980), también premiada con el CNA; Vida y época de Michael K. (1983), que le reportó su primer Booker Prize y el Prix Étranger Femina; Foe (1986); Age of Iron (1990); El maestro de Petersburgo (1994) e Infancia (1997, y que Mondadori publica ahora en esta misma colección). También le han sido concedidos el Jerusalem Prize y The Irish Times International Fiction Prize.

De este escritor «de brillante maestría, tensión y elegancia», en palabras de Nadine Gordimer, nos llega ahora su última novela, Desgracia, con la cual ha sido premiado, por segunda vez en su carrera, con el Booker Prize, el premio más prestigioso de la literatura inglesa.